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Discurso en el Congreso. Las promesas de Biden y el intento de revertir la degradada hegemonía estadounidense

Nicolás Daneri Madeleine Freeman, Izquierda Diario, 4/29/2021.

A poco de cumplir los 100 días de mandato Joe Biden dio en la noche de este miércoles un discurso en el Congreso estadounidense. Tres planes de rescate y acción, muchas promesas, su “momento populista” y el intento de restaurar una hegemonía imperialista que lleva años de declive.

En su primer discurso ante el Congreso, Biden desveló por fin las partes restantes del triple plan de acción de su administración, tanto para reconstruir Estados Unidos tras la pandemia y la consiguiente crisis económica, como para continuar con el proyecto de intentar restaurar la hegemonía estadounidense tras la crisis abierta en 2008. El Plan de Familias Estadounidenses y el Plan de Empleos Estadounidenses son la hoja de ruta que Biden y sectores del capital sostienen es necesaria para dar estabilidad al capitalismo estadounidense: reducir la pobreza y la desigualdad, crear puestos de trabajo y hacer frente al cambio climático.

De hecho, como muchos analistas señalaron primero en la campaña y en los primeros 100 días de la presidencia de Biden, sus propuestas representan los planes más “progresistas” de los últimos 30 o 40 años en EE. UU. Su proyecto de build back better (reconstruir mejor) ha sido comparado hasta la saciedad con el Great Society (Gran Sociedad) de Lindon Johnson y el New Deal de Franklin Delano Roosvelt.

La reconstrucción en el frente interno tiene el propósito superior de sentar las bases del Make America Great Again (hacer grande a Estados Unidos nuevamente, el lema de Trump) en el ámbito internacional. La retirada de las instituciones multilaterales y las alianzas internacionales escenificadas por Trump se están revirtiendo gradualmente con la intención de restaurar el papel de Estados Unidos como “líder del mundo libre”.

Desde el principio Biden comenzó a enviar señales y amenazas a China y Rusia como continuación de la pelea que mantuvo con Trump en la campaña electoral. A la luz de esto, es comprensible que el mayor contaminante del mundo haya sido el anfitrión de la cumbre del clima, un intento de greenwashing del capitalismo estadounidense y también presionar a China para que siga a Estados Unidos en la llamada transición verde. La tecnología menos contaminante suele ser más cara, por lo que podría enlentecer, aunque sea un poco, la incesante carrera de China para convertirse en la mayor economía del mundo. O pagar el precio político si no lo hace. Por no hablar del hecho de que las empresas del sector de las energías renovables pagan menos y prácticamente no tienen sindicatos en comparación con los sectores tradicionales del petróleo y el gas y el carbón.

Las promesas de Biden de “defender los intereses estadounidenses en todos los ámbitos” de la geopolítica muestran un compromiso renovado, no sólo con las áreas tradicionales de la intervención imperialista de Estados Unidos, sino también para hacer que Estados Unidos vuelva a ser competitivo entre sus aliados y rivales históricos: gran parte de la justificación de sus propuestas para revisar la infraestructura y “devolver los puestos de trabajo a Estados Unidos” están dirigidas a alcanzar a China y garantizar que la potencia imperialista dominante en el mundo, aunque debilitada, no se quede atrás con respecto a otras potencias mundiales que han sido más rápidas en la creación de empleo.

Como se preveía, gran parte del discurso de Biden estuvo dedicado a la gestión de la pandemia, después de tomar el control de la Casa Blanca en medio de las mayores tasas de infecciones y muertes por Covid-19 desde que el virus arrasó con Estados Unidos en la primavera de 2020. Biden explicó que su administración distribuyó 220 millones de vacunas contra el COVID en 100 días y pregonó la aprobación del Plan de Rescate Americano.

En marcado contraste con la supuesta vuelta a la normalidad en el país, está el papel que el “nacionalismo de las vacunas” desempeña para que el coronavirus arrase en países que no tienen ni acceso ni recursos para obtener, producir o distribuir vacunas. Mientras que los adultos mayores en Estados Unidos pueden “abrazar a sus hijos y nietos”, los habitantes de la India o Brasil ni siquiera tienen el lujo de despedirse de sus seres queridos a través de la ventana de un hospital. Los casos de coronavirus en la India se han disparado en los últimos meses, debido en gran medida a la horrible respuesta del régimen de Modi, pero también mostrando los efectos devastadores de las patentes que crean enormes beneficios para las empresas farmacéuticas que sirven a las potencias imperialistas, mientras restringen el acceso a la investigación de vacunas vitales para el resto del mundo.

