‘Hijos del mal’ que se rebelan con valentía
ÁNGELES ESCRIVÁ 15 mayo 2019 |
Hablan los vástagos españoles de dos islamistas: “Ese señor quiso radicalizarme por egoísmo, para no ir él al infierno, porque en su concepto del Islam, si tu hijo es infiel, tú estás condenado”.
K, mayúscula ficticia de un nombre ficticio por razones de seguridad, empezará la entrevista nervioso pero con temple. La interrumpirá cuando la ansiedad le obligue a beber agua de continuo y a sujetarse fuerte la cabeza con las manos. Es muy joven y tendría que ser Superman para no experimentar esos síntomas. Y aun siendo Superman. Es uno de los niños españoles cuyo padre yihadista intentó adoctrinar obligándole a ver, con 10 años, vídeos con sádicos asesinatos y decapitaciones. «Lo que más me obsesiona cuando lo pienso es que ése señor quería radicalizarme para que no fuese un infiel, no porque pensaba en mi beneficio sino por egoísmo, para no ir él al infierno. Porque en su concepto deformado del Islam, si tu hijo es infiel, tú estás condenado».
K lo llama «ese señor», dejando claro que no quiere tener relación alguna con él, que ha decidido, por equilibrio mental, tomar distancia con el hombre que le engendró, con el que pasó su infancia, al que quería con locura y en el que confiaba ciegamente hasta que una radicalización rápida le transformó. El niño quedó dolido por el puñetazo, perplejo, aterrorizado ante la violencia que desplegaba quien estaba obligado a protegerle. De hecho, K, en un ejercicio de profilaxis involuntaria, ha decidido olvidar aquellos años en los que su padre era una figura amable y acogedora. Sencillamente, sólo le recuerda primero -y distorsionadamente según sus familiares- como un hombre no demasiado afectuoso y, después, como un monstruo.
A tenía 11 años cuando vio cómo su padre jaleaba las muertes de un grupo de judíos a manos de terroristas palestinos. No parecía él. «Papá no esta bien eso que estás haciendo, no está bien alegrarse de que las personas mueran», le recriminó ingenuamente. El tortazo que recibió la tiró al suelo.
En ambos casos, los hombres, procedentes del Magreb, se casaron con mujeres españolas allí, se trasladaron a vivir a España y estaban perfectamente adaptados a la vida occidental. Uno era un intelectual bien situado y el otro un trabajador cualificado. Disfrutaban de las fiestas, de los amigos de sus esposas a quienes caían estupendamente, no eran musulmanes practicantes, habían creado familias en las que la religión, la que fuera, dormitaba sin mayores reclamos. Sin embargo, tras una experiencia personal traumática,habían buscado consuelo en mezquitas españolas donde fueron radicalizados.
“PAPA NO ESTÁ BIEN ALEGRARSE DE QUE LAS PERSONAS MUERAN” LE RECRIMINÓ INGENUAMENTE CUANDO LE VIO CELEBRAR LA MUERTE DE UNAS PERSONAS JUDÍAS A MANOS DE TERRORISTAS ÁRABES. EL TORTAZO QUE RECIBIÓ LA TIRÓ A SUELO
«Según se iba radicalizando, pasaba más tiempo con sus hermanos en la mezquita, que con nosotros», dirá uno de los niños (ya jóvenes adolescentes los dos, ahora). El padre de A experimentó una inmersión tan brutal que repentinamente dejó el trabajo porque necesitaba todo su tiempo para el rezo y el proselitismo, y para realizar extraños viajes sin explicación a Marruecos y a otras partes del país. Ese exceso de tiempo libre lo dedicaba también a vigilar cada paso que ella daba y a fiscalizar a su madre hasta un extremo sofocante.
Se han dado casos de mujeres españolas conversas que han apoyado a sus maridos en su radicalismo. La famosa Tomasa, la cordobesa que, con su esposo en una prisión marroquí se fue a Siria con sus cinco hijos, uno de los cuales ejerció de portavoz del ISIS tras los atentados de Barcelona. Yolanda Martínez, la esposa del colíder de la Brigada Al Andalus, prisioneros ambos hoy en sendos campos de prisioneros kurdos de Siria. Se marchó con un niño de cuatro años y tuvo otros tres en el Califato fallido… Pero, en la mayoría de los casos, las mujeres, sobre todo si son españolas no musulmanas, se resisten a acatar imposiciones que las someterían a sus maridos de manera radical, de modo que el conflicto en casa alcanza límites insoportables y arrasa a los hijos.
