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Desafíos

Juan Diego García 01/01/2020
Para los movimientos populares de América Latina y el Caribe no es suficiente con alcanzar un alto grado de consciencia política y organización mientras las clases dominantes, de una u otra forma, mantengan el control de las fuerzas armadas.

Cuando el sistema político tradicional colapsa y ve agotadas sus energías es posible ganar a esas clases dominantes el control del gobierno (total o parcialmente). Es el caso de Venezuela y Bolivia, sin duda. Cosa bien diferente es arrebatarles el poder económico (y el mediático, vinculado estrechamente a éste último) aunque las formas de capitalismo de Estado (en manos populares) permiten márgenes bastante amplios para emprender reformas políticas y sociales de fondo. Por supuesto, siempre queda el desafío mayor que es, a partir de ese capitalismo de Estado, emprender la construcción de un orden económico esencialmente diferente que permita superar la condición de economías de complemento, prescindibles y secundarias en el complicado entramado del mercado mundial. Cuando se tienen recursos naturales abundantes el país se convertirá en objetivo prioritario de las agresiones imperialistas en lucha por asegurarse materias primas, mercados y zonas de influencia; y este peligro no es pequeño en absoluto; pero cuando los recursos (materiales y humanos) son escasos o muy limitados, el desafío es aún mayor. Solo naciones muy ricas en recursos o de dimensiones continentales (como Brasil o China) tienen la ventaja de contar con condiciones materiales adecuadas para el empuje de un proyecto al menos nacionalista (en el sentido sano del término) y –mejor aún, aunque no necesariamente- de un proyecto de amplias y profundas reformas sociales.
Por fortuna para estos países de la periferia del sistema siempre habrá fórmulas intermedias que permitan superar las limitaciones y hacer frente a las amenazas internas y sobre todo externas. Sin embargo y de forma inmediata, hay un desafío que no es posible descuidar: el poder militar.
No le basta a estos movimientos populares, democráticos y nacionalistas contar con un movimiento de masas organizado y consciente ni con un programa de reformas adecuadas que le den solidez al proyecto. Tampoco es suficiente con una vanguardia política de suficiente garantía, de una dirección a la altura de los desafíos. Todo esto, junto, resulta incompleto, y tal como señalaba el poeta y estratega chino, quienes emprendan procesos de cambios radicales nunca deben olvidar que “en última instancia el poder nace de la boca de los fusiles”.
Si se repasan los recientes acontecimientos en el área latinoamericana y caribeña se constata cómo, unos regímenes políticos y un orden social profundamente deteriorados, que han perdido toda su legitimidad (caso reciente de Chile, Ecuador, Haití y Colombia) y registran enormes movilizaciones populares exigiendo cambios radicales de todo el orden. Se exige la salida de los actuales gobernantes, se apuesta por un nuevo orden constitucional, se rechaza enfáticamente la política económica neoliberal, se condena sin paliativos la represión policial y la manipulación mediática impulsada por el mismo gobierno y por grupos de intereses económicos nacionales y extranjeros (la intervención imperialista solo es negada por quienes quieren y necesitan hacerlo) y se levantan banderas nuevas que recogen las reivindicaciones populares más recientes (la defensa del planeta expoliado por el capitalismo, la reivindicación de género en sus varias vertientes, la dignidad de los pueblos aborígenes, la dignidad nacional, etc.)
Pero ni la amplitud de estos movimientos ni su evidente legitimidad han conseguido poner fin al reinado del neoliberalismo. Ni en Chile ni en Colombia o Haití –donde las protestan no cesan-, ni en Ecuador que parece estar en un momento de indecisiones los gobernantes de turno parecen dispuestos a ceder, y en sus momentos más críticos, cuando todo parecía indicar que les había llegado la hora, una voz clara y enfática puso el sistema a resguardo: la voz de los cuarteles y el garrote de la policía, con un balance de muertos, heridos, presos y desaparecidos que no se registraba desde hace décadas (a excepción quizás de Colombia, un país “democrático” en el cual la represión se ha mantenido desde siempre y los militares funcionan no solo al margen de la ley sino con total independencia del poder gubernamental).
Solo Venezuela parece haber resuelto este dilema limpiando literalmente las filas de militares y policías de elementos reacios a todo cambio y carentes de cualquier inspiración realmente nacionalista, de cualquier sentimiento de lealtad nacional. Por eso allí han fracasado hasta ahora los muchos intentos de golpe de Estado, de intervención de los cuarteles en defensa de los intereses de la clase dominante tradicional y de intereses extranjeros, a tal punto que al parecer Washington y sus aliados europeos parecen haber desistido de sacar a Maduro por la fuerza de las armas y proponen ahora una “salida pactada”.
Este es un desafío de enormes dimensiones. Mientras no se consiga al menos neutralizar a militares y policías, siempre existe el peligro de la derrota aunque el movimiento popular cuente con una dimensión considerable, altos grados de consciencia y organización y plena legitimidad. Sin embargo, aunque difícil, la tarea no es imposible y no sería la primera vez que desde los cuarteles un grupo de militares y policías nacionalistas y progresistas permitan que el movimiento popular alcance sus objetivos. Grandes reformas en el continente han sido impulsadas por grupos de militares nacionalistas en Argentina (Perón), Brasil (Vargas), México (Cárdenas y Calles) o Perú (Velasco Alvarado), a pesar de la suerte posterior de estas revoluciones que, en el fondo pusieron de manifiesto la débil constitución de una verdadera burguesía nacional y la insuficiencia del movimiento popular.
Han sido casos excepcionales, sin duda, pero su impacto en la historia de la región es inmenso y demuestra que no siempre desde los cuarteles, necesariamente, se ha de regar con sangre la protesta popular y los deseos de cambio.