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Colombia: La casa que no es casa

Reinaldo Spitaletta 08/04/2020
Hay gentes que llevan, como el caracol, como el linyera, la casa a cuestas. Y donde quiera que vayan la casa va con ellos.

La trashumancia, la del desterrado, la del que han expulsado de sus parcelas, da, a su vez, otra mirada sobre la casa. También está la casa con ruedas, como en la que el escritor que nos mostró las penurias de los agricultores de Oklahoma, en una caravana triste hacia California, recorrió su país. La casa, que es un lugar (¿le cabrá el concepto de no-lugar?) histórico, está hoy en la mira crítica del hombre atacado por una pandemia.
“Quédate en casa” es la nueva consigna universal. La del capitalismo salvaje y la de los pueblos que son víctimas de las más aberrantes explotaciones. La del neoliberalismo y la de los que luchan contra un desvergonzado sistema de inequidades y miserias. La casa torna a estar en la lente de filósofos y economistas, en la de la señora que vende aguacates y en la del que habita en la incomodidad del inquilinato. ¿Qué es la casa?
¿Qué es la casa para quien dejó atrás, amenazado por paramilitares o por guerrilleros, o por miembros del Ejército, sus predios que eran patrimonio de la memoria familiar, de sus ancestros, de su condición campesina? ¿Qué es la casa para el poeta, como aquel de Alejandría, que nos hizo caer en cuenta que la casa, como el barrio, como tu ciudad, irá siempre con vos? Hoy, en medio de la crisis de salud pública, de la vasta amenaza pandémica, la casa ha tomado la forma del refugio, de la vacuna, del aislamiento, de una condición diferente a la que la historia le ha asignado.
Por supuesto, una cosa es la casa del pobre, del carenciado, que la del mafioso o la del magnate. No debe ser lo mismo permanecer en una casa con todas las comodidades, patios, muchas alcobas, espacios verdes, en fin, que en un tugurio. Las diferencias de clase son más evidentes en tiempos de pandemia. Y el mundo de las necesidades, de las limitaciones es más notorio —y triste— por estas jornadas en las que, como una salida para evitar el contagio, la recomendación universal es la de “quédate en casa”, o, si se quiere ser más contundente, “en tu puta casa”.
Y entonces la “puta casa” para muchos es un lugar sin servicios públicos, desconectada de la llamada “civilización” y en la que aun los célebres “procesos civilizatorios” están en palotes. O en pañales. Debe ser una suerte de infierno, de dantesca espacialidad, el estar obligado a permanecer entre cuatro paredes (a veces de tabla, de cartón, de material deleznable), en una suerte de celda, de calabozo, que acrecienta las penas y disminuye las ganas de vivir.
En un revelador informe publicado en La Silla Vacía se llama la atención sobre lo que puede significar el “quédate en casa”, según la casa. “Materiales precarios de construcción, espacios pequeños, hacinamiento y falta de servicios públicos no solo vuelven más duro el aislamiento, sino que ponen en riesgo la salud de familias para las que incluso lavarse las manos, la medida más básica de prevención del contagio, puede ser imposible”, advierte el reportaje.
En Colombia, lo más natural, es decir, la implantación de la infamia y la injusticia social, es que buena parte de las viviendas estén construidas en materiales desechables, sin servicios públicos y en los que la condición de hacinamiento prorroga las desdichas y la propensión a la enfermedad. La situación de miseria se acrecienta no solo por la precariedad de la vivienda y el hacinamiento, sino además porque no hay trabajo formal, por el desempleo, porque hay que sobrevivir del rebusque. La informalidad como factor de un vasto atraso material, al que hay que sumarle, para mayor desventura, la inaccesibilidad a los servicios de salud, educación y otros que son esenciales.
Por más poesía y antropología y sociología, por más historia y geografía y literatura, que se le meta a la casa, siempre habrá que desmoronarse en lo más hondo de la condición humana al ver la desgracia de tanta gente que ha sido marginada del denominado progreso y de la civilización. No debe ser fácil (dice uno, desde cierta comodidad) el cumplir con el mandato salubre y necesario de quedarse en casa, cuando la casa es escasa.
Una columna editorial de The Washington Post decía que “la nueva pandemia ha quitado el velo ilusionista, y el maquillaje hipócrita de la civilización” y puesto en la picota al capitalismo salvaje, que debe morir, que debe desaparecer, porque ha sido el causante de tantas inopias y tragedias para los desposeídos. Y entre estos infortunios está, para muchos, el tener que quedarse en una casa que no es casa.