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Cuatro años de hambre en Yemen

FRANCISCO CARRIÓN 25 marzo 2019
La guerra entre la coalición saudí y los rebeldes hutíes apoyados por Irán provoca una de las peores crisis alimentarias de la década mientras fracasan todos los intentos para alcanzar la paz.

El esqueleto de Mahdi sufre a diario las heridas de un laberíntico conflicto que acaba de cumplir cuatro años. El pequeño nació hace ya 24 meses pero su peso apenas supera los cuatro kilos. “Se queja de que le duele el pecho. Lo tiene inflamado”, comenta su padre Ali Mohamed, un pastor al que la guerra lo despojó de rebaño y techo. “Antes de la guerra, comíamos y vivíamos bien. Cuando estalló, lo dejamos todo y huimos para sobrevivir. Ahora estamos hambrientos, sin cobijo. De vez en cuando recibimos ayudas de organizaciones humanitarias pero no es suficiente”, narra a EL MUNDO este padre de seis vástagos que batalla por evitar que la malnutrición severa merme su estirpe. La familia ha hallado refugio en Aslam, una localidad en el noroeste de Yemen a la que escaparon de los bombardeos que la coalición árabe que lidera Arabia Saudí inició en marzo de 2015. “Al menos aquí no hay ataques. Vivimos y dormimos al aire libre. No hay agua potable y rezo para que mi hijo no vuelva a recaer”, murmura.
Las escaramuzas han colocado a Yemen, la nación más pobre de la península Arábiga, al borde de la hambruna. Según la ONU, alrededor del 80% de la población -28,2 millones de personas- requiere de asistencia humanitaria y dos tercios de todas las provincias del país se hallan en las etapas previas a la hambruna. “Puede ser un escenario cierto si la ayuda sigue sin llegar a todas las zonas y el conflicto se prolonga en el tiempo”, advierte a este diario Valentina Ferrante, jefa de la misión de Acción contra el Hambre en Yemen. “La gente más vulnerable es la que se está viendo más afectada por el conflicto. El acceso a los alimentos es muy limitado”, agrega. La guerra, en la que saudíes e iraníes libran su particular batalla por la hegemonía regional, ha destruido infraestructuras básicas, entre ellas decenas de instalaciones médicas; interrumpido las rutas de transporte de ayuda, combustible o medicamentos; reducido drásticamente las importaciones y disparado la inflación.
Aslam, en la provincia norteña de Hajjah, es uno de los epicentros de la tragedia yemení, con 3,3 millones de desplazados internos. Como le sucede Ali, Aisha se desvive por mantener a flote a Rinad, de nueve meses. “No tiene apetito. No come ni bebe”, maldice la madre. “Comenzó a padecer malnutrición con tres meses. Confío en que Dios la cure”, dice al otro lado del hilo telefónico. Cuando quedó embarazada de Rinad, su marido la abandonó y desde entonces vive junto a sus otros dos hijos, de cinco y cuatro años, al amparo de su hermana. “La guerra destruyó nuestro hogar. Me desplacé aquí. Estoy alojada en una casa muy humilde, con un techo casi destruido que se hunde cuando llegan las lluvias”. La supervivencia se ha propagado por el callejero de Yemen mientras el fragor de la batalla se resiste a enmudecer.
El pasado diciembre las dos principales partes en liza -el grupo rebelde chií de los hutíes y el gobierno del presidente Abu Rabu Mansur Hadi- firmaron en Estocolmo un avance inédito en los dos últimos años comprometiéndose a un alto el fuego y la retirada de las tropas de la estratégica ciudad de Hodeida, cuyo puerto es clave para la llegada de ayuda humanitaria. Sin embargo, el acuerdo -que también incluía un canje de prisioneros- se halla paralizado entre continuas amenazas de quedar reducido a papel mojado. “Las negociaciones han sido muy positivas pero la dificultad siempre es la implementación. En Yemen ha habido acuerdos previos que han servido únicamente para que ambos bandos reagrupen sus fuerzas y comiencen una nueva ronda del conflicto. El proceso puede derrumbarse en cualquier momento porque no existen garantías”, explica a este diario Baraa Shiban, miembro del grupo de justicia transaccional de la Conferencia del Diálogo Nacional de Yemen.
La desconfianza de cerca de un lustro de lucha ha congelado los progresos diseñados en la hoja de ruta de diciembre. Hodeida sigue bajo control hutí con las tropas de la coalición árabe desplegada en sus afueras. La violencia ha continuado golpeado otras zonas de un país en el que Al Qaeda en la Península Arábiga y la filial local del Estado Islámico han conseguido establecerse y crecer en mitad del caos. “La reducción de la violencia en Hodeida en los últimos meses ha sido contrarrestada por la escalada en otras partes. Los enfrentamientos se han intensificado con un impacto devastador para los civiles”, denuncia Mohamed Abdi, director del Consejo Noruego del Refugiado en Yemen. 164 y 184 civiles han perdido la vida en los enclaves de Hajjah y Taiz desde diciembre. El total de vidas cercenadas desde entonces alcanza las 788.
Los bombardeos de la alianza dirigida por saudíes y emiratíes -con armamento suministrado por, entre otros, Estados Unidos y la Unión Europea- ha segado decenas de miles de vidas, agravando lo que la ONU considera ya “la peor crisis humanitaria del planeta”. La guerra ha propagado epidemias como el cólera, que se ha llevado por delante 2.310 personas. La ausencia de progresos recientes, el estancamiento de las trincheras y el interés de ambos bandos por una economía de guerra capaz de enriquecer a quienes saben lucrarse del ardor guerrero alimentan el desaliento. “El proceso auspiciado por la ONU es muy débil. Existe esperanza pero, al mismo tiempo, mucha cautela”, admite Shiban.
La paz, entre tanto, es una utopía remota en un país dividido. “Es demasiado pronto incluso para hablar de un proceso de paz. La prioridad ahora es crear un marco para conseguir acuerdos en el campo militar y político. Si eso se logra, habrá que moverse hacia otros asuntos, entre ellos, la respuesta al movimiento separatista del sur y la justicia transaccional”, concluye. Aisha, en cambio, solo anhela regresar a la precaria estabilidad de hace cuatro años, antes del éxodo. “Esta guerra lo ha arruinado todo. Nuestros sueños, nuestra vida, las oportunidades de encontrar un trabajo. Nos han expulsado de nuestras casas, donde teníamos al menos para vivir. Sólo espero que Dios vea todo lo que hicieron”.