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Un hombre partido por la mitad: El vizconde demediado de Ítalo Calvino

Reinaldo Spitaletta 01/12/2019
Un relato fantástico sobre el bien y el mal.

Es posible que las imágenes más antiguas que prevalecen en la memoria, o en algún lugar indeterminado de la conciencia, sean las que se formaron gracias a antiguos relatos de infancia. Así pudieron quedarse, aparte de Pierrots, hadas madrinas, brujas y gnomos, otras más recordables como los ogros, los piratas, las islas desoladas y los mares con seres fabulosos en sus profundidades. En cualquier caso, aquellas historias, que ya en la adolescencia pueden estar más vinculadas a escritores románticos como Walter Scott, con sus caballeros y torneos, con sus cruzadas y castillos; a Verne, a Stevenson, y a un sinnúmero de autores que puede oscilar entre Poe y las aventuras de Emilio Salgari, son ahora, en apariencia, material de arqueología.
Aquellas historias, entre las que hay que incluir los libros de aventuras, tenían un fin, o por lo menos su efecto colateral era ese: divertir. También se les pueden atribuir otras propiedades maravillosas, como eran las de estimular el magín y las ensoñaciones. Y vienen a colación estas facetas de relatos que oscilan entre las noches árabes y los cuentos siniestros, porque en el caso del escritor italiano (nacido por accidente en Cuba), Ítalo Calvino, el mismo que inventó ciudades con nombres de mujer, su propósito era que el deber de un libro de ficciones, o como los que pertenecen en su caso a la trilogía Nuestros antepasados, era el de divertir.
Y de esa trilogía, su primer relato, que camina entre el realismo mágico y la literatura fantástica, es El vizconde demediado, publicado en 1952 por la editorial Enaudi, de Turín, y que antecedió a El barón rampante y El caballero inexistente. Las intenciones del escritor, nada perversas, más bien éticas o quizá morales, pues decía que si un lector compra un libro, hay que darle elementos para la gratuidad, para que pase un buen rato, eran, digo, las de proporcionar una lectura divertida. Y para eso, como argumentando su propósito, decía que un gran dramaturgo como Bertolt Brecht había afirmado que la primera función social de una pieza teatral era divertir.
“Cada encuentro de de dos seres en el mundo es un desgarrarse”
Y, en efecto, el arte, en sus distintas modalidades y dimensiones, debe divertir, aunque también, como se sabe, puede hacer pensar, razonar, sentir, especular y provocar. Una novela, por ejemplo, debe ser, cuando está bien hecha, una especie de fuente del conocimiento, o más aún, una teoría acerca de cómo se llega a conocer no solo la esencia humana sino todo lo que puede rodear al hombre, sus entornos, sus intervenciones, es decir, la naturaleza y la cultura. Calvino, con esta primera parte de su trilogía, se propuso contar una historia que funcionara, de un lado, como técnica narrativa y, del otro, que tuviera atributos para apoderarse del lector, como lo dijo en una nota preliminar del libro.
El relato fantástico, en el que el vizconde Medardo de Terralba va a una guerra contra los turcos (“había una guerra contra los turcos” es la primera frase de la obra), es una suerte de metáfora sobre las dos partes de un hombre —sus dos mitades—, y se instala en la ya larga tradición de la lucha de contrarios, de la dualidad o “binariedad”, que, aunque pudiera sonar maniquea, se divide entre bien y mal, en contrastes que van más allá del día y la noche. Un tipo al que un cañonazo otomano lo parte en dos, en forma vertical, en una simetría de espanto, es el que va a dominar la pequeña novela de Calvino, en una edad imprecisa, pero que va a estar adobada por las pestes, la lepra, (faltó la brujería) y la maldad.
La historia, narrada por el sobrino del vizconde, sucede entre aflicciones y miedos, entre los espantos de una batalla en la que hay destripamiento de caballos y de hombres, y en un tiempo en que también había altas dosis de intolerancia. Por algo se menciona a los hugonotes, que en Francia eran cortados a pedazos (como sucedió en la matanza de San Bartolomé). Y más que asuntos sobre cruzadas, una estrategia que tuvo el cristianismo más que para expandir su credo para acrecentar las tierras y otros dominios de los señores feudales, de cruz y rosarios, es una obra acerca de la tenebrosidad que esconde el hombre, de sus posturas crueles y destructivas frente a los otros.