«De repente me prohibió escuchar música. No podía ver la tele, ni siquiera espacios juveniles por si acaso aparecían imágenes de chicos y chicas en actitud cariñosa. Sólo dibujos animados. Me llevó a la mezquita donde tenía que aprenderme el Corán para rezar. Yo no pintaba nada allí, era el raro, aquel al que miraban mal. Y no dominaba el idioma y los profesores tampoco hacían nada para integrarme ni para facilitarme la tarea. Sólo alguno de los alumnos se mostró amable pero es que no teníamos nada que ver. Éramos de mundos distintos».
«En casa aprovechaba que mi madre se iba para enseñarme los vídeos con escenas tan violentas que no son aptas para el consumo de nadie y me amenazaba con hacer daño a mi madre si yo le decía algo. Yo le decía llorando desesperado que no quería verlo, que por la noche tenía pesadillas y él me decía que daba igual. Me preguntaba, ¿qué te ha parecido? Y si le decía que me parecía mal se volvía colérico:’Pues te tiene que parecer bien porque esa gente es buena’, insistía obsesionado con el pecado y con que para ir al cielo hay que hacer la yihad porque si no, yo iba a ir al infierno eternamente», contará K.
Alguna vez K reconoce haberse sentido confuso sobre lo que está bien y lo que está mal a pesar de haber recibido, hasta ese momento, una educación muy volcada en la compasión y en el respeto a las personas. Pero cuando no se mostraba convencido o se le ocurría replicar, «cuando yo seguía con mi idea de que el Cielo es para gente buena y no para gente que mata a personas inocentes», el padre exorcizaba sus propios demonios y su miedo a la condena por motivos subsidiarios, golpeando al niño con saña. Así aprendería. «Mataré a tu madre si le cuentas algo», remachaba.
Cuando A. llegaba del colegio veía sus cosas desparramadas por el suelo. Su padre había registrado su ropa, sus libros, sus juguetes, su ordenador y, en cuanto podía, fiscalizaba su móvil. Desde que abandonó su trabajo para ir a la mezquita, cambió también su forma de vestir. Exhibía con orgullo el callo que tenía en la frente producto de los golpes que se daba en el suelo para demostrar su fervor durante el rezo. «La hija de un musulmán no puede elegir, no puede ser otra cosa que musulmana», le decía a una niña que no había sido educada en ninguna religión.
Constatado que la niña era de natural resistente, optó al principio por la manipulación. «¿A tí te importaría ponerte el pañuelo?, preguntaba. «Papá, yo respeto a quien se lo quiera poner», respondía ella haciendo uso de una mano izquierda impropia de su edad: «Pero voy a un colegio europeo y no creo que sea lo adecuado». «Lo que pasa es que reniegas de tu padre, te avergüenzas», contraatacaba él con el arma del chantaje moral.
Al final, A no podía llevar faldas cortas ni vestimenta demasiado occidental, no podía salir con sus amigas ni, cuando se hizo más mayor, ir a al bar del pueblo sin que los chivatos del padre le avisasen. Bien que iba diciendo por ahí para seguir manteniendo las simpatías entre sus conocidos, que quería muchísimo a su niña. La seguía para llevársela a casa. En público, la pastoreaba callado; al llegar se mostraba brutal. La agredía psicológicamente y también físicamente hasta hacerle ver que sentía por ella el mayor de los desprecios como persona por no seguir los preceptos del Islam más radical. «Haré daño a tu madre si le cuentas algo», añadía.
K tuvo que cargar, como varón, con el peso de que su padre le recordase que es el hombre «el que carga el arma». «Sentí pavor cuando vi que su intención era llevarme a Siria. Él no me mentía sobre sus intenciones. Quería irse allí, no para ayudar a los pobres sino para hacer la yihad. ‘Si me voy, igual no puedo volver’, me dijo. Y recuerdo que ya entonces pensé: ‘ojalá no vuelvas’. Es que había llegado a un punto en el que se me habían quitado las ganas de vivir», recuerda K.
Después de tres años de infierno, la madre de A aprovechó que su marido estaba en pijama y sin duchar para salir a la calle sin su control. Se inventó una excusa. Sabía que su religión le impediría seguirlas sin haber cumplimentado el rito de las abluciones. Acarreaba un saco de miedo muy pesado -dormía vestida y con el teléfono móvil en la mano- y con un horrible sentimiento de culpabilidad por haber dejado que su hija experimentase una situación tan dura aun cuando, en ese momento, seguía ignorando su dimensión real.
