Colombia: Los nadie y el general
Reinaldo Spitaletta 18/02/2020 |
Esa ignominia denominada los “falsos positivos” no parece que hubiera sido una orden oficial, una realización y consecuencia de una política, como la de la llamada “seguridad democrática”, sino, según la visión de un general en retiro, la comisión de unos soldaditos ignorantes, pobretones, de estrato uno y dos, que ni siquiera sabían coger los cubiertos, pero sí disparar y matar. Una primera instancia nos permitirá hacer un recorrido por esa manera degradante de señalar a la gente según el estrato social. Y, además, de estructurar, mediante la segregación, una suerte de sistema de castas.
Hace años, los procesos civilizatorios, necesarios y producto de avances en el conocimiento, prohijaron el buen uso de cubiertos, de la higiene, de los modos de convivir en la ciudad. La urbanidad, que no es otra cosa que la relación amistosa con el entorno, y en este caso, con el de la urbe, también se utilizó, desde una perspectiva moralista, para los señalamientos. Y, en ese sentido, en las cortes, que utilizaban en los comedores no solo las viandas más exquisitas sino cómo comerlas y con qué instrumentos, se tornó un modo de decir que, ellos, los privilegiados, eran superiores. Los inferiores son los que ni siquiera saben qué es un tenedor.
En Colombia, por ejemplo, y más que en todo el país, en algunas ciudades, las élites manejaron no solo el poder económico y político, sino el de las ideas, las mentalidades y otros tópicos. Por ejemplo, el llamado “buen tono”, asuntos de distinción y chic, la etiqueta y otros glamures, eran para los elegidos, para los gozosos de la fortuna. Indios, negros, mestizos pobres, ñapangos, café con leche y otras mezclas, al no saber vestirse ni comer ni manejar bien los trinchetes y cucharitas de postre (cuál postre ni qué natas, hombre), eran unos pelagatos. Así se fue diseñando una escala social discriminatoria.
Un espíritu de segregación social dominó en el país. En Medellín, por ejemplo, las miradas de desprecio hacia los que no tenían la piel blanca (hubo un blanqueamiento de los de la “high” o “jai”, no solo para aclarar que en su sangre no tenían nada de moros ni judíos, ni de negros ni de indios, sino que procedían de nobles europeos. Tenían oro para comprar títulos), llevó en un momento a que no se pudiera presentar en un teatro el compositor y cantante portorriqueño Rafael Hernández, el de Lamento borincano. Lo peor es que aún no ha desaparecido del todo esa oprobiosa expresión del apartheid criollo.
Desde los 90, en Colombia las ciudades asumieron la medida de la estratificación de uno a seis. En rigor, se trataba de clasificar las casas, los materiales, la calle donde estaba construida, la fachada. La escala se traslapó para calificar a los habitantes. Nadie es estrato uno o seis. Se puede ser pobre o rico, mas no un ser determinado por la estratificación urbana. Y entonces los desamparados, los excluidos, pasaron a denominarse ya no solo como los miserables, sino como los ignorantes, los desadaptados o, como lo advierte Eduardo Galeano, los nadies.
Esos “nadies” son los que, en los aterradores “falsos positivos”, hacían pasar como guerrilleros. Se trata de un capítulo de espanto de la historia de Colombia. ¿5.000, 10.000? Igual si hubieran sido menos los asesinados el monto era ya una infamia pavorosa. Pues bien: el general retirado Mario Montoya, en la primera versión en la JEP, señaló que los soldados que prestaban servicio militar eran de estrato 1 y 2, y que “esos muchachos ni siquiera sabían cómo coger cubiertos ni cómo ir al baño” (El Espectador 13-02-2020). Dijo que eran ignorantes y que no distinguían entre “resultados” y “bajas”. Y, en consecuencia, según el excomandante del Ejército, por eso cometieron los hechos enmarcados en los “falsos positivos”.
Las declaraciones del retirado general son una burla a las víctimas, un atentado contra la memoria y contra los familiares de los asesinados. Una indolente manera de insultar a los que habitan en lugares de estrato 1 y 2. Una reedición de la discriminación. Es decir, un nuevo atropello (o como lo podría decir Fouché: más que atropello, una estupidez) a los miles de muchachos reclutados, asesinados y mostrados de modo ilegítimo como “bajas en combate”.
Los pobres —que son “carne de cañón”, que son los que prestan servicio militar— son entonces los causantes de la barbarie. Eso parece pensar el general retirado. El hecho de no saber manejar un tenedor o de vivir en un barrio popular los convierte en asesinos, en desalmados. Y en este punto hay que volver a Galeano y su poema sobre esos que “no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadie, que cuestan menos que la bala que los mata”.