Biden no dijo nada sobre los millones de vacunas compradas y acaparadas por Estados Unidos para poder hacer de maestro en la distribución de vacunas (varias de las cuales no están aprobadas para su uso en Estados Unidos) a sus aliados y a los que espera acercar a ellos para aislar a China y Rusia.

El discurso de Biden y las propuestas que expuso como prioridades internas de su administración en el próximo período señalan un posible cambio de la lógica neoliberal de desmantelar la red de seguridad social en favor de la “elección individual”, o más bien del dominio total de los mercados en todos los aspectos de la vida. Desde el aumento del salario mínimo hasta la cura del cáncer, Biden hizo una promesa tras otra de carácter populista para mejorar las condiciones de vida de todos los desamparados del sueño americano. Biden pintó un cuadro de “gobierno grande” del tipo que se ocupa de la gente, que muestra que el capitalismo puede “autocorregirse” tras las crisis que crea y mitigar los antagonismos cada vez más profundos entre los intereses capitalistas a los que sirve y los trabajadores que hacen funcionar la sociedad.

Por supuesto, queda por ver qué parte de estos planes podrá aprobar Biden ante la oposición casi unánime de los republicanos y qué disposiciones para los trabajadores y los pobres se quedarán probablemente en el tintero, o si está dispuesto a sacrificar su compromiso con el “bipartidismo” para sacar adelante los planes (como amenazó en su discurso ante el Congreso, diciendo que “no hacer nada no es una opción”). Sin embargo, el discurso muestra que un sector del capital y sus representantes en el Estado se han unido en torno a la idea de que las condiciones sociales producidas por años de austeridad neoliberal y el terreno cambiante de la economía y la geopolítica mundial requieren concesiones significativas a la clase trabajadora y los oprimidos de la sociedad estadounidense.

En ninguna parte es esto más evidente que en la parte más drástica del programa de Biden, el Plan de Familias Americanas de 1.8 billones de dólares, que expuso en detalle en el pleno del Congreso el miércoles por la noche. Este plan de “infraestructura social” ampliaría el acceso a la educación y la educación preescolar universal, además de proporcionar financiación para el cuidado de los niños y créditos fiscales para los padres. También crearía subsidios en el marco de la Ley de Atención Sanitaria Asequible y un permiso familiar federal remunerado.

Durante muchos años, el país más rico del mundo se ha distinguido entre las potencias mundiales por su negativa a proporcionar incluso una ayuda básica a las personas con hijos u otros seres queridos a los que cuidar. Aunque sólo sea por eso, el Plan de Familias Estadounidenses muestran lo limitados de los programas sociales en el país desde hace décadas. La pandemia no ha hecho más que arrojar luz sobre el costo de estas políticas: sin un acceso fiable al cuidado de los niños, decenas de millones de personas -la mayoría de ellas mujeres, en particular mujeres de color- perdieron sus empleos para cuidar a sus familiares en casa.

El miércoles por la noche, Biden expuso una lógica similar al defender la aprobación del Plan de Empleo Estadounidense que la Casa Blanca anunció a principios de este mes. Biden hizo un llamamiento directo, no sólo al sector de la clase trabajadora de la base del Partido Demócrata, sino también a un sector de la base de Trump en el Rust Belt y otras áreas devastadas mientras los bancos y las grandes corporaciones fueron rescatados después de 2008, diciendo que “Wall Street no construyó este país”. Dirigido a las altas tasas de desempleo, el proyecto de ley de infraestructuras crearía millones de nuevos puestos de trabajo en zonas del país devastadas por décadas de neoliberalismo, lo que se traduciría en más carreteras, puentes y escuelas, así como en el acceso al agua para comunidades que hoy carecen de todo ello.

El plan de Biden para “remodelar” Estados Unidos se completó con un llamamiento para que se apruebe la Ley de Justicia Policial George Floyd, que el presidente quiere tener en su despacho antes del primer aniversario del brutal asesinato de George Floyd, en mayo de 2020. Propone una serie de reformas policiales que se limitan a abordar los medios más atroces por los que el Estado permite el terror policial, al tiempo que ignora las principales demandas del movimiento antirracista. Este intento de reducir la impunidad con la que la policía (mal) trata a los negros y latinos es un reconocimiento de la fuerza del movimiento BLM y del miedo que inspira a las élites. Sin embargo, como muestran los comentarios de Biden sobre los “buenos” policías que “sirven honorablemente a sus comunidades”, el motivo más oscuro detrás de los proyectos de ley es la relegitimación del trabajo policial a los ojos de la sociedad. Como dijo Biden, el objetivo principal del Estado con el proyecto de ley no es detener el asesinato sistemático de negros y latinos, sino más bien “reconstruir la confianza entre” -u obediencia a- “las fuerzas del orden y las personas a las que sirven”, asegurándose de que la Policía pueda seguir actuando como la última línea de defensa del Estado.