LAS MADRES PERDIERON EL TRABAJO EN SU HUIDA PERO HAN TENIDO QUE PAGAR TODOS LOS GASTOS SIN AYUDA: LOS ABOGADOS QUE LES ENGAÑARON, LOS PSICÓLOGOS, LOS CAMBIOS DE CASA POR SU SEGURIDAD, LOS ESTUDIOS DE SUS HIJOS: SON UN PROBLEMA FUERA DEL RADAR DE LA ADMINISTRACIÓN
Sin tener el retrato completo de lo que estaba ocurriendo, había intentado encontrar soluciones. No pudo hallarlas y no tuvo lugar al que mirar para que la orientasen sobre lo que podía estar pasando en su familia. En aquellos momentos, el yihadismo no era precisamente una noticia de portada en España. Ni siquiera ahora que, de vez en cuando lo es, tendría a dónde mirar en la Administración para pedir ayuda. Cuando la situación se hizo irrespirable y encontró una rendija, escapó corriendo al cuartel de la Guardia Civil. No la atendieron. Sólo consiguió algo tres meses después. «Me sentí muy sola durante muchos años», dirá, «y eso que yo tenía recursos intelectuales y económicos. No puedo imaginarme cómo puede ser el infierno de una mujer que carezca de ambas cosas en esas circunstancias».
Cuando el padre de K se marchó, al niño le quedaba todavía otro calvario por delante que superar. «En el colegio me juzgaban sin conocerme, me sentía acorralado y los profesores no me ayudaban, ni personalmente ni academicamente. No tenían en cuenta las repercusiones de lo que me había pasado. También es verdad que, si me paro a pensarlo, si yo hubiera tenido un compañero en mi situación sin saber nada más, yo hubiera mantenido las distancias», relata.
K y su familia fueron amenazados de forma reiterada por su resistencia a formar parte de ese mundo radical que se había introducido en sus vidas. La Policía nunca les ayudó.
K hace un esfuerzo cada minuto de su vida por construirse una realidad que le permita dejar atrás el terror y la angustia que se apoderaron de su existencia en años cruciales. «Hay que seguir adelante sin miedo»: se lo repite todos los días a todas horas, no porque él viva sin miedo -que lo tiene- sino porque vivir de otro modo, aceptando la realidad, no es una opción mentalmente saludable. Y todos los días ha de repetirse que aquel señor que un día fue su padre, está bien donde está. Lejos. El tratamiento psicológico que está recibiendo tiene un resultado lento y relativo, que prácticamente sería nulo si no contase con una familia totalmente volcada en él. Ha logrado que su día a día -cuando no se centra en lo que pasó- sea amable. Tiene una pandilla con la que se divierte y es un alegre e inocente ligoncete.
A ha logrado salir adelante. Ha acabado sus estudios y ha optado por una profesión de riesgo como si tuviera algo que demostrar o como si el único modo de entender el mundo fuera meterse en la boca del lobo. Durante mucho tiempo no quiso no oír hablar de los psiquiatras. A ella no le pasaba nada. Si alguien le sugería que su padre era un yihadista, ella lo negaba de forma rotunda. «Mi padre no podría hacer esas cosas», dice todavía refiriéndose a los atentados. Decidió pensar que ella fue la víctima de una situación de violencia machista. En cualquier caso, siempre ha preferido no hablar. Comportarse como si aquello no hubiese pasado. Hasta que un día estalló y, animada por su novio, pidió ayuda porque estaba a punto de irse a pique. Demasiado dolor para una chica tan joven. Después de mucho luchar, su sonrisa, luminosa y serena, es espectacular.
En estos momentos hay en las prisiones españolas más de 200 presos por yihadismo. Oficialmente, no hay cifras que indiquen cuántos de ellos tenían descendencia en el momento de ingresar en prisión o incluso después porque la Administración no cuantifica aquellos fenómenos que puedan afectar a menores de edad. En cualquier caso a la cifra que saliese habría que sumar aquellos niños que se desplazaron con sus padres a Siria o que han sido concebidos allí y los hijos de yihadistas no detectados porque no han incurrido en ningún delito relacionado con su radicalismo.
Las madres de estos niños, orgullosísimas de su fortaleza, de su capacidad para enfrentarse a una situación tan difícil e intentar superarla, nunca han recibido ni orientación, ni respaldo, ni medidas de seguridad extra. Perdieron el trabajo en su huida pero han tenido que pagar todos los gastos de su bolsillo sin ningún tipo de ayuda: los abogados que les engañaron, los tratamientos psicológicos, los cambios de casa por su seguridad, los estudios de sus hijos. Con el miedo de perder la patria potestad, sin que sus maridos hayan sido expulsados de España, con el miedo de que las vuelvan a agredir. Ni el problema ha sido detectado ni cuantificado por ningún gobierno, ni, por supuesto, se ha establecido un protocolo de actuación. Los hijos rebeldes de yihadistas y sus madres corajudas son otro problema fuera del radar de la Administración.