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¿Tiene sentido hablar de fascismo en Colombia? Charla con Federico Finchelstein y Pablo Piccato

Constanza Castro Benavidez 18/10/2020

Dos historiadores hablan sobre esa amenaza en América Latina y en Estados Unidos hoy, y sobre si puede desarrollarse en nuestro país.

Según escribió Hanna Arendt en su conocido libro Los orígenes del totalitarismo (1951), “el objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino las personas para quienes ya no existe la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento)”. El fascismo es exitoso, decía, cuando los hombres se niegan a creer en la veracidad de algo, incluso cuando la evidencia lo corrobora. Mentir y lograr convencer a la sociedad de estas mentiras es fundamental, según ella, en el éxito de las ideologías fascistas.
Después de 20 años en el poder, los sucesivos gobiernos del Centro Democrático han demostrado su talante autoritario, su relación ambigua -por decir lo menos- con la justicia y el uso recurrente de la mentira política para vencer al oponente. Sin embargo, tras el ascenso de Iván Duque a la Presidencia y, aun más, tras la detención reciente de Álvaro Uribe, la militarización de la política, la criminalización de la oposición y la protesta, la concentración de los organismos de control en el partido de gobierno, un discurso xenófobo y la censura a los medios de comunicación, incluso internacionales, es cada vez menos soterrada. A esto se suma ahora el lanzamiento de una campaña internacional de desprestigio de la oposición política en Colombia con Donald Trump como vocero. Para algunos críticos del Gobierno estas acciones indican una inminente erosión del Estado de derecho. Para otros, estas acciones son evidencia del peligroso ascenso del fascismo en Colombia. Aunque algunos historiadores han escrito sobre la influencia del fascismo europeo en algunos políticos conservadores en la primera mitad del siglo XX, como Laureano Gómez hacia los años 30, o el grupo de jóvenes llamados Leopardos una década antes, a diferencia de otros países de América Latina, el término fascismo no ha sido recurrente en el lenguaje político en Colombia. Hasta ahora.
¿Tiene sentido hablar de fascismo en Colombia? ¿Es irresponsable o es más bien urgente? Hace unos días tuve una conversación con dos historiadores reconocidos internacionalmente por sus publicaciones sobre el fascismo, la violencia política y la esfera pública.
Federico Finchelstein es profesor de historia en el New School of Social Research y es considerado, hoy en día, uno de los más importantes investigadores sobre fascismo en el mundo. Es autor de siete libros sobre el tema, entre ellos Fascismo transatlántico: ideología, violencia y lo sagrado en Argentina e Italia, 1919-1945, y Del fascismo al populismo en la historia. Acaba además de publicar un libro editado por la Universidad de California, que pronto circulará en español, titulado Breve historia de las mentiras fascistas. xxx
Pablo Piccato es profesor de historia de la Universidad de Columbia y experto en la historia del crimen, la violencia política y la formación y crisis de la esfera pública en América Latina. Es autor de libros como La tiranía de la opinión: El honor en la construcción de la esfera pública en México, traducido al español en 2017 e Historia nacional de la infamia: crimen, verdad y justicia en México, que fue publicado en español este año.
En esta charla discutimos sobre la influencia del fascismo en los populismos latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX, sobre cómo la historia puede ayudar a entender, no solo los fascismos del pasado, sino los cambios recientes en las formas de hacer política, y sobre el peligroso ascenso hoy de lo que han denominado “populismos postfascistas”. Estos historiadores concluyen que no se debe temer usar el término si lo que se ve es el uso de estrategias fascistas y el peligroso ascenso del fascismo hoy. Según ellos, el fascismo del siglo XXI no tendrá quizás el rostro de Mussolini, de Hitler o de Franco, pero sería erróneo deducir por esto que las democracias no están en peligro. Esta charla recuerda una lección fundamental de la historia de los fascismos y es que la democracia puede ser destruida desde el interior.
