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Cómo Roxane Gay comió hasta pesar 261 kg para enterrar su violación en grupo

NOELIA RAMÍREZ 28 FEB 2018
“El pasado está descrito en mi cuerpo. Cargo con él todos y cada uno de los días. A veces siento como si el pasado pudiera matarme. Es una carga muy pesada. En mi historia de violencia hubo un chico. Yo le quería. Se llamaba Christopher. En realidad no se llamaba así, pero no hace falta que os lo diga. Christopher y varios de sus amigos me violaron en el bosque, en una cabaña de caza abandonada, donde nadie salvo aquellos chicos podía oír mis gritos”

Hambre, memorias de mi cuerpo
Roxane Gay es una reputada ensayista, escritora y activista estadounidense. Profesora universitaria en Purdue, sus columnas se publican regularmente en The New York Times o The Guardian. Editora de ensayos para The Rumpus, la recopilación de sus textos en Mala Feminista (traducidos aquí al castellano por Capitán Swing), alcanzó tanto éxito y aplauso mediático que las webs satíricas bromeaban con titulares tipo “Mala feminista todavía no ha leído Mala Feminista“. Analista sobre raza (Gay es de origen haitiano), género e identidad, la escritora se abre en canal en Hambre, memorias de mi cuerpo (Capitán Swing). Una autobiografía que retuerce, incomoda y rompe a un lector incapaz de apartar la vista ante la confesión de cómo una violación en grupo cuando apenas tenía 12 años la sumió en una espiral de autoodio, vergüenza y culpa que derivó en la superobesidad mórbida que padece (diagnóstico clínico basado en el IMC, Índice de Masa Corporal).
“Empecé a comer para cambiar mi cuerpo, es algo que hice de manera intencionada”, desvela en este relato de casi tres décadas de aferrada lucha contra su físico. Una “jaula” que ha definido su relación con el mundo: su cénit fueron 261 kg repartidos por su metro noventa poco antes de rechazar someterse a un bypass gástrico. “En mi vida hay un antes y un después. Antes de ganar peso. Después de ganar peso. Antes de que me violaran. Después de que me violaran”, sentencia.
“Me rompieron, y para entumecer el dolor de aquel destrozo comí, comí y comí”, escribe. Gay nunca denunció ni compartió con sus seres queridos su agresión sexual en grupo hasta hace unos pocos años. Su silencio se fundió con la autodestrucción de su cuerpo para crear un escudo contra el mundo y el género masculino (“Sabía que no sería capaz de soportar otra violación como aquella, de modo que comí porque pensé que si mi cuerpo se volvía revulsivo, podría mantener alejados a los hombres, sería más despreciable, y ya conocía demasiado bien su desprecio”). Todavía sigue en guerra contra su físico –ahora está por debajo de los 200 kg–, tras intentar múltiples dietas que también acaba saboteando en cuanto vislumbra resultados positivos. O como ella lo resume, lleva todo este tiempo “hambrienta de dejar de sentir dolor”.
Tras su agresión a los 12 años, optó por “comer, comer y comer” para anularse ante el mundo (“aquellos chicos me trataron como si yo fuera nada, de modo que me convertí en nada”). Lo hizo porque desde pequeña entendió que la obesidad repele, y asquea, a la sociedad patriarcal. Que a las niñas se nos enseña “a no ocupar espacio” y a “ser delgadas y pequeñas” porque “si somos vistas, debemos agradar a los hombres y resultar aceptables de cara a la sociedad”. Gay pasó por un internado en Exeter en el que, sin supervisión paterna, pudo lanzarse a ese precipicio de culpa y de autodesprecio y engordar, prácticamente de golpe, 13 kilos. Creció encerrada en su caparazón mientras se hacía más lista y escribía mejor. Romántica empedernida por su afición a las novelas de aventuras adolescentes (desde Judy Blume a Las gemelas de Sweet Valley), entró en Yale, huyó a mitad de la carrera y saltaba de estado en estado a la búsqueda de cariño en desconocidos amantes que conocía a través de Internet (hombres y mujeres). Durante su veintena engordó 12 kg e hizo prácticamente de todo: trabajó en una compañía de sexo telefónico, fue okupa, vivió una historia de amor sereno junto a un hombre y regresó a casa para enderezar su carrera profesional. Todavía se siente incómoda con las muestras de cariño. Fue bulímica durante dos años.
“Estar delgado es un valor social”, advierte la ensayista. Su texto no es sólo la historia de un trauma. También es un afilado análisis sociocultural sobre la demonización y la crueldad con la que se juzga, y castiga, a la obesidad. Consciente y clara sobre las dolencias y pésima salud que arrastra por su sobrepeso, Gay carga contra el espectáculo de los programas de adelgazar populares en la televisión de EEUU (“su mensaje siempre es el mismo: la autoestima y la felicidad están inextricablemente vinculadas al hecho de estar delgado“). Contra el marketing de las dietas milagro (“equiparar delgadez a autoestima es una poderosa mentira. Está claro que se trata de una mentira jodidamente convincente porque la industria de pérdida de peso prospera”). Contra Oprah por haber paseado en su programa un carrito cargado de grasa animal simbolizando los 32 kg que perdió en 1988 para después hacerse con el 10% de Weight Watchers. Y contra el mundo “que fuerza a tantas chicas y mujeres a hacer todo lo posible por desaparecer. Nadie quiere oír historias de chicas gordas que ocupan demasiado espacio y, sin embargo, siguen sin encontrar un lugar donde encajar. La gente prefiere historias de chicas demasiado flacas que se matan de hambre y hacen demasiado ejercicio y que tienen un aspecto gris y macilento y que a simple vista desaparecen”.
Hambre no es una confesión sanadora con clímax resolutivo. Las heridas de Gay siguen abiertas. Sufre timidez crónica y siente pánico escénico. Es hiperconsciente de su envergadura y se rinde al autodesprecio con una facilidad que hiela la sangre, aunque alivia al lector al afirmar que a sus 40 años “he sido capaz de admitir que me gusto, a pesar del fastidio de sospechar que no debería gustarme”. Googlea continuamente el nombre del violador que lideró su agresión en grupo. Sabe, por sus redes sociales, qué aspecto tiene, dónde trabaja y qué coche conduce. “Me pregunto si sabe que pienso en él cada día. Digo que no, pero lo hago. Él siempre está conmigo. Siempre. No tengo paz”.