El miedo a hablar mal de Erdogan con el vecino
Andrés
Mourenza, El Pais, 18 JUN 2018
El
Gobierno turco ha usado de las prerrogativas del estado de emergencia para
encarcelar a activistas, cerrar asociaciones civiles y silenciar a la prensa
El presidente turco Erdogan y su mujer, Emine, en un acto de campaña en Estambul, este domingo. Erdem Sahin (EFE) / Video: Reuters-Quality |
Hace poco
más de un año, a Mehmet se le ocurrió mentar en público el nombre del
presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, con palabras no demasiado
biensonantes. Mehmet, llamémosle así, vive en un pueblo del extrarradio de
Estambul en el que la mayoría de sus habitantes vota a la oposición, pero donde
también hay un pequeño núcleo de emigrantes de la región del Mar Negro,
decididamente partidarios del presidente turco, cuya familia es oriunda de esa
zona. Uno de estos vecinos decidió dar parte a la autoridad sobre las palabras
de Mehmet y la policía se presentó de madrugada en su casa para llevárselo al
cuartelillo. “Ya no se puede ni criticar a Erdogan abiertamente porque hasta
tus vecinos pueden denunciarte” , se queja otro habitante del mismo pueblo en
la recta final hacia las elecciones turcas.
“Leyes
antiterroristas con una formulación muy vaga son utilizadas para criminalizar
las opiniones disidentes”, sostiene Amnistía Internacional (AI) en un reciente
informe: “Un espeluznante clima de miedo recorre la sociedad turca a medida que
el Gobierno utiliza el estado de
emergencia para reducir el espacio de quienes sostienen visiones
alternativas”. Desde que se instituyó esta legislación pocos días después del intento de
golpe de Estado de julio de 2016, 169.000 personas han sido
investigadas por la justicia, de las que más de 50.000 permanecen entre rejas
en espera de juicio. En bastantes casos se trata de personas directamente
ligadas al golpe o a la organización a la que se acusa de instigarlo, la
cofradía del predicador Fethullah
Gülen, pero muchos otros son simples activistas, sindicalistas,
periodistas o ciudadanos de a pie contrarios al Ejecutivo de Erdogan. Por eso
no extrañan las conclusiones de un estudio de la Universidad de Bilgi publicado
el pasado febrero: más de la mitad de los turcos no se atreven a expresar sus
opiniones sobre el estado de emergencia en público y solo uno de cada cuatro
opina sobre este tema en las redes sociales.
Unas
1.500 asociaciones y fundaciones han sido ilegalizadas, desde aquellas
adscritas al gülenismo a otras difícilmente vinculables a dicho movimiento
religioso, como la principal organización de defensa de los derechos del niño,
Gündem Çocuk, o 11 asociaciones feministas, entre ellas VAKAD, la única que se
ocupaba de dar protección a las víctimas de malos tratos en la ciudad oriental
de Van. Igualmente han sido clausuradas varias asociaciones de juristas, entre
ellas una que agrupaba a abogados de tendencia socialdemócrata y otra cercana a
la causa kurda.
Prominentes
defensores de los derechos humanos permanecen entre rejas, como el presidente
de la sección turca de AI, Taner Kiliç; el filántropo Osman Kavala; el abogado
Orhan Kemal Cengiz; o el activista Celalettin Can, exasesor del Gobierno
durante el proceso de
paz kurdo. Otros han sido detenidos y puestos en libertad tras meses
en prisión, pero aún siguen pendientes de juicio. Por ejemplo, Sebnem Korur
Fincanci, médico forense y presidenta de la Fundación Derechos Humanos de
Turquía (TIHV): “En casa tengo una pequeña maleta lista, por lo que pueda
ocurrir”, asegura en el informe de Amnistía. Eren Keskin, la habitualmente
audaz copresidenta de la Asociación Derechos Humanos (IHD), también reconoce
que mide sus palabras mucho más que antes: se enfrenta a 120 procesos
judiciales que van desde “insultar al presidente” a “propaganda terrorista” por
los que podría ser condenada a multas de 170.000 euros y a más de 30 años de
cárcel.
Este
miedo a terminar con los huesos en la cárcel hace que muchos se lo piensen dos
veces antes de llevar a cabo según qué actividades. “Vivimos una situación
difícil. Ahora resulta impensable que nos inviten a televisión a expresar
nuestras posturas. Pero si lo hiciésemos, probablemente se nos procesaría y nos
meterían en la cárcel”, explica el abogado de una asociación antimilitarista:
“Por eso tratamos de mantener un perfil bajo”.
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Temores
de fraude
Andrés
Mourenza
Durante
el recuento del referéndum del pasado años, en el que venció por un estrecho
margen la opción defendida por Erdogan de transformar Turquía en un régimen
presidencialista, la Comisión Electoral Suprema tomó una decisión
sin precedentes: todas las papeletas depositadas en las urnas serían dadas por
buenas aun cuando no llevasen el preceptivo sello que el presidente y los
vocales de mesa estampan en ellas antes de entregarlas al votante. La oposición
clamó tongo y protestó por lo que consideraba un amaño del resultado.
