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Colombia: nuevo exterminio

Juan Diego García 10/07/2020
El actual sistema de exterminar líderes sociales y excombatientes de la guerrilla acogidos al acuerdo de paz no hace más que repetir algo que ya forma parte de la historia de Colombia.

Siempre ha sido así aunque se intensifica cuando un gobierno reformista en los años treinta del siglo pasado intentó adelantar reformas moderadas que buscaban modernizar la sociedad. La reacción de los sectores más retardatarios de la clase dominante fue el exterminio sistemático de la oposición popular y sus líderes. En este país se conoce este período como La Violencia, que dura hasta los años sesenta pero que se prolonga bajo otras modalidades hasta la actualidad.
Las cifras de muertos, desaparecidos, desplazados, amenazados y reducidos al silencio o al exilio resultan incalculables pero en duro contraste con la imagen oficial del país como “la más antigua democracia del continente”. El exterminio más reciente se llevó a cabo en los años setenta contra la Unión Patriótica, un frente electoral mediante el cual la entonces FARC-EP pactaba con el gobierno su paso a la legalidad con el compromiso de abandonar la lucha armada. Según cifras bastante cercanas el exterminio alcanzó la alarmante cifra de 5 mil asesinados: senadores, representantes, líderes populares, simples militantes de base y hasta dos candidatos a la presidencia. La mayor cuota de victimas la puso el Partido Comunista que fue literalmente diezmado. Hoy, todo indica que se repite el exterminio de la oposición social y política. Esta vez las víctimas son sobre todo líderes y activistas sociales y excombatientes de las FARC-EP que abandonaron las armas luego del Acuerdo de Paz entre esa guerrilla y el Estado. El exterminio comenzó cuando aún estaba fresca la firma de los acuerdos y se intensifica con el actual gobernante, Iván Duque. Se produce un asesinado político diario asumido por las autoridades como un asunto menor ante la indiferencia de no pocos en la opinión pública (sobre todo en algunos sectores urbanos de las llamadas “clases medias”).
La antigua guerrilla y la dirigencia de diversas organizaciones populares son el objetivo principal de un exterminio que ya se denuncia como un plan de fuerzas oscuras que cuentan con la tolerancia de las autoridades. No faltan las protestas de la ONU y de los países garantes del Acuerdo de Paz que en su lenguaje diplomático expresan no obstante su profunda preocupación y solicitan a Duque tomar las medidas oportunas para evitar la masacre. El gobierno por su parte afirma que está haciendo todo lo que está en su mano (que al parecer es muy poco), que se trata de hechos aislados que obedecen a motivos no políticos, que no existe un plan de exterminio y que, por supuesto, el gobierno realizará “exhaustivas investigaciones”, algo que en este país andino se asocia popularmente con la inacción completa de las autoridades, con la impunidad de los asesinos y con la condena al olvido de los acontecimientos.
De hecho, el número de inculpados por los crímenes es ínfimo y lo es aún más el número de condenados. De producirse, las condenas recaen siempre sobre los ejecutores pero jamás sobre los autores intelectuales y beneficiarios del delito. Entre los detenidos se encuentra algún que otro paramilitar de menor rango –simples pistoleros o sicarios- y algún militar, sobre todo soldados de menor rango que excepcionalmente será juzgado y mucho más excepcionalmente condenado. En todo caso tendrá como cárcel un cuartel o su residencia; o sea, nada. La impunidad efectiva.
Ante la intensificación del exterminio se han levantado voces dentro del país que piden contundencia a las autoridades; miles que esperaban que el Acuerdo de Paz fuera efectivo. Pero la actuación oficial no puede ser más decepcionante. Se empieza por negar que el problema exista y menos que tenga motivaciones políticas: son asuntos de faldas, son arreglos de cuentas o en todo caso, cuando se trata de militares, son acciones de “manzanas podridas” que no empañan la limpia imagen de las instituciones armadas; inclusive se acusa a los guerrilleros que aún están alzados en armas, aunque al mismo tiempo se afirma que los asesinados no son más que civiles “auxiliares de la guerrilla” que oponen resistencia a la acción de las autoridades. Pero a estas alturas resulta prácticamente imposible negar la existencia de todo un plan nacional, coordinado y financiado por las llamadas “fuerzas ocultas” para exterminar personas y grupos que constituyen un obstáculo a determinados intereses y que cuentan con el apoyo de ciertos sectores oficiales o al menos con su permisividad y complicidad. Ante un acontecimiento de tal naturaleza y ante las dificultades para establecer quienes son esas “fuerzas ocultas” resulta pertinente preguntarse para empezar ¿Quién se beneficia de la acción criminal de estos grupos de asesinos? Aunque solo sea porque dada su dimensión y sistematicidad no es posible aceptar las explicaciones oficiales que niegan que se trate de un plan sistemático.
Para comenzar, ¿Cómo se explica que precisamente allí en donde se presentan con mayor frecuencia los asesinatos se registra una masiva presencia de las fuerzas armadas y de policía? En no pocas ocasiones los crímenes se cometen a escasos minutos de los cuarteles; si los observa la población (los sicarios y paramilitares acostumbran desfilar armado y amenazantes es esas localidades) ¿Por qué no los ven las fuerzas del orden, los llamados “héroes de la patria”?
Tampoco se puede ignorar que los líderes sociales asesinados están siempre vinculados a alguna reivindicación popular. Algunos exigen la devolución de las tierras que les han sido arrebatadas; el caso de los indígenas es clamoroso e igualmente el de las viudas de los campesinos asesinados y despojados de sus tierras ¿Qué opinan los latifundistas y los grandes empresarios modernos que ocupan ahora esas tierras usurpadas? No son fantasmas; tienen nombres y apellidos ¿Es que acaso ellos no tienen nada que ver con el asunto? Otras de las víctimas encabezan movimientos de oposición a proyectos empresariales a gran escala que afectan de lleno a la vida de los habitantes de la región y suponen un impacto muy dañino en la naturaleza ¿Qué opinión les merece a estas grandes compañías que quienes dirigen la oposición popular a sus proyectos sean asesinados? ¿No creen que es pertinente la pregunta sobre quién financia a esos sicarios y grupos paramilitares tan bien armados y a sueldo? Es legítima la condena cada vez más amplia de la opinión pública local y de las instituciones internacionales de derechos humanos; pero talvez sea también oportuno comenzar por preguntarse a quién beneficia el exterminio que azota a Colombia, a quién ese exterminio le viene como anillo al dedo.