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El despertar del odio

Lola Sampedro 10 DIC. 2018
Soy hija de los 90. Durante esos años viví toda mi adolescencia, alimenté mis primeras inquietudes y empecé a dibujar mi visión del mundo.

Reconozco en mí todo lo malo y lo bueno de esa década inane y despistada. Cuando creíamos que nada tenía demasiada importancia, cuando inconscientes pensábamos que todo nos quedaba demasiado lejos. Nos lo contaban nuestros mayores, nuestros padres y abuelos, pero la levedad de nuestra generación nos hizo creer que la fiesta de la democracia duraría para siempre. La dimos por sentada, porque nunca tuvimos que luchar por ella.

Soy consciente de esa ligereza de los años 90 de la que habla Anne Applebaum en su artículo Lo peor está por venir. Esta periodista estadounidense y polaca se pregunta sobre la muerte de la democracia, esa que disfrutábamos como si nos la mereciéramos por defecto, sin el menor esfuerzo. Nos avisa de que en Europa aún no ha pasado lo peor, pero ocurrirá. Habíamos olvidado lo frágil que es el sistema democrático y lo atractivo que resulta el fascismo.
Applebaum arranca su artículo con una fiesta en su casa, con amigos de toda condición. Sin odios, sin suspicacias ni rencores, juntos en fraternidad, aún borrachos por la alegría compartida de la caída del comunismo. Celebraban lo que, justo en 1989, Francis Fukuyama llamó El fin de la historia, el agotamiento de los sistemas fascistas y comunistas, como si no fueran a volver jamás.
Eran los 90 y se podía hablar y compartir con personas en las antípodas de tu ideología. Eran los 90 y no recuerdo que nadie nunca en mi casa ni en mi entorno se peleara por cuestiones políticas. Pensábamos que lo normal era eso, la tolerancia en democracia sin tomarse nada ni a nadie demasiado en serio. Applebaum nos explica, a través de las palabras de un amigo polítogo, que todo aquello fue sólo una ilusión: «El momento liberal después de 1989 fue una excepción (…) La polarización es normal. El escepticismo hacia la democracia liberal es también normal. Y la atracción del autoritarismo es eterna».
Desde España veíamos el resurgir de las extremas derecha e izquierda en el resto de Europa con esa misma actitud de hace casi tres décadas, como si no fuera con nosotros. Olvidamos nuestra historia. El pasado, tan cercano aún, nos parecía ajeno, porque muchos de nosotros, los criados bajo las analgésicas ubres de los 90, ni lo vivimos ni tuvimos que lucharlo. La democracia se nos regaló.
Por ese hueco de desidia ha entrado en este país el odio y el rencor. Sentimientos primarios que son la puerta de entrada para la política basura, la de los extremos en los que paradójicamente nadie quiere pasar su día a día. Deberíamos despertar por fin. Si queremos vivir sin miedo, dejar de votar por él.