Limpieza étnica de manual en Myanmar
El Diario, 26/05/2018
Alberto
Masegosa cuenta la historia de la persecución sufrida por la minoría rojinya en
Myanmar en el libro 'Rojinya. El drama de los innombrables y la leyenda de
Aung San Suu Kyi', publicado por Ediciones La Catarata
Mujeres rohingya lloran en un barco a la deriva en aguas tailandesas en mayo de 2015. Christophe Archambault / AFP |
Tras el
ataque, las autoridades birmanas informaron de que trece uniformados habían
muerto. Y de que en la operación de respuesta los militares habían causado la
baja de más de 400 atacantes, todos terroristas. El Ejército abrió una
investigación que concluiría que los soldados “no han disparado un solo tiro
contra civiles”, que esa era la orden que había recibido la tropa, y que
la tropa la había cumplido sin excepción alguna.
En una
visita a Arakan, el general Hlaing felicitó a los soldados por “preservar la
paz y la seguridad”. Recurrió a un refrán birmano que dice que “una raza no
puede ser borrada de la faz de la tierra si no es por otra raza”. El general
Hlaing no precisó a qué razas se refería. La Señora también visitó la franja
costera. Fue salomónica. “Hay alegaciones y contraalegaciones”, comentó Suu
Kyi. Las contraalegaciones del Gobierno de Naipyidó incluían que los rohinyá se
habían inmolado y quemado sus poblados en un siniestro ritual para presentarse
como víctimas propiciatorias de verdugos inexistentes.
La
comunidad internacional no dio crédito. Ni a la investigación del Tatmadaw, ni
a palabras del general Hlaing, ni a los comentarios de la Señora, ni a las
contraalegaciones del Gobierno de Naipyidó. Los testigos hablaban de miles de
muertos entre los rohinyá, desarmados o armados con aperos y utillaje de
labranza. Médicos sin Fronteras calculó su número en más de 6.700. Muertos por
disparos, machetes, quemados vivos tras prenderse fuego a viviendas en las que
se habían escondido discapacitados, viejos, niños. También los testigos
hablaban de más de 300 aldeas incendiadas y convertidas en manchas de sombra, y
de violaciones múltiples de mujeres por los militares.
Dos
semanas después del big bang, el Alto Comisionado la ONU para los Derechos
Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, había desgranado en Ginebra ante el consejo del
organismo una “operación brutal, generalizada y sistemática” de las fuerzas de
seguridad birmanas y las milicias rakéin, que “posiblemente” merecían la
consideración de criminales de guerra. Apuntó indicios de genocidio. Dijo que
lo incuestionable era que se había cometido una “limpieza étnica de manual”.
Zeid
Ra’ad al Hussein denunció que, tras incendiar los poblados rohinyá, el Ejército
birmano había sembrado de minas la frontera con Bangladés. Pero que la
colocación de los artefactos explosivos no había frenado un éxodo imparable al
país limítrofe, entre otros motivos porque los habitantes de los poblados
arrasados no se planteaban el retorno. No les quedaba nada que rescatar de sus
aldeas en Birmania. Al diplomático y funcionario jordano le sobraban
argumentos. Podría haber añadido que la limpieza étnica había comenzado hacía
décadas, aunque en su inicio no hubiera sido de manual.
En
Kutupalong y su galaxia de campos hay refugiados que han llegado en 1978, en
1991, en 2011, en 2012, en 2015, en 2017. Cerca de 700.000 rohinyá huyeron de
Arakan tras el último ataque del ARSA. Pero el distrito acoge a más de 200.000
inquilinos más, y se empezó a poblar mucho antes. Con mareas de desplazados que
avanzaban en Kutupalong conforme lo hacían en Arakan, las operaciones de acoso
y las implacables campañas militares de los regímenes de los generales Ne Win,
Saw Maung, Than Shwe y Thein Sein. Khurshida Begum llegó en 1991, con 16 años.
Lo hizo con sus hermanos y sus padres, con los que hasta entonces vivía en la
aldea de Mingkhasi. Su chamizo en Kutupalong es de barro y caña, ya no es una
chabola recién pergeñada, Kurshida pertenece al grupo de 34.000 refugiados que
llegaron a principios de la década de los noventa del siglo pasado.
Dice que
ella y su familia huyeron porque la cacería que sufrían en Birmania era insoportable.
Su madre le teñía de noche la cara con un aceite oscuro, para que no resultara
atractiva a los soldados. Por la noche, su madre obligaba a Kurshida a
mantenerse despierta, para no ser violada por los soldados, que entraban por la
noche en las casas en busca de adolescentes.
Refugiados de la minoría musulmana rohinyá llegan al puerto de Kuala Kedah en Malasia, el 3 de abril. EFE |
Los
militares bangladesíes han desplegado un rosario de puestos de control
alrededor del campo de refugiados. El acento de Kurshida la delataría en los
puestos de control. Sería devuelta al campo. Y Kurshida no puede volver a
Arakan. No tiene papeles que la identifiquen como ciudadana de su país de
nacimiento, su única documentación es la que le ha expedido la ONU, que la
acredita como refugiada.