En sus recientes artículos publicados en periódicos en Estados Unidos, México y Argentina, ustedes han llamado la atención sobre la importancia y la pertinencia de hablar hoy de fascismo. ¿Por qué creen que tiene sentido usar un término que es considerado polémico, incluso excesivo, para explicar algunas de las formas de hacer política hoy?
F.F.: El trabajo que hemos hecho como historiadores, pero también lo que vemos en la política reciente, nos muestra que existe sin duda un peligroso ascenso del fascismo hoy. Este peligro es global y se ve por supuesto en Estados Unidos, pero también en Brasil, en Hungría, en India y no se debería cancelar de antemano la pregunta sobre qué es lo que está pasando en Colombia. Lo que hemos visto, sin embargo, es una enorme resistencia entre los historiadores a usar este concepto. Historiadores etnocéntricos en Estados Unidos, por ejemplo, han planteado de hecho la imposibilidad de pensar la historia nacional en términos del fascismo.
P.P.: Este es justamente uno de los problemas que tenemos para entender lo que está pasando actualmente en estos países. Nadie quiere usar el concepto de fascismo, y no usarlo niega la posibilidad de identificar algunas de sus características en regímenes democráticos en el poder hoy. Uno de los argumentos que usan quienes evitan esta conversación en Estados Unidos, por ejemplo, es que este país es único, que tiene su propia historia de la democracia, que ningún otro país se le parece, y que por lo tanto es imposible que puedan producirse procesos de degradación de la democracia desde adentro o la emergencia de movimientos violentos como el fascismo. Estas afirmaciones pierden sustento, al menos a partir del triunfo de Trump. Pero además, existe la idea, muy común entre historiadores de Europa, de que el fascismo solo ocurrió en Italia y en Alemania, y que hablar de fascismo en cualquier otro lugar o circunstancia es un abuso juvenil de la palabra o una aproximación muy ligera a los problemas de regímenes actuales. Creemos, primero, que no habría que reducirse a los casos históricos de Italia y de Alemania para entender el fascismo, y segundo, que hablar de fascismo no significa necesariamente hablar de la existencia de un régimen fascista.
Entonces ¿cómo caracterizarían ustedes, o qué condiciones debe tener, un régimen para ser considerado fascista?
F.F.: El fascismo es muchas cosas: es un movimiento político, una ideología y eventualmente, en algunos países, un régimen. Un régimen fascista es un régimen totalitario en el cual no hay divisiones entre lo privado y lo público, entre el Estado y el gobierno, y entre el Estado y la sociedad civil. En estos regímenes la esfera pública se cierra, desaparece la libertad de expresión y, por supuesto, no hay prensa independiente. El racismo, la xenofobia, la homofobia y la misoginia se vuelven políticas de Estado, y la violencia no solo es glorificada, sino puesta en práctica. Para los fascistas la violencia produce y evidencia el poder. Según Max Weber, un Estado poderoso y legítimo es un Estado que tiene el monopolio de la violencia, pero no lo ejerce. Por eso, por ejemplo, se ha dicho que el Estado colombiano es un Estado débil, porque ejerce constantemente la violencia. Los fascistas no están de acuerdo con esta noción weberiana de legitimidad, porque para ellos la legitimidad no está solamente en tener el monopolio de la violencia, sino en ejercerlo, incluso de maneras extremas. Esta idea del poder lleva por supuesto a la represión interna, y con ella a desapariciones, ejecuciones, encarcelamientos y eventualmente a la guerra externa. Pero además de la supresión de la esfera pública, de la exacerbación del racismo y la xenofobia que crea un enemigo interno, y de la glorificación de la violencia, hay dos condiciones más para hablar de la existencia de un régimen fascista. De una parte, una política imperialista, que es la política de pensarse no solo superior a otros países, sino de actuar para dominarlos, y de otra, el uso de la técnica de propaganda totalitaria. En el fascismo mentir no es solo una estrategia de manipulación, sino una creencia. La mentira reemplaza la verdad y se cree en una verdad que trasciende lo empírico, porque es parte de una religión política, un culto al líder sostenido en un fanatismo extremo. La suma de estas condiciones describe un régimen fascista.
