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Apología del contagio Cuarentena permanente

Santiago Alba Rico 15/03/2020
Desde que existe el Covid-19 ya no ocurre nada. Ya no hay infartos ni dengue ni cáncer ni otras gripes ni bombardeos ni refugiados ni terrorismo ni nada. Ya no hay, desde luego, cambio climático

A principios del verano de 1834 la epidemia de cólera que desde hacía dos años se extendía por España causó en Madrid más de 3.000 muertos. El 17 de julio los muy católicos plebeyos del barrio de Lavapiés (o del Avapiés) asaltaron y quemaron los conventos de Madrid, dando muerte a 75 frailes y monjas de las más variadas órdenes instaladas en la capital: jesuitas, franciscanos, mercedarios. Durante los días anteriores –se decía– se había visto a “mujerzuelas” y “mendigos” manipulando de manera sospechosa las fuentes y la víspera del motín popular (“una orgía de caníbales”, según Menéndez y Pelayo) un joven peinero de la calle Carretas que había sido sorprendido mientras vertía unos polvos amarillos en un caño de la Puerta del Sol confesó a golpes que lo hacía por orden de los jesuitas. El delirio inflamó la ciudad. En su novela Un faccioso más y algunos frailes menos, Galdós recoge el episodio describiendo a través de algunos personajes populares el terror paranoico de los madrileños y su tendencia a buscar un culpable. Maricadalso, que acababa de perder a su hija, se enfada mucho cuando el clérigo Gracián habla de una enfermedad oriental que se llama “cólera”: “Eso no es epidemia que venga de las Asias sino malos quereres”, dice; “son los malos, los pillos que quieren que acabe medio mundo para quedarse ellos solos”. Y algunas páginas más adelante, Tablas, amante de Nazaria la carnicera, tras difundirse el rumor del envenenamiento de las aguas, expresa en un corrillo de taberna la obsesión colectiva: “¿Por qué envenenan a la gente? Para acabar con los liberales. Ellos dicen: «No podemos aniquilar a nuestros enemigos uno a uno, pues acabemos con todo el género humano»”. El terror vengativo y ansiolítico se volcó, como un tsunami, sobre los representantes de la Iglesia.
En los tiempos del coronavirus el mundo se vuelve familiar y antiguo. Cada vez que un pueblo ha tenido que afrontar una amenaza colectiva ha buscado un cuerpo concreto al que atribuir la responsabilidad y en el que localizar el remedio. Es el chivo expiatorio, al que los griegos llamaban pharmakos (de donde nuestra “farmacia”), una víctima escogida al azar en la que se depositaba toda la complejidad de la crisis y cuyo sacrificio o expulsión de la ciudad liberaba a los hombres de todos los peligros. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, dice nuestro refranero. Los madrileños en 1834 escogieron a los curas porque apoyaban el carlismo, predicaban virtudes que no cumplían y acusaban a los pobres de provocar la ira de Dios con sus pecados. Cada época y cada pueblo tiene su propio pharmakos. En las últimas semanas, a medida que el coronavirus se ha ido difundiendo por todo el mundo, la fiebre conspiranoica ha adoptado vestiduras contemporáneas; es decir, racistas y/o geopolíticas. Las hay claramente psiquiátricas y las hay pseudocientíficas. Entre las primeras cito la de un chiflado italiano que echa la culpa a las vacunas. Según él, la aparición del coronavirus habría sucedido a la campaña de vacunación obligatoria en China, donde se habrían utilizado sustancias que contienen un “polvo inteligente”, ya inoculado en la sangre de toda la humanidad, que permite “digitalizar” los cuerpos, de manera que “los malos” y los “pillos” –las élites mundiales– pueden activar desde lejos el virus tantas veces como quieran, así como las funciones de los órganos. Entre las pseudocientíficas, que combinan datos reales con elucubraciones fantasiosas, se pueden citar las declaraciones, tan virales en las redes como los virus en los bronquios, de Francis Boyle, un jurista estadounidense especialista en “guerra biológica” que, a partir de la existencia real de un laboratorio P4 en la región de Wuhan, se entrega a calenturientas elucubraciones sobre la antesala vírica de la “tercera guerra mundial”.