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Hollywood, en crisis: el genio artístico, ¿un mito protector de las conductas abusivas?

Amanda Hess 17/11/2017
Para algunos, evaluar la obra de un creador a la luz de su biografía es una blasfemia; pero no todos coinciden con esa idea divergente.

¿Ahora sí podemos enterrar de una vez por todas la idea de “separar al artista de su arte”?
Cada vez que se acusa a alguien creativo (un hombre, por lo general) de maltratar a las personas (a las mujeres, por lo general), se alza un clamor destinado a evitar que los detalles biográficos incómodos se cuelen en nuestra valoración de su obra. Pero los actores de Hollywood acusados de abuso sexual o de cosas peores -Harvey Weinstein, James Toback, Kevin Spacey y Louis C. K., por nombrar a unos pocos de una lista en expansión permanente-nunca parecieron muy interesados en separar su arte de sus fechorías. Cada día sabemos más acerca de cómo la industria del entretenimiento fue configurada por sus abusos de poder. Ya es hora de considerar cómo su arte también fue configurado por esos abusos.
A estos hombres se los acusa de haber utilizado su posición creativa para delinquir, convirtiendo los sets de filmación en cotos de caza, manipulando a las víctimas jóvenes en sus clases de teatro y atrayendo a las colegas femeninas con el pretexto de la interacción, solamente para colocarlas en situaciones sexuales sobre las que no habían sido consultadas. Las actuaciones que vemos en la pantalla tomaron forma a partir de estas acciones. Y esas ofensas afectaron el recorrido de otros artistas, al determinar a cuáles se les da protagonismo y a cuáles se acosa o se avergüenza fuera del trabajo. A su vez, la aclamación de la crítica y la influencia económica permitieron que sus proyectos sirvieran para aislarlos de las consecuencias de su comportamiento.
Para algunos críticos, esta idea de evaluar la obra de un artista a la luz de su biografía es una blasfemia. En 2009, la detención de Roman Polanski inspiró una mesa redonda de The New York Times sobre si debíamos “separar la obra del artista del artista mismo a pesar de que hubiese evidencias de comportamiento reprochable o incluso delictivo”.
Esta intenta ser una pieza útil acerca de la actitud predominante sobre la cuestión a principios del siglo XXI. El guionista y crítico Jay Parini escribió: “Ser artista no tiene nada, nada que ver con la conducta personal de uno”. Mark Anthony Neal, un académico de la Universidad Duke, lo explica de este modo: “Dejen que el arte se sostenga por sí mismo y que a estos hombres se los juzgue, y así los extremos nunca se van a tocar”.
Pero a Polanski se lo imputó por invitar a una chica de 13 años al jacuzzi de Jack Nicholson con el pretexto de que modelara para unas fotos y después drogarla y violarla. Los extremos se tocaron.
La propensión a cometer actos reprobables ha sido imbuida en el mito del genio artístico, designación que rara vez se hace extensiva a las mujeres. Es lo que el historiador Martin Jay llama “la coartada estética”: el arte justifica el delito. Jay dice que en el siglo XIX el genio artístico “solía interpretarse como algo libre de toda consideración no estética, ya fuese cognitiva, estética o de cualquier otro orden”. Y por lo general esos lapsus éticos permitidos a los artistas tenían que ver con el maltrato a la mujer.
En la actualidad, esa tradición sigue viva. Recientemente, el crítico de cine de The New Yorker Richard Brody respondió a las denuncias de abuso sexual contra Harvey Weinstein sugiriendo que aunque la información externa sobre los cineastas “pueda ser esclarecedora, cuanto mejor es una película, más probable es que la biografía solo abunde en detalles relacionados con lo que para un ojo perspicaz debió haber sido evidente”. Un cálculo estrafalario que cancela el debate de las malas acciones sobre la base del talento de la persona que las comete. El periodista Gay Tales fue aún más directo al desestimar a Anthony Rapp, la estrella de Rent que acusó a Kevin Spacey de haberse aprovechado de él cuando tenía 14 años. “Detesto a ese actor que le arruinó la carrera a este tipo”, dijo.
Los directores, mientras tanto, justifican el maltrato o el simple resentimiento contra las mujeres como una elección artística osada. Bernardo Bertolucci, el director de Último tango en París, se jactó de haber optado por no informarle a la protagonista, Maria Schneider, todos los detalles de la famosa escena de la manteca “porque quería que ella reaccionara como una chica y no como una actriz”. (“Me sentí humillada y, para ser sincera, me sentí un poco violada”, dijo Schneider al recordar aquella experiencia). El director Lars von Trier ha llevado su misoginia a la categoría de un personaje, al deleitarse en irritar a las actrices y luego venderles las historias a las revistas como evidencia picante de su brillante espíritu transgresor. Pero parece que al hacer alarde de su control sobre las mujeres este cineasta famoso por controlar estrictamente todos los aspectos del rodaje no hace más que aumentar su reputación.