P.P.: Quisiera añadir que la identificación del movimiento con el líder es también un rasgo fascista.
F.F.: Sí. Así es. Al principio hay una identificación entre movimiento y líder. Luego hay una identificación entre movimiento, líder y Estado, y finalmente una identificación total, algo que denomino “una trinidad” -concepto por supuesto religioso- entre líder, nación y pueblo. Es decir, todo es el líder. Lo que ocurre es la personalización total de la política, de la nación, del pueblo y del Estado en el líder. Todo pasa por el líder todopoderoso, omnisciente, que lo sabe todo y que asume que sabe lo que el pueblo quiere.
Federico, tú dices en tu libro “Del fascismo al populismo en la historia”, que el populismo de mediados de siglo XX tiene una clara inspiración fascista, es decir, que es una derivación del fascismo en “clave democrática”. ¿Qué diferenció al populismo del fascismo del que surgió y qué condiciones se mantuvieron?
F.F.: Aquí hablaré de una historia larga muy brevemente. Después de 1945 muchos fascistas y dictadores en el mundo entendieron que el fascismo había perdido y que un mundo tripolar, en el que se disputaban el poder el liberalismo, el comunismo y el fascismo, se había vuelto bipolar. Los fascistas intentaron entonces reformularse en clave democrática y crearon el populismo como régimen. El ascenso y la caída de los fascismos afectó no solo a quienes habían sido fascistas, como Juan Domingo Perón en Argentina, sino también a muchos gobernantes autoritarios, como Getulio Vargas en Brasil. Estos primeros regímenes populistas latinoamericanos de posguerra se distanciaron del fascismo, pero conservaron rasgos antidemocráticos que no habían sido centrales en los movimientos prepopulistas y protopopulistas anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Lo que sí hicieron los populistas en el proceso de acomodarse al mundo de la postguerra fue recuperar la democracia creando un híbrido: un autoritarismo democrático, por así decirlo. La política personalista y la tendencia a borrar las diferencias entre líder, pueblo y nación continuaron con el populismo, pero en clave democrática. Atrás se dejaron cuatro elementos: la dictadura propia del fascismo, la violencia política como eje y fuente del poder político, el racismo o la xenofobia como política de partido y, finalmente, las mentiras extremas, la técnica de propaganda totalitaria.
Lo que estamos viendo hoy con Donald Trump, en Estados Unidos; Jair Bolsonaro, en Brasil; Viktor Orbán, en Hungría, o Narendra Modi, en India, sería entonces el resurgimiento de características del fascismo en regímenes democráticos, algunos de ellos populistas. ¿Es un giro contrario entonces al ocurrido después de 1945? ¿Cómo y por qué ocurre ahora?
P.P.: Los cambios en la economía global y la manera en que las economías y las poblaciones de países más o menos industrializados están más interconectadas han causado respuestas defensivas en algunas sociedades. La ultraderecha se beneficia de esta situación. Desde hace unos años hemos visto, sobre todo en Europa y en Estados Unidos, cómo la extrema derecha utiliza la xenofobia y el racismo como recursos para obtener avances electorales entre los sectores que se sienten amenazados, por ejemplo por migrantes. La ultraderecha usa como pretexto a inmigrantes y refugiados que huyen de guerras civiles y desastres ambientales. En el caso de Estados Unidos, este aspecto del programa del trumpismo se expresó a través del racismo contra los mexicanos y la obsesión por construir una muralla en la frontera. Esto ha permitido también dar cohesión a grupos armados de ultraderecha que ya existían y habían usado el terrorismo pero que ahora ven a Trump como su líder. Finalmente, la expansión de redes sociales como Facebook ha permitido la diseminación de teorías conspirativas y mentiras que la prensa tradicional hubiera por lo menos demorado. Todo esto ha producido una combinación de fuerzas que pone en riesgo la democracia misma y no solo en Estados Unidos.