Kurshida
se siente rohinyá. Desde el punto de vista religioso dice que se siente cerca
de los bangladesíes. Y como nacida en Arakan no renuncia a su derecho de ser
reconocida como birmana, aunque no sepa cuándo sus antepasados emigraron a la
franja costera que el régimen de los generales rebautizó con el nombre de
Rakéin. “Mis padres nunca me hablaron de eso”, dice. Para ella, sus antepasados
habían estado allí siempre.
Quienes
han estado siempre a este lado de la frontera son sus seis hijos, nacidos en
Kutupalong, y que componen la segunda generación de la familia que padece el
exilio, sin ciudadanía ni nacionalidad. El mayor se llama Shafike y tiene 21
años. Ha estudiado en Bangladés, lo que le permite salir del campo para
trabajar en un proyecto de desarrollo de una agencia de auxilio. Pero sigue
viviendo en el campo, con su madre y sus hermanos, y sabe que solo podrá
casarse con una rohinyá, no con una bangladesí, pues la legislación local
impide que adquiera derechos en el país de acogida a través de matrimonio. Sabe
también que tiene que tener cuidado en el trato con los locales, los rohinyá ya
no son bien recibidos en Bangladés, donde han adquirido fama de privilegiados
por las organizaciones de ayuda en un país paupérrimo, sobrepoblado y
sobreexplotado.
Shafike
nunca ha estado en Arakan, aunque se siente tan rohinyá como su madre. O más.
Asegura que si hubiera estado en la franja costera se habría unido al ARSA sin
pensárselo dos veces.
Sherushu
Alam tiene 17 años, es de la generación de Shafike y estaba en la franja
costera cuando se produjo el big bang, aunque mantiene que no militaba en
ningún grupo armado. Relata que estaba fuera de su casa cuando los militares se
presentaron en su poblado de Buthidaung. Al verlos venir, Sherushu corrió hacia
su casa para esconderse. Pero antes de llegar a su casa los soldados le
dispararon en un pie para impedir que siguiera corriendo. Cayó al suelo.
Familiares y amigos le recogieron y se turnaron para cargarle al hombro. Le
trajeron hasta Kutupalong, donde los médicos le sometieron a examen, y a las
pocas horas le amputaron la extremidad. La gangrena había avanzado sin
remisión.
Los
médicos le dijeron que si hubiera llegado unos días antes le habrían podido
salvar el pie. Shereshu dice que, en su huida, el grupo que le cargaba al
hombro fue detenido varias veces por los soldados birmanos, que esa fue la
razón de que cuando llegó a Bangladés fuera demasiado tarde. Shereshu tampoco
ve futuro. “No sé cómo voy a salir adelante en estas condiciones” musita,
mirando al muñón, que cubre con un trapo.
La
historia de Shafika Noor es la de muchas en el agujero negro, su marido Mohd
fue asesinado por los militares del Tatmadaw. Shafika recuerda que estaba en su
vivienda con Mohd cuando oyeron disparos y gritos en su aldea, junto al mercado
de Tanng. Salieron y vieron que los soldados empezaban a quemar casas y a
disparar a lo que se movía. Sin margen de reacción, su marido fue alcanzado por
disparos de armas automáticas. “Le acribillaron delante de mí” asegura. A
Shafika le preocupa que no pudiera enterrar a Mohd. “Todavía no sé qué hicieron
los soldados con el cadáver de mi marido. El último recuerdo que conservo de él
es que estaba agonizando. Los soldados nos apartaron a los vecinos, no nos
dejaron atender a los heridos ni recoger a los muertos para enterrarlos y que
tuvieran un funeral”, dice. Shafika es madre de tres hijos. Los dos primeros
tienen siete años y cinco años; el tercero, tres meses, nació en Kutupalong.
Cuando Mohd fue acribillado, Shafika estaba embarazada.
Noor
Ayesha también es viuda. Y por el mismo motivo que Shafika. Tiene 28 años y
tres hijos, de cinco y tres años, y, el último, de ocho meses, acababa de nacer
cuando estalló el big bang. Explica que en su aldea de Maungdaw los radicales
rakéin ayudaron a los soldados en la labor de exterminio, y que antes de
hacerlo habían pedido dinero a los habitantes del poblado. Sostiene que también
antes los militares habían ido de noche a las casas en busca de chicas. Y que
tras violarlas les disparaban en el sexo. Noor asegura que un día su marido se
rebeló y se enfrentó a los soldados y a los radicales rakéin. Y que los
soldados le dispararon en la garganta. Ella le reanimó y emprendió con él el
camino hacia la frontera. Su marido murió en el camino.