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Esclavos de la heroína en Afganistán

Amador Guallar, El Mundo, 28 abr. 2018
El Gobierno afgano cifra en casi 100.000 los hijos nacidos con dependencia a la heroína, cuya edad media es menos de 10 años
Basurero frecuentado por consumidores de drogas en el Distrito 13 de Kabul.
Valeriy MelnikovSputnik

Para los cuatro millones de heroinómanos en Afganistán la dictadura de la aguja es igual, o peor, que la despiadada invariabilidad del conflicto que devasta el país a diario. La misma que, en muchos casos, les ha llevado a ese vivir sin vivir que es ser esclavo de la heroína. Una existencia oscura y condenada al ostracismo social. Un lugar en el que la vida se vive al minuto, siempre pensando en el próximo chute. En el caso de las mujeres, hay que añadir otro infierno. El que sucede en casa. Los abusos, la violación y la violencia de género que las hace huir y caer en la droga. Las afganas enganchadas ya superan las 900.000, con alrededor de 100.000 hijos que han nacido con dependencia a la heroína, según el Gobierno afgano.
Pero los hombres se llevan la peor parte. Tres millones de adictos. Eso es casi todos los habitantes de Madrid, en un país donde viven unos 33 millones de personas. El efecto que tendrá la proporción de esta epidemia todavía no ha sido cuantificado, o tenido en cuenta, por la Administración del presidente, Ashraf Ghani, que sigue sin actuar. Mientras, los pequeños y poco efectivos programas de la ONU y las ONG son incapaces de hacer frente a esta peste a través de una jeringuilla.
Shahpor Yusuf, el jefe del departamento anti-drogas del ministerio de Salud Pública, admitió durante la pasada celebración del Día Internacional de la Mujer, en marzo, que "los 100.000 niños adictos", y eso es sólo lo que el Ministerio, siempre falto de recursos, puede cuantificar, "tienen menos de 10 años". En esa misma ceremonia, celebrada en un centro de rehabilitación en Kabul, una de las residentes y adictas, Marwa Musavi, resumió el problema al que se enfrentan a diario: "traernos aquí no tendrá ningún resultado positivo", según declaró a TOLOnews.
"En el momento en el que nos marchamos, rápidamente volvemos a caer en la droga por culpa de los traficantes. Esa es la realidad", añadió a sabiendas de que ese negocio mortal sucede en sus venas. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) estimó, en 2015, que "el valor potencial de los opiáceos producidos en Afganistán fue de 1.560 mil millones de dólares. El equivalente al 7.4% del Producto Interior Bruto".
La mayoría de la producción va dirigida a Rusia y Europa, pero en un país donde la producción tiene cifras como esas, la accesibilidad para los más pobres es un paraíso e infierno para el adicto. Por otro lado, la capacidad que tienen los centros de rehabilitación para detener la marea de adictos es nula. Hoy por hoy, sólo existen veinte centros en todo el país para atender a cuatro millones de adictos.
El negocio de la droga
Cada día, millones de afganos comparten una jeringuilla para clavársela en las venas de los pies, los brazos o el cuello, cuando necesitan un viaje directo al corazón de su adicción. Cuatro millones de adictos en el país que más opio y heroína produce, y cuya producción sigue aumentando a razón de casi un 10% cada año, según cifras de UNODC. A esto hay que sumarle las muchas enfermedades, incluyendo el SIDA, que van asociadas al uso de la droga cuando se comparte material médico.
Por eso, más que epidemia habría que hablar de pandemia. La abogada y activista social Nazifa Zaki ha denunciado que "en algunas partes de la ciudad ves como familias enteras se han convertido en adictos", según declaró a Arab News. "La adición a las drogas es más peligrosa que los ataques suicidas, porque aquí la adicción pasa de generación en generación", sentenció.
En Kabul, la ciudad más grande y avanzada del país, el holocausto heroinómano se ha convertido en un secreto a voces desde hace años. Tanto es así que se ha apoderado de grandes zonas del subsuelo de la ciudad, especialmente en el río Kabul, el mismo que el poeta guerrero afgano Kubla Khan, rey mongol nieto de Gengis Khan, describió hacia el año 1260 d.c. como parte de su Xanadú, el paraíso en la tierra, pero que hace decenios transcurre al aire libre, a unos cuatro metros bajo el nivel de la capital, entre muros de cemento y piedra como una inmensa grieta, una cicatriz abierta en la tierra, ya que la mayoría del año está seco y lleno de basura.
Estas son las entrañas de la capital donde los vertederos al aire libre rezuman polución. Según cifras de la Organización Mundial de la Salud (OMS), alrededor de 3.000 personas mueren cada año en la capital afgana por afecciones causadas por la contaminación del medio ambiente. La mayoría de ellas respiratorias y debidas a la contaminación del agua. En esas cloacas es donde viven los adictos a la heroína, donde acontece su transformación hasta convertirse en poco más que un deshecho humano. Hombres, mujeres y niños olvidados, condenados al ostracismo en la muy tradicional y religiosa sociedad afgana.
El mejor testimonio de ese infierno sucede bajo el puente de Pul-e-Sukhta, donde, según una investigación de TOLOnews de enero de 2017, "entre dos y cuatro adictos mueren cada día por las enfermedades, sobredosis y las condiciones climáticas", especialmente durante el duro invierno afgano. Ese es el corazón de la adicción en la capital, uno que se repite por todas las ciudades afganas. Una grieta social, una herida abierta. Muchos de los miles de adictos que se congregan en las riberas y puentes del río no vivirán para contarlo. La estigmatización y la falta de programas para ayudarlos ha reducido sus posibilidades casi a cero.