F.F.: Lo que vemos efectivamente en el presente es un retorno de los populistas a los elementos centrales del fascismo, pero en democracia. Son populismos aun, porque están haciendo esto en democracia, pero lo que es nuevo es que están retomado características del fascismo que parecen ya no ser tabú. Lo que había eliminado el populismo después de la Segunda Guerra vuelve. El peligro empieza a hacerse visible cuando el discurso del líder y su partido es xenofóbico, cuando él y su partido mienten para crear un enemigo interno que se criminaliza, y cuando se militariza la política y se exalta la violencia como estrategia de poder y de orden. Trump tiene un discurso decididamente racista. En sus primeras intervenciones como presidente afirmaba que los mexicanos eran violadores y un gran peligro para Estados Unidos. Bolsonaro es indudablemente homófobo, misógino y racista, y los ejemplos abundan. Lo que todavía no vemos en estos gobiernos es la dictadura. La dictadura sería lo que nos permitiría decir que alguien como Trump o como Bolsonaro, o como Uribe, es fascista. Pero que no sean líderes de un régimen fascista ya conformado no quiere decir que no exista el peligro del fascismo. El fascismo de hoy representa un peligro distinto al del que perpetró el universo de Auschwitz. Sus asesinatos no son organizados quizás únicamente desde el Estado, pero su influencia es enorme: el presidente y su partido tienen una inesperada y con alcance global desde la cual se normalizan constantemente argumentos y lógicas que fueron fascistas. Aunque los gobiernos a ambos lados del Atlántico parecieran en algunos casos incluso no tener una relación directa con actos de violencia cotidiana, tienen una responsabilidad moral y ética por fomentar un clima de violencia fascista.
Vamos entonces por partes. La xenofobia es entonces evidencia del posible ascenso de un régimen fascista cuando se convierte en un discurso del líder y de su partido. ¿Una de las estrategias fascistas es entonces la creación de un enemigo interno que, supongo, no necesariamente está definido por su raza o su etnicidad, sino también por su ideología?
P.P.: Sí. Es importante recordar que los movimientos fascistas son nacionalistas y son diferentes en cada país y en su reclamo de una identidad nacional y entonces no es una cuestión estrictamente racial. Aunque el enemigo pueda ser diferente, lo que sí ha sido recurrente en América Latina es el uso de la violencia para aniquilar al enemigo y también el uso de un lenguaje de criminalización de algún sector de la población. En Estados Unidos, por supuesto, hay un discurso racista, pero también ataques a periodistas, inmigrantes, musulmanes y movimientos de protesta que se han convertido ya en objeto de amenazas de la Casa Blanca. Estos grupos son señalados como delincuentes, como subhumanos en cierta forma, y la violencia sobre ellos termina por considerarse apropiada. Creo que habría que tener esto en cuenta al pensar en Colombia. Habría que empezar a pensar en estrategias fascistas si se crea un enemigo interno abstracto que cobra forma en actores o personas específicas. El enemigo puede personificarse en los inmigrantes de países vecinos, o en una versión distorsionada del socialismo, o en la invención del castrochavismo o de las nuevas Farc. Es un enemigo imaginario, que termina por incluir a cualquier persona que cuestione al líder: miembros de partidos de oposición, de medios de comunicación o de organizaciones de derechos humanos, aunque no compartan entre ellos necesariamente una ideología. Este enemigo común primero se crea, luego se estigmatiza y se persigue, y finalmente debe ser eliminado.
Este enemigo interno se crea a partir de las llamadas “mentiras fascistas”. A diferencia de las mentiras de los políticos en general, ¿cuáles son las particularidades de las mentiras fascistas?
