Colombia: ¡Qué susto, llegó la Policía!
Reinaldo Spitaletta 15/09/2020 |
No tiene buen talante la policía, ni por acá, en un país donde en los tiempos de la Violencia (¿ya terminaron?) la policía chulavita, de origen conservador-laureanista, era asesina; ni tampoco en otras partes.
Basta con recordar al maestro del suspense, Alfred Hitchcock cuando con Los pájaros (distintos, claro, a los de la Violencia colombiana) estaba aterrando a los neoyorquinos. Y un reportero le preguntó al gran cineasta a él qué le daba miedo y su respuesta fue: “La policía me infunde un verdadero terror”.
Y la policía (la tomba, le dicen en la barriada), que según la Constitución “su fin primordial es el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz” (no se rían, por favor), es, hoy, un cuerpo que produce terror. El pobre Hitchcock aquí no hubiera pelechado. El susto de ver un policía en una esquina (o en un CAI) lo hubiera aniquilado.
Los recientes hechos, que causaron de parte de la policía diez muertos, heridos a montones, detenidos, maltratados, además de haber provocado una rabia incontenible de parte de la ciudadanía ante las arbitrariedades y brutalidad policial, tienen en vilo al país. País de una larga tradición de violencia e inequidades (también de desafueros oficiales y abundante injusticia social). El asesinato del abogado y taxista Javier Ordóñez cometido por policías fue como una suerte de “florero de Llorente” que impelió la ira popular.
El estallido de protesta ante el crimen del ciudadano que se tornó símbolo, como una especie de George Floyd a la colombiana, puso en evidencia que el cuerpo policial, que por sus actitudes en contravía de su misión, se ha ganado el odio colectivo (además de la desconfianza), es un organismo que tiene que reformarse. Decenas de videos y otros documentos muestran a policías disparando contra manifestantes, lanzando piedras y otros objetos contra ventanales de residencias, insultando mujeres, golpeando jóvenes, maltratando con denigrante bajeza a ciudadanos que han apelado al derecho a la protesta.
El crimen del señor Ordóñez sacó de casillas a miles de personas que durante esta pandemia han estado con ansias de protestar contra un régimen que se ha ensañado contra los más desprotegidos. Un gobierno que ha ido en contravía de las aspiraciones populares, y aprovechado la cuarentena para burlarse de los pobres, aplastar a los trabajadores, desvirtuar las luchas que se venían dando de una manera creciente antes de la declaratoria del confinamiento obligado, ha desatado el repudio colectivo.
El asesinato de Ordóñez (que también recordó el de Dilan Cruz), al que le siguió el de diez personas más, recordó el ejercicio funesto de las peores dictaduras que en América Latina han sido. Y volvió a recargar de ánimos en la defensa de sus derechos a las mayorías que ya no se aguantan tantos atropellos. A las masacres en todo el país, ante las cuales parece haber una complacencia gubernamental, se sumó el crimen de Ordóñez. Es decir, el desbocamiento de la violencia policial en dirección contraria a la misión constitucional de un organismo que cada vez es menos transparente y más cuestionado.
La reacción popular contra los CAI en Bogotá y otras ciudades del país también es una demostración de repudio a los comportamientos violatorios de la Constitución y la ley de parte de la policía. Un informe de BBC Mundo, a propósito del asesinato de Ordóñez y otras personas, se refiere a la quema de varios CAI debido a la percepción que de estas casetas tiene la ciudadanía. “Los CAI son focos de abusos, corrupción y tráfico de drogas”, según declaraciones de jóvenes bogotanos recogidas por la publicación.
Por estos días de sangre y represión, de disparos y conductas de salvajismo de la policía, sin duda en contra de la misión que les corresponde según la Carta política, se escuchó otra vez la voz del poeta Pablo Neruda: “Por estos muertos, nuestros muertos / pido castigo. / Para los que de sangre salpicaron la patria / pido castigo. / Para el verdugo que mandó esta muerte / pido castigo…”. Y una canción del puertorriqueño Calle 13: “A los policías no se olviden que los celulares ahora tienen camarita / Los estamos grabando…”. Pero, precisamente, a muchos que se atrevieron, ejerciendo un derecho, a grabar las bestialidades policiales, les fue muy mal. Lo más suave, fueron garrotazos propinados por “la tomba”.
En medio del estruendo y de los disparos de la policía, se escucharon algunas canciones más, como aquella, de origen chileno: Nunca seré policía y El ángel de la bicicleta, de León Gieco: “¡Bajen las armas que aquí solo hay pibes comiendo!”. Pero los policías no bajaron las armas. Las apuntaron contra la muchachada y mataron a diez. Y a una señora que, desde su ventana rota por las piedras policiales, gritaba “¡asesinos!”, los agentes le respondieron: “¡gonorrea, baje a la calle”. En Colombia, el genial Hitchcock se hubiera muerto de terror.
«El ángel de la bicicleta» es una canción compuesta por Luis Gurevich e interpretada por el cantante León Gieco. Es el quinto tema que forma parte de su álbum de estudio de 2005, Por favor, perdón y gracias.
La canción es un homenaje a Pocho Lepratti un joven militante social que durante la gravísima crisis del 2001 se desempeñaba como auxiliar de cocina en el comedor de la escuela número 756 ‘José M. Serrano’ de Las Flores, en un humilde barrio del sudoeste rosarino. En un allanamiento hecho por parte de la policía santafesina, Lepratti les grita las que fueron sus últimas palabras:
¡Bajen las armas, hijos de puta, no tiren que hay pibes comiendo!
Es cuando un uniformado dispara contra el indefenso militante en la garganta. La canción está en base de cumbia villera que es interpretada por la agrupación Pibes Chorros. [Nota del editor]