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La hora final de Lula

Yoani Sánchez,
DW, 06.04.2018

La
condena a Lula implica la caída de parte de la ilusión que él alimentó: la de
que un líder venido de abajo nunca va a robarle al pueblo, opina Yoani Sánchez.
Su caída es un duro golpe para el populismo de izquierda.
Luiz
Inácio Lula da Silva, expresidente de Brasil.

 

Hace unos
años el socialismo del siglo XXI, ese remedo populista que se disfrazó
hábilmente con un discurso de justicia social y oportunidades para todos,
parecía encontrarse en pleno vigor en América Latina. La región estaba
salpicada de líderes que se parecían en algo más que en la ideología que
abrazaban: les encantaba oírse a sí mismos hablar en público, sufrían de una
crónica intolerancia hacia la oposición política y creían que encarnaban el
sentir de toda una nación.
En esa
variopinta explosión de mandatarios carismáticos y autoritarios se contaban
desde el vocinglero Hugo Chávez, pasando por el arrogante Rafael Correa, el
cocalero Evo Morales, hasta el popular Luiz Inácio Lula da Silva. A este último
lo acompañaba la descripción de haber surgido de los estratos más humildes de
la sociedad brasileña y, una vez en el Palacio de Planalto, haber impulsado
cambios para sacar a más de 30 millones de personas de la miseria. Con esas
credenciales, era difícil no aplaudirlo y muchas organizaciones internacionales
cayeron rendidas a los pies del obrero metalúrgico devenido presidente.
Sin
embargo, tras la imagen de hombre austero y de implacable enemigo de la
corrupción política, Lula fue creando sus propias redes de favores y de apoyos
a las que respondía con privilegios y prebendas. El Partido de los Trabajadores
se volvió, cada día, una fuerza más poderosa que hostigaba a sus contrincantes
políticos, apoyaba a regímenes impresentables como el de Cuba y no paraba de
recibir acusaciones por desvíos de fondos y malos manejos. No obstante, Lula
mantuvo una impresionante popularidad dentro de Brasil y un apoyo, casi
unánime, fuera de sus fronteras.
Ahora, el
viejo sindicalista parece estar llegando al final del camino. El pasado año fue
condenado por corrupción y blanqueo de dinero y en este mes de abril el
Tribunal Supremo rechazó su último recurso legal para frenar su
encarcelamiento. Aunque el curtido populista todavía arrastra multitudes y
lidera las encuestas de intención de voto a las elecciones de este octubre, su
última gira por Brasil terminó con huevos lanzados y gritos en su contra.
Acorralado,
el expresidente ha optado por correr hacia adelante. Ha redoblado los discursos
a las clases populares y ha presentado todo el proceso judicial en que está
inmerso como un intento de acallarlo políticamente o como una venganza de las
élites y de los antiguos adversarios ideológicos. Aunque otros lo acusan de
postularse como candidato para eludir a la Justicia. A pesar de esa arremetida
desde las tribunas y desde los medios de difusión no ha conseguido impedir que
el mito en que se convirtió sufra importantes resquebrajaduras.
Con la
condena de Lula cae también parte de la ilusión que él alimentó, esa de que un
líder venido de abajo, que entiende a los pobres, nunca va a robarles. Su caída
en desgracia también es un duro golpe para las fuerzas populistas de izquierda
de la región, muchas de ellas salpicadas por los escándalos de corrupción
vinculados a la extensa trama del gigante brasileño Odebrecht.
Al
socialismo del siglo XXI no lo mató solo su propia ineficacia para encontrar
soluciones a los graves problemas del continente, sino sus sucios manejos
financieros. Sus representantes más insignes fomentaron redes de lealtades y
sobornos que terminaron por pasarle factura. El tiro de gracia no fue “el
imperio” del que tanto blasfemaron, ni tampoco la “burguesía”, sino su
propia ambición.