F.F.: Para decirlo en términos simples: todos los políticos mienten, pero la diferencia entre un político comunista, liberal, socialista o conservador y un político fascista es que el político fascista cree en sus mentiras. Incluso cuando reconoce que hay mentiras en su discurso, piensa que están al servicio de una verdad trascendente y absoluta que, además, no tiene que ser demostrable. Es decir, es la verdad del líder omnisciente. En el libro que acabo de publicar trazo estas ideas en distintos fascismos en el siglo XX, desde Colombia a Argentina, de Italia a Alemania y de la India a Japón, y trato de entender cómo el líder y sus adeptos presentan estas mentiras como verdades que no necesitan ser demostrables porque están relacionadas con la fe. Es la verdad de una religión, de un culto político. Alguien como Francisco Franco podría decir algo tan contradictorio como que “la democracia verdadera” estaba representada por su dictadura. Para sus seguidores no había contradicción aparente, pues los fascistas reemplazan la teoría de la representación con la teoría de la delegación absoluta, que es la delegación de la fe en un mito viviente o prácticamente, un dios en la tierra.
Uno de los casos más absurdos y, a la vez, sintomáticos de esta idea de la verdad es el de los Protocolos de los Sabios de Sion. Los protocolos son una gran mentira antisemita. Plantean la idea que en un cementerio de Praga se encontraron unos rabinos, no solamente rabinos vivos, sino también muertos, para planificar el dominio del mundo. El capitalismo, el comunismo, todo se explicaba a partir de este encuentro secreto que alguien, aparentemente, pudo escuchar. Es decir, es una gran fantasía que termina siendo creída por muchos. Alguna vez le preguntaron a Hitler si creía en los Protocolos y Hitler contestó que más allá de que alguno de sus elementos fuera o no correcto, los protocolos hablaban de una gran verdad que por supuesto existía.
Otro elemento que quiero agregar es quizás uno de los más preocupantes: que para los fascistas, como planteó Hannah Arendt, no es suficiente decir mentiras y promoverlas como propaganda estatal, sino que intentan cambiar la realidad cuando no coinciden con sus mentiras. La xenofobia creada con mentiras llevó, por ejemplo, al Holocausto. Los fascistas decían, por ejemplo, que los judíos eran sucios y que por esto eran contagiosos. Sometieron luego a los judíos a medidas antihigiénicas y a la desnutrición en campos de concentración y guetos. Eventualmente los judíos se enfermaron y se convirtieron en agentes de enfermedades, y los nazis pudieron confirmar lo que habían dicho. Crearon situaciones artificiales como los guetos y los campos de concentración para que la mentira se convirtiera en realidad.
Y finalmente —y esta es una lección que nos enseña la historia del fascismo—, las mentiras racistas o las mentiras que crean un enemigo común llevan indudablemente a la violencia política extrema. Debemos prestar atención a la historia de las ideologías fascistas y a las maneras en que llevaron al Holocausto, por ejemplo. ¿Cómo los nazis acabaron con la vida de tantas personas? Lo hicieron mintiendo. El poder político de los fascistas se deriva en gran medida de la cooptación de la verdad y la generalización de la mentira. Lo que debemos ver hoy es que las mentiras que produjeron tal violencia en el pasado están de nuevo en el poder.
Hace unas semanas, a propósito de los asesinatos de 14 personas por la Policía, justamente en manifestaciones contra la violencia policial en Bogotá, Álvaro Uribe escribió en Twitter: “Mejor toque de queda del gobierno nacional, fuerzas armadas en la calle con sus vehículos y tanquetas, deportación de extranjeros vándalos y captura de autores intelectuales. Mejor (lo anterior) que muertos, policías heridos, destrucción de CAI, riesgos a Transmilenio” ¿Están aquí los elementos de la xenofobia de partido, la creación del enemigo interno y la militarización de la política que mencionaron antes?
