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Limpieza étnica de manual en Myanmar

El Diario, 26/05/2018
Alberto Masegosa cuenta la historia de la persecución sufrida por la minoría rojinya en Myanmar en el libro 'Rojinya. El drama de los innombrables y la leyenda de Aung San Suu Kyi', publicado por Ediciones La Catarata
Mujeres rohingya lloran en un barco a la deriva en aguas tailandesas en mayo de 2015. Christophe Archambault / AFP
El agujero negro que ha encontrado sitio junto al jardín del Edén es el residuo de un tenebroso big bang. Un big bang que estalló tras el ataque sincronizado del ARSA el 25 de agosto de 2017, que expandió la política de la tierra quemada y el delito impune. Las autoridades birmanas expulsaron de Arakan a las organizaciones humanitarias y cerraron a cal y canto la región a la prensa nacional y extranjera. Fotografías tomadas por satélite no tardaron en mostrar que en el norte de Arakan habían aparecido inquietantes manchas de sombra, seccionadas del resto del territorio con la precisión quirúrgica con que se extirpa un cuerpo extraño. El ganado pacía, los cultivos esperaban la cosecha, los aldeanos proseguían con normalidad la vida en los poblados rakéin. No se acertaba a distinguir nada en las manchas de sombra, ni ganado, ni cultivos, ni casas, ni gente. Los poblados rohinyá habían sido arrasados por un vórtice de exterminio que había acabado con todo género de vida humana, animal y vegetal.
Tras el ataque, las autoridades birmanas informaron de que trece uniformados habían muerto. Y de que en la operación de respuesta los militares habían causado la baja de más de 400 atacantes, todos terroristas. El Ejército abrió una investigación que concluiría que los soldados “no han disparado un solo tiro contra civiles”, que esa era la orden que había recibido la tropa, y que la tropa la había cumplido sin excepción alguna.
En una visita a Arakan, el general Hlaing felicitó a los soldados por “preservar la paz y la seguridad”. Recurrió a un refrán birmano que dice que “una raza no puede ser borrada de la faz de la tierra si no es por otra raza”. El general Hlaing no precisó a qué razas se refería. La Señora también visitó la franja costera. Fue salomónica. “Hay alegaciones y contraalegaciones”, comentó Suu Kyi. Las contraalegaciones del Gobierno de Naipyidó incluían que los rohinyá se habían inmolado y quemado sus poblados en un siniestro ritual para presentarse como víctimas propiciatorias de verdugos inexistentes.
La comunidad internacional no dio crédito. Ni a la investigación del Tatmadaw, ni a palabras del general Hlaing, ni a los comentarios de la Señora, ni a las contraalegaciones del Gobierno de Naipyidó. Los testigos hablaban de miles de muertos entre los rohinyá, desarmados o armados con aperos y utillaje de labranza. Médicos sin Fronteras calculó su número en más de 6.700. Muertos por disparos, machetes, quemados vivos tras prenderse fuego a viviendas en las que se habían escondido discapacitados, viejos, niños. También los testigos hablaban de más de 300 aldeas incendiadas y convertidas en manchas de sombra, y de violaciones múltiples de mujeres por los militares.
Dos semanas después del big bang, el Alto Comisionado la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, había desgranado en Ginebra ante el consejo del organismo una “operación brutal, generalizada y sistemática” de las fuerzas de seguridad birmanas y las milicias rakéin, que “posiblemente” merecían la consideración de criminales de guerra. Apuntó indicios de genocidio. Dijo que lo incuestionable era que se había cometido una “limpieza étnica de manual”.
Zeid Ra’ad al Hussein denunció que, tras incendiar los poblados rohinyá, el Ejército birmano había sembrado de minas la frontera con Bangladés. Pero que la colocación de los artefactos explosivos no había frenado un éxodo imparable al país limítrofe, entre otros motivos porque los habitantes de los poblados arrasados no se planteaban el retorno. No les quedaba nada que rescatar de sus aldeas en Birmania. Al diplomático y funcionario jordano le sobraban argumentos. Podría haber añadido que la limpieza étnica había comenzado hacía décadas, aunque en su inicio no hubiera sido de manual.
En Kutupalong y su galaxia de campos hay refugiados que han llegado en 1978, en 1991, en 2011, en 2012, en 2015, en 2017. Cerca de 700.000 rohinyá huyeron de Arakan tras el último ataque del ARSA. Pero el distrito acoge a más de 200.000 inquilinos más, y se empezó a poblar mucho antes. Con mareas de desplazados que avanzaban en Kutupalong conforme lo hacían en Arakan, las operaciones de acoso y las implacables campañas militares de los regímenes de los generales Ne Win, Saw Maung, Than Shwe y Thein Sein. Khurshida Begum llegó en 1991, con 16 años. Lo hizo con sus hermanos y sus padres, con los que hasta entonces vivía en la aldea de Mingkhasi. Su chamizo en Kutupalong es de barro y caña, ya no es una chabola recién pergeñada, Kurshida pertenece al grupo de 34.000 refugiados que llegaron a principios de la década de los noventa del siglo pasado.
Dice que ella y su familia huyeron porque la cacería que sufrían en Birmania era insoportable. Su madre le teñía de noche la cara con un aceite oscuro, para que no resultara atractiva a los soldados. Por la noche, su madre obligaba a Kurshida a mantenerse despierta, para no ser violada por los soldados, que entraban por la noche en las casas en busca de adolescentes.