Esta vez,
sin embargo, la oposición no podrá alegar esta excusa si pierde los comicios,
ya que una reforma legal aprobada por la mayoría islamista del Parlamento
elimina la necesidad de que las papeletas vayan selladas. Algo que, según la
oposición, incrementa las posibilidades de un pucherazo electoral.
La
reforma legal también otorga mayor control a los funcionarios del Gobierno
sobre las mesas electorales, reduciendo el papel de los interventores de los
partidos políticos. Y facilita que los gobernadores puedan trasladar urnas y
colegios electorales hasta el último minuto por “razones de seguridad”. La
Comisión Electoral Suprema ya ha anunciado que cambiará la ubicación de varios
colegios electorales de la región kurda de Turquía, medida que afectará a 114.000
votantes.
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El estado
de emergencia confiere potestad para prohibir protestas y huelgas -algo de lo
que se precia especialmente Erdogan cada vez que da un discurso ante cualquier
organización empresarial- y otorga a los gobernadores provinciales, designados
a dedo por el Ejecutivo central, la facultad de vetar cualquier tipo de acto
que considere dañino para la “seguridad nacional”, lo que en la práctica se
traduce en aquellos contrarios al parecer del gobierno o a sus ideas. En
Ankara, por ejemplo, la Delegación del Gobierno ha prohibido
sine die todo tipo de acto LGTBI, pero también se han visto afectados actos de
los partidos opositores.
“Resulta
difícil imaginar cuán creíbles pueden ser una elecciones en un ambiente en el
que las voces disidentes y cualquiera que desafíe al partido en el poder es
severamente castigado”, criticó el alto comisionado de la ONU para los Derechos
Humanos, Zeid Ra'ad al Husein. Parecida opinión expresó la Asamblea
Parlamentaria del Consejo de Europa, que pidió a Turquía posponer los comicios
pues “es imposible celebrar elecciones genuinamente democráticas bajo el estado
de emergencia”. Críticas a las que Turquía, invariablemente, responde
tachándolas de estar “motivadas políticamente” y alegando que Francia “también
celebró elecciones
bajo estado de emergencia”.
Algunos
autores, como Howard Eissenstat, profesor de Historia de Oriente Medio en la
Universidad St. Lawrence de Nueva York, inscriben esta situación en el llamado
“autoritarismo
electoral”, regímenes en los que pese a la existencia de elecciones
periódicas, resulta imposible que gane la oposición. Como en Rusia o en Egipto.
Si bien Eissenstat reconoce que en Turquía los comicios son más limpios y
competitivos que en esos dos países, eso no quita que la contienda esté
desproporcionadamente desequilibrada hacia un bando.
Un
ejemplo es el mensaje que difunden los medios de comunicación. Según un estudio
del Consejo Superior de Radiotelevisión, en el mes siguiente a la convocatoria
de las elecciones los canales del ente público TRT dedicaron casi 80 horas de
programación a Erdogan y los partidos que lo apoyan, 7 horas al principal
partido de la oposición, el centroizquierdista CHP, y 18 minutos al derechista
IYI, cuya candidata podría colarse en la segunda vuelta de las presidenciales.
A los otros dos partidos con posibilidad de obtener representación
parlamentaria no se les concedió ni un sólo segundo en los informativos, pese a
que la ley exige un reparto equitativo de las noticias entre las diferentes
candidaturas.
Si bien
en algunos canales privados esta toma de partido no es tan acusada, el panorama
general no es mucho mejor, especialmente desde que el último gran grupo
mediático mínimamente crítico con el poder, el holding Dogan, fue vendido a un
empresario cercano a Erdogan bajo presión de las autoridades y apenas tres
meses antes de los comicios. Desde el inicio del estado de emergencia, 145
medios de comunicación han sido clausurados, más de 100.000 páginas web han
sido censuradas -incluidas de medios de comunicación legales- y más de 150
periodistas enviados a prisión. Y cuando altos tribunales como el
Constitucional o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos han exigido que fuesen
puestos en libertad -por ejemplo en el caso de los hermanos Mehmet y Ahmet
Altan- los juzgados de menor instancia han pasado olímpicamente, siguiendo las
directrices del Gobierno que pedían su continuidad en prisión.
Por todo
ello, Marc Pierini, antiguo embajador de la UE en Turquía, cree que estas
elecciones han sido “cuidadosamente diseñadas para una victoria de Erdogan”.
Pero, aún así, la oposición turca no ha perdido completamente la esperanza de
dar un vuelco a las apuestas. “Alcanzaremos el poder batallando este sistema
mediático. Si el embargo contra la oposición ordenado por Palacio continúa,
daremos los mítines frente a las sedes de los canales de televisión”, advirtió
al inicio de la campaña el candidato del CHP, Muharrem Ince.
Más difícil aún lo tiene el Partido de la Democracia de los Pueblos (HDP), el
más votado por los kurdos de Turquía y el tercero con mayor representación
parlamentaria. No sólo sus siglas están prácticamente ausentes del debate
mediático -excepto cuando Erdogan acusa al partido de “terrorista” por sus
lazos con el grupo armado PKK-, sino que su candidato a presidente, Selahattin
Demirtas, se halla en prisión desde finales de 2016 junto a otros diez
diputados opositores y decenas de cargos locales del HDP.