F.F.: Lo que diría es que con las ideologías fascistas se da, por un lado, la criminalización de toda oposición o, más bien, de toda opción alternativa, y esta criminalización va de la mano de la militarización de la política, que es un elemento central del fascismo. Esta apelación al mundo militar en el populismo aparece a nivel discursivo, pero no a nivel práctico. Perón podía hablar de los soldados peronistas, o podía calificar a la oposición como enemiga de la patria, pero no había una práctica que respondiera a este discurso. Cuando hay una criminalización del enemigo y una militarización de la política que incluye elementos xenófobos, es legítimo preguntarse si se están adoptando estrategias fascistas.
P.P.: Pero hay algo importante. Lo que se ve primero no es un Estado formando grupos de choque y enviándolos a la calle. Lo que ocurre es que el gobierno utiliza las instituciones del Estado que usan legítimamente la violencia para militarizar la política. Estas fuerzas actúan como grupos paramilitares que sirven de catalizadores de la violencia. En Estados Unidos, por ejemplo, el gobierno ha usado al Department of Homeland Security, que puede arrestar a personas sin el debido proceso por ser indocumentadas, y ha extendido esas prácticas a las calles de algunas ciudades contra manifestantes. Paralelamente se incita a fuerzas de civiles armados para hacer el trabajo sucio que resulta en más violencia. Apoyándose en este desorden creado desde arriba, el gobierno hace una demostración de mano dura que la sociedad puede considerar necesaria cuando se han instalado las mentiras fascistas sobre el enemigo interno.
Si ves la historia de Alemania, y también de Italia, la violencia callejera, por ejemplo, fue una de las primeras etapas en la elevación de un movimiento fascista para golpear, decían, a los comunistas. La violencia visible en las calles fue un momento muy importante en el ascenso del fascismo. En Estados Unidos la quema de iglesias y mezquitas negras, los disparos en las calles, el asesinato de inmigrantes y personas negras, y las amenazas contra periodistas en los últimos meses no deben ignorarse. Estas estrategias pueden convertirse en dictadura. Las dictaduras que se iniciaron en Italia en 1922, Alemania en 1933, y Argentina en 1976 fueron precedidas por actos violentos aparentemente espontáneos, pero que fueron definidos desde el Estado. las agencias que los organizaron mantuvieron y aumentaron su poder después: el Fasci de Combattimento en Italia, las SA y luego las SS en Alemania o la Triple A en la Argentina peronista. El Estado de derecho tendría que imponerse para detener estas acciones, pero si un partido domina todas las instituciones del Estado, es muy difícil que esto suceda.
Pero lo más importante aquí, y que es parte de la experiencia del fascismo, es que toda esa violencia se utiliza contra una amenaza que no existe o que no es tan grande como los fascistas afirman. No es cierto que Antifa esté a punto de apoderarse de las ciudades en Estados Unidos, ni que el castrochavismo, como lo llaman, está por tomarse Colombia, pero esta es la amenaza que usan los fascistas y es una amenaza a la democracia por supuesto.
Quisiera preguntarle a Pablo, ¿cómo se relaciona esta mentira fascista con el vaciamiento de la esfera pública que ha estudiado y, por supuesto, con la democracia?
P.P.: Siguiendo lo que mencionaste antes de los tuits de Uribe: lo que él está haciendo -como hace Trump o hizo Calderón en México- es mostrar que hay una relación directa entre el pueblo y el líder, y que todo lo que contradiga al líder (venga de la prensa, la ciencia o la opinión de otros) es mentira. Trump dijo que la epidemia no existía, que era una mentira, y muchas personas le creyeron y terminaron enfermándose. Esta sería obviamente la evidencia factual de que estaban equivocados, pero aun con esta evidencia, Trump no ha perdido su autoridad ante sus seguidores.