La cereza del postre es que el plan se financiará con una subida de impuestos para los ricos. Los amplios planes de infraestructuras que beneficiarían a los sectores más pobres de la población con una fracción de los beneficios de los sectores más ricos ha atraído la amplia aprobación de los demócratas -aunque no sin excepciones significativas- y la rotunda consternación de los republicanos. Mientras tanto, la medida cuenta con un apoyo mayoritario entre la población, según una reciente encuesta de Reuters/Ipsos que reveló que casi el 64% de los encuestados está de acuerdo en que los más ricos deben pagar más impuestos para financiar programas sociales. Aunque la propuesta de Biden de elevar el impuesto sobre el capital se limitaría a restablecer los tipos impositivos a la tasa de 2012 bajo la administración de Obama (y la administración de Bush antes de eso) a partir de los recortes del 20% realizados bajo la administración de Trump, esto señala una cambio en el enfoque de un sector creciente del capital -que responde al cambio de conciencia entre las masas- que sostiene la idea de que es necesario que las corporaciones y los ricos acepten un pequeño recorte en sus ganancias ahora para asegurar una mayor estabilidad para la obtención de beneficios en el futuro.

Al anunciar sus planes en los días previos al discurso ante el Congreso, Biden dijo que su programa creará la “economía más resistente e innovadora del mundo”. Pero si esto no pudo lograrse durante los años en que la hegemonía estadounidense era indiscutible y Estados Unidos era la mayor superpotencia del mundo entonces, ¿por qué habría de hacerse realidad ahora?

Gran parte de las disposiciones anunciadas vienen a llenar los vacíos dejados por un sistema que hizo posible que uno de los países más ricos del mundo tuviera casi un 10% de tasa de pobreza y fuera más desigual que todos los países de Europa y tan desigual como la mayor parte de América Latina según las estimaciones del Banco Mundial sobre el índice de Gini. Y los planes de Biden, a pesar de su voluntad de gastar a lo grande en programas sociales para los sectores más desfavorecidos de la sociedad, son en su mayoría de carácter transitorio y se basan en la posibilidad de darlos de baja, cuando las condiciones sean más estables, como el ala progresista del Partido Demócrata se apresura a señalar. Pero, sobre todo, los planes de Biden pretenden apuntalar la economía sin cambiar fundamentalmente la estructura del capitalismo estadounidense.

No obstante, los planes representan un claro cambio respecto a las décadas de austeridad neoliberal, admitiendo que la obtención de beneficios capitalistas desenfrenados junto con los ataques a la clase trabajadora y a los pobres es insostenible. Van más allá de todo lo que Obama y sus predecesores neoliberales propusieron, y mucho menos aprobaron durante su mandato. El momento populista de Biden, un viejo político tradicional de establishment demócrata, se explica sobre todo por estas circunstancias, puestas de manifiesto con la crisis capitalista de 2008, que dio como resultado la profunda polarización política y social que llevaron a Trump a la presidencia, un resurgimiento de la lucha de clases en sentido amplio (que tuvo su momento más alto en la rebelión contra el racismo y la violencia policial por el asesinato de George Floyd) y la emergencia de fenómenos políticos novedosos que tomados de conjunto pueden preanunciar una mayor radicalización política.

La apuesta de la clase dominante y del Gobierno de Biden es la desviación y la cooptación a través de las diversas burocracias: de los sindicatos, del ala progresista del Partido Demócrata y de los movimientos sociales. Y, sobre todo, es una apuesta por restaurar la estabilidad capitalista, devolviendo la fe en el Estado y elevando el nivel de vida de la población estadounidense. Como dijo el presidente desde el Congreso: “Tenemos que demostrar que la democracia todavía funciona. Que nuestro gobierno todavía funciona – y puede cumplir con la gente”.

Aunque las de Biden aún son promesas que deben convertirse en ley y enfrentar un acalorado debate parlamentario, ya dejan en evidencia que el imperio estadounidense se enfrenta a una realidad histórica, con una pobreza masiva, una infraestructura completamente derruida y crisis de su hegemonía, mientras que China está llamada a convertirse en la primera economía del mundo en 10 o 15 años