Refugiados de la minoría musulmana rohinyá llegan al puerto de Kuala Kedah en Malasia, el 3 de abril. EFE
En Kutupalong, Kurshida conoció a otro joven rohinyá, Narul Alam. Se casaron y tuvieron seis hijos. Narul no ganaba suficiente para mantener a todos. En 2012 Narul huyó de nuevo, en un barco de inmigrantes que se dirigieron sin papeles a Malasia. Narul tuvo suerte y llegó a Malasia, otros barcos naufragaron y se fueron a pique con sus ocupantes sin papeles. En Malasia el marido de Kurshida encontró trabajo y, desde entonces, manda todos los meses dinero para Kurshida y sus hijos, que no le han podido seguir porque no ven futuro fuera del agujero negro. Kurshida se ha hecho a la idea de continuar en Kutupalong hasta el fin de sus días. A los 41 años no vislumbra otra opción.
Los militares bangladesíes han desplegado un rosario de puestos de control alrededor del campo de refugiados. El acento de Kurshida la delataría en los puestos de control. Sería devuelta al campo. Y Kurshida no puede volver a Arakan. No tiene papeles que la identifiquen como ciudadana de su país de nacimiento, su única documentación es la que le ha expedido la ONU, que la acredita como refugiada.
Kurshida se siente rohinyá. Desde el punto de vista religioso dice que se siente cerca de los bangladesíes. Y como nacida en Arakan no renuncia a su derecho de ser reconocida como birmana, aunque no sepa cuándo sus antepasados emigraron a la franja costera que el régimen de los generales rebautizó con el nombre de Rakéin. “Mis padres nunca me hablaron de eso”, dice. Para ella, sus antepasados habían estado allí siempre.
Quienes han estado siempre a este lado de la frontera son sus seis hijos, nacidos en Kutupalong, y que componen la segunda generación de la familia que padece el exilio, sin ciudadanía ni nacionalidad. El mayor se llama Shafike y tiene 21 años. Ha estudiado en Bangladés, lo que le permite salir del campo para trabajar en un proyecto de desarrollo de una agencia de auxilio. Pero sigue viviendo en el campo, con su madre y sus hermanos, y sabe que solo podrá casarse con una rohinyá, no con una bangladesí, pues la legislación local impide que adquiera derechos en el país de acogida a través de matrimonio. Sabe también que tiene que tener cuidado en el trato con los locales, los rohinyá ya no son bien recibidos en Bangladés, donde han adquirido fama de privilegiados por las organizaciones de ayuda en un país paupérrimo, sobrepoblado y sobreexplotado.
Shafike nunca ha estado en Arakan, aunque se siente tan rohinyá como su madre. O más. Asegura que si hubiera estado en la franja costera se habría unido al ARSA sin pensárselo dos veces.
Sherushu Alam tiene 17 años, es de la generación de Shafike y estaba en la franja costera cuando se produjo el big bang, aunque mantiene que no militaba en ningún grupo armado. Relata que estaba fuera de su casa cuando los militares se presentaron en su poblado de Buthidaung. Al verlos venir, Sherushu corrió hacia su casa para esconderse. Pero antes de llegar a su casa los soldados le dispararon en un pie para impedir que siguiera corriendo. Cayó al suelo. Familiares y amigos le recogieron y se turnaron para cargarle al hombro. Le trajeron hasta Kutupalong, donde los médicos le sometieron a examen, y a las pocas horas le amputaron la extremidad. La gangrena había avanzado sin remisión.
Los médicos le dijeron que si hubiera llegado unos días antes le habrían podido salvar el pie. Shereshu dice que, en su huida, el grupo que le cargaba al hombro fue detenido varias veces por los soldados birmanos, que esa fue la razón de que cuando llegó a Bangladés fuera demasiado tarde. Shereshu tampoco ve futuro. “No sé cómo voy a salir adelante en estas condiciones” musita, mirando al muñón, que cubre con un trapo.
La historia de Shafika Noor es la de muchas en el agujero negro, su marido Mohd fue asesinado por los militares del Tatmadaw. Shafika recuerda que estaba en su vivienda con Mohd cuando oyeron disparos y gritos en su aldea, junto al mercado de Tanng. Salieron y vieron que los soldados empezaban a quemar casas y a disparar a lo que se movía. Sin margen de reacción, su marido fue alcanzado por disparos de armas automáticas. “Le acribillaron delante de mí” asegura. A Shafika le preocupa que no pudiera enterrar a Mohd. “Todavía no sé qué hicieron los soldados con el cadáver de mi marido. El último recuerdo que conservo de él es que estaba agonizando. Los soldados nos apartaron a los vecinos, no nos dejaron atender a los heridos ni recoger a los muertos para enterrarlos y que tuvieran un funeral”, dice. Shafika es madre de tres hijos. Los dos primeros tienen siete años y cinco años; el tercero, tres meses, nació en Kutupalong. Cuando Mohd fue acribillado, Shafika estaba embarazada.
Noor Ayesha también es viuda. Y por el mismo motivo que Shafika. Tiene 28 años y tres hijos, de cinco y tres años, y, el último, de ocho meses, acababa de nacer cuando estalló el big bang. Explica que en su aldea de Maungdaw los radicales rakéin ayudaron a los soldados en la labor de exterminio, y que antes de hacerlo habían pedido dinero a los habitantes del poblado. Sostiene que también antes los militares habían ido de noche a las casas en busca de chicas. Y que tras violarlas les disparaban en el sexo. Noor asegura que un día su marido se rebeló y se enfrentó a los soldados y a los radicales rakéin. Y que los soldados le dispararon en la garganta. Ella le reanimó y emprendió con él el camino hacia la frontera. Su marido murió en el camino.