Lo que ocurre, y que estamos viendo, es un intento de socavar la esfera pública, es decir, la posibilidad de la discusión pública, de distinguir la verdad de la mentira. Se van entonces privilegiando estas formas de comunicación que no permiten un diálogo ni tampoco contrastar evidencia. Lo que pasa ahora en Estados Unidos, en México con la derecha y también en Colombia, es que quienes están en el poder dicen: “Vamos a decir algo provocador, no importa si es mentira. Nuestra audiencia lo va a creer, no hay necesidad ni siquiera de transformar la realidad, ellos van a transformarla”.
¿Qué papel cumplen los medios de comunicación en este vaciamiento de la esfera pública y en el ascenso y eventual normalización de un discurso fascista?
P.P.: Los medios de comunicación, por lo menos en Estados Unidos, son cómplices de estas estratagemas porque reproducen las provocaciones de Trump y sus seguidores sin criticar su intención de desorientar y distraer mediante la mentira. Los medios cubren el discurso de Trump como si fuera el discurso de cualquier otro político. Los periódicos y canales más liberales lo hacen con algunas prevenciones, pero bajo la idea de que los medios deben ser “balanceados” consideran que se debe oír a Trump como si las mentiras fueran equivalentes a las expresiones verdaderas. En estos casos, tratar las noticias con la idea de “balance” es una trampa, es un error cuando se está cubriendo un movimiento político que se basa en mentiras. Lo que están haciendo los medios es darle la misma difusión a la mentira que a posiciones basadas en hechos. Poner la cámara frente a uno de estos líderes o los miembros de su partido, y dejarlo hablar durante una hora sin corregir nada, y sin decir en qué momento mintió, ayuda muchísimo en la eventual normalización de ideas fascistas. Los medios tienen que abandonar esa idea de que todos los políticos son igualmente respetables y veraces, y cubrirlos de una forma más crítica. Algunos periódicos en Estados Unidos están empezando recientemente a incluir en el titular “Trump dijo esto, pero es mentira”, pero durante tres años simplemente decían “Trump dijo esto”.
F.F.: Estoy de acuerdo con Pablo. Lo único que quiero agregar es que históricamente, cuando el fascismo triunfa, los medios independientes, que basan su información en hechos y van por supuesto en contra de la propaganda y la mentira totalitaria, son destruidos. En estas situaciones la obligación, el compromiso cívico y democrático de los medios, es el de tratar de contrarrestar este tipo de mentiras. Es decir, deben hacer su trabajo.
Para terminar, ¿es legítimo, necesario o más bien peligroso usar el término fascismo para tratar de entender lo que está ocurriendo hoy en Estados Unidos o en los países de América Latina que han mencionado, y para entender lo que está ocurriendo hoy en Colombia?
F.F.: El hecho de que haya mentiras, o un partido único, o sectores paramilitares, incluso que haya una dictadura, no implica que haya fascismo. Entonces, la pregunta que debemos hacernos es si todas estas condiciones de las que hemos venido hablando implican necesariamente o coinciden con una estrategia o una política fascista y si hay una opción para el fascismo en este momento, por ejemplo, en Colombia. Lo que quiero decir es que a pesar de que uno no pueda hablar, en mi opinión, de fascismo en las últimas décadas en Colombia, lo que sí se puede, por la existencia consistente de todos estos elementos antidemocráticos que vemos, es afirmar por supuesto que existe la posibilidad de que haya un peligro de fascismo en Colombia.
P.P.: Es importante esa distinción entre el fascismo como régimen, el fascismo como movimiento político y el fascismo como ideología. Creo que sí es importante utilizar el concepto de fascismo, y entender la historia del fascismo. No porque podamos predecir lo que va a pasar, pero sí para entender los patrones que han llevado al ascenso de regímenes fascistas. Es decir, el hecho de que no podamos aplicar el concepto punto por punto no quiere decir que no podamos pensar en la posibilidad de que hay una coherencia con el fascismo en el proyecto político de Trump, Bolsonaro o Uribe. Me parece que negarse a pensar que hay un patrón visible en los fascismos conocidos y replicable en los nuevos, es no ver deliberadamente esta posibilidad y este peligro.