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Mujeres rebeldes, pero sin partido

MANUEL MOSTAZA 9 marzo 2019
Sólo en el caso de Vox hay una brecha de género.

Todos los sujetos políticos son construcciones culturales; no hay, por lo tanto, sujetos políticos naturales preexistentes. Ni hay territorios forjando «robustas y sólidas identidades» como pretende el Estatuto andaluz, ni las naciones tienen voluntad propia separada de la mayoría de los ciudadanos que las integran, pese a lo que parece deducirse del preámbulo de nuestra Constitución. Son construcciones porque nuestro cerebro no es capaz de procesar relaciones reales con más de unas 150 personas, el famoso número de Dumbar; a partir de ahí, recurrimos a la imaginación. ¿Por qué? Porque, como demostró el psicólogo Henri Tajfel, disponer de una identificación de grupo mínimo nos ayuda a fortalecer nuestra propia identidad.
Pero que sean construcciones culturales no les quita efectividad. Y el ocaso de la modernidad a la que asistimos nos está permitiendo ver la consolidación de diversos grupos, muchos de ellos autorreferenciados como minorías, en sujetos políticos.
Si en España los jóvenes llevan décadas sobrelegitimados en el espacio público, el último sujeto colectivo en emerger está siendo el de las mujeres. Desde 2017 se ha producido un movimiento tectónico y el poder de convocatoria del feminismo, y su capacidad de marcar la agenda, hacen que sea interesante analizar si este sujeto político marca un perfil político diferenciado.
Las encuestas no detectan aún una diferencia relevante entre ambos sexos en sus preferencias políticas, aunque existen matices que son interesantes. En el último barómetro del CIS, las mujeres presentan una preocupación más acusada que los varones por la sanidad (más de seis puntos de diferencia) y están menos preocupadas por los políticos y la política que los hombres. Se trata, insisto, de matices, pero también es mayor el porcentaje de mujeres que no conocen a los líderes políticos comparado con el de los varones.
Es pronto para saber si hay hueco electoral para propuestas netamente feministas, pero también se adivinan tendencias. Tanto en el voto directo, como en la intención de voto (incluso el recuerdo, en el caso de las autonómicas andaluzas), muestran que Vox es el único partido que presenta un desequilibrio acusado, con más votantes varones, pero no se observan diferencias significativas en el resto de los partidos.
También parece una tendencia que sean más las mujeres que contestan «no sabe» a la hora de preguntar por el voto directo: cinco puntos de diferencia en el último CIS. Quizá en lógica con esta indecisión, son más las mujeres que no se autoubican en la escala ideológica (14,6% frente a un 8,6% los hombres). Cuando se trata de situar a los partidos, la brecha se amplía: hay un 10% más de mujeres que de hombres que no saben ubicarlos en la escala ideológica.
Lo que sí ofrecen las encuestas, y la publicada ayer por este diario es un buen ejemplo, es que asistimos a la configuración de un nuevo sujeto colectivo, y dista mucho de ser homogéneo: las mujeres reflejan como colectivo las mismas fracturas que el conjunto de la sociedad. Así, si bien todas están sensibilizadas con las discriminaciones que consideran que sufren las mujeres, esta sensibilización es muy diferente entre las votantes de Podemos, por ejemplo, y las de Ciudadanos. De la misma manera, no hay una visión unívoca del colectivo de las mujeres en los aspectos más controvertidos de las políticas públicas puestas en marcha para luchar contra la violencia de género, por lo que el consenso es ahora mismo más de élites políticas que social: las mujeres rechazan la asimetría penal que establece la normativa actual en materia de violencia de género. Sólo un tercio de ellas está a favor de esta diferenciación, y es importante entender que incluso la mitad de los votantes del PSOE rechaza dicha diferenciación por el sexo del agresor.
Lo que muestran los datos es que intentar vincular el movimiento feminista a una determinada adscripción ideológico-política resta potencia y transversalidad a sus reivindicaciones. Quizá por eso no llegan a la mitad las españolas que se consideran feministas, y esta es la mejor metáfora de la dificultad que va a tener para los partidos, en esta carrera electoral, articular estrategias que capten el voto femenino sin caer en posturas que puedan generarles un rechazo de las mujeres, ubicadas en uno u otro bloque ideológico. Lo que confirman los datos, en una democracia liberal plenamente consolidada, es que no hay una única forma legítima de ser mujer (como no la hay de ser español, catalán o inmigrante), y que las mujeres se resisten a ser uniformizadas. Es un problema para los estrategas de los partidos, pero una garantía de libertad para todos.