Contada en un tono entre aventurero y épico, Calvino evidencia sus influencias de viejas lecturas, como las que hizo, por ejemplo, de Robert Louis Stevenson, en particular de La isla del tesoro, en la que un personaje secundario como John Trelawney, el “Squire”, funge como médico, un extraño galeno al que parecen interesarles más las partidas de brisca que las curaciones de sus pacientes. Y también está, en la trastienda o entre bastidores, el capitán Cook, un histórico navegante inglés. Los anacronismos voluntarios (quizá haya alguna relación con Mark Twain, en particular con la novela Un yanqui en la corte del rey Arturo), son parte de la puesta en escena y los decorados.
Medardo, dividido en dos mitades, demediado, resto de un cañonazo de los infieles, debe sobrevivir para esparcir la maldad (la otra mitad, la buena, es en proporción, menor), porque en un buen tramo de la obra el sobreviviente, o resucitado, o salvado de un modo casi que inverosímil, ejerce, partido, su influjo maléfico sobre la población. Es un ser detestable y dominador. El Cojo, el Manco, el Tuerto y el Roto, así lo denominaba la gente, casi siempre víctima de su malévola personalidad, va expandiendo su nefasta presencia por los campos. La mitad mala de Medardo es como una devastación, una peste bubónica, una maldición. Sin embargo, como dirán en Pratofungo, aldea de leprosos, “de las dos mitades es peor la buena que la mala”.
“Cada encuentro de dos seres en el mundo es un desgarrarse”, advierte Medardo. A su paso, las peras, las aves y hasta el cielo se parte por la mitad. Y siempre habrá una gran tensión en la medida en que el vizconde (o su parte malvada) aparezca por distintos lugares. Su enamoramiento, o quizá capricho, o su ejercicio del poder, lo conduce hasta una muchacha, Pamela, que es esencial no solo en el desenlace del relato sino en mostrar ciertas debilidades de la complicada mitad maléfica del noble, que bien pudiera ser un héroe de las sangrientas confrontaciones contra los turcos.
La obra tiene apartados extraordinarios, como el viaje de la nodriza Sebastiana a la ciudad de los leprosos. Y de cómo el doctor Trelawney parece temer a esa enfermedad que en algún tiempo se denominó un “castigo de Dios”. Hay, a su vez, una visión aterradora de estos enfermos, marginados y discriminados. El insospechado encuentro de las dos mitades de Medardo es otra faceta, en la que el lector puede apreciar varios fenómenos y, aún más, una crítica al matrimonio como institución o como sacramento, según se observe.
Y es precisamente el matrimonio, y el enamoramiento de las dos mitades de la misma muchacha, el que da salida a la trama, o pone la narración en tierra derecha. ¿Quién domina a quién? ¿La parte del malvado o la del bondadoso? El vizconde demediado pretende ser una representación de las luchas entre lo bueno y lo malo, entre la luz y la oscuridad, en un relato corto e intenso, en el que se puede encontrar en algún lugar de la campiña por donde ha pasado Medardo media rana, medio melón, media naranja…
El narrador, que apenas era un niño cuando en la lejana batalla partieron a su tío, carece de padres y no pertenece ni a las familias de los amos ni de los esclavos, y tendrá en el doctor una figura protectora y una suerte de imagen del padre. Trelawney, que habita cerca de un cementerio, se encontrará con la posibilidad de ver los fuegos fatuos y para el narrador estos serán otra forma de la aventura, cuando con el doctor marcha por los bosques a descubrir las llamas que brotan de los restos putrefactos de los muertos.
Sí, claro, puede este relato calificarse como un divertimento. Bien contado y mejor concebido. En casi todo estará presente la maldad del vizconde, esa que no perdona a nadie y que siente gusto cuando la ejerce. Y al final de cuentas, y con la dolorosa partida del médico en un barco del capitán Cook, el único que quedará incompleto será el narrador.
El de Calvino, ya a mediados del siglo XX, parece un experimento romántico, una manera de tornar, por ejemplo, a los relatos góticos, a las batallas medievales, a las sangrientas cruzadas y los misterios. Puede haber una pizca de Stevenson y de su Doctor Jekyll y Míster Hyde. El bien y el mal siempre serán tema de literatura, y de almas a veces tentadas por demonios o abrazadas por el fuego místico de alguna divinidad. En efecto, El vizconde demediado es un relato que divierte.