Y el diablo salió del espejo
PATRICIA ORTEGA DOLZ |
Silvina tenía 21 años, estudiaba en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires y, de vez en cuando, hablaba con voz de hombre.
Era “el purificador”: “Tenemos que limpiar la casa, hay que construirla mejor”. Convencida, y reafirmada en una academia de esoterismo (Transmutar), de que tenía que “ver más allá del diablo”, comenzó a comentar con su hermana mayor, Gabriela (27 años), y con su padre, Juan Carlos Vázquez (50 años), su idea de “depuración”.
Dejó de comer y de dormir. Y durante los días previos al asesinato ingirieron, los tres, un té con sustancias alucinógenas y hasta un líquido utilizado para limpiar suelos. Todo por “la purificación” —dicho con voz gruesa—.
Silvina, “esquizofrénica desde los 19 años”, según los psiquiatras forenses que analizaron el caso, envolvió a su familia —su madre había muerto unos años antes debido a una enfermedad—en su particular delirio. Los guió en la oscuridad de su casa de dos plantas del popular barrio de Saavedra de la capital porteña, que tenía las ventanas recubiertas con bolsas de basura negras. Ahí crearon las condiciones de posibilidad para saltar a otra dimensión. Y saltaron.
Lo que ninguno sabía entonces era que el resultado sería una muerte atroz, que la víctima sería el padre y que el sacrificio sería grabado por un cámara de una televisión argentina. Este es un caso de psicosis colectiva que pasaría a la historia como el crimen de Saavedra.
Ocurrió una mañana de finales del mes de marzo del año 2000. Bueno, en realidad ocurrió durante toda la noche y la madrugada de ese día 27, porque Silvina fue “desollando” —así lo recoge el informe forense— a su padre poco a poco con un cuchillo Tramontina, de esos que se utilizan para los asados.
Lo cogió de la cocina, justo después de que Juan Carlos rompiera de un puñetazo el espejo del pasillo de la segunda planta. Ese golpe fue el momento del salto: “Está poseído”, concluyó Silvina con su voz grave. El reflejo de sus imágenes sobre ese espejo fracturado los catapultó juntos a otra realidad.
Los rezos y los cánticos extraños de la casa “del dependiente de la ferretería”, como se conocía a Juan Carlos en el vecindario, se habían oído durante toda la noche. Finalmente, uno de esos vecinos, alarmado por los alaridos, llamó a la policía. Pero antes de que llegaran los agentes llegó un cámara de la televisión argentina que había escuchado la alerta por una frecuencia de radio interna.
Logró trepar por una terraza y colocó el visor en una rendija de una plancha de chapa que cubría el techo. Así fue como su vídeo se convirtió en “la prueba imparcial” del asesinato. Las espeluznantes imágenes, con la muerte en directo de Juan Carlos, nunca se hicieron públicas aunque algunos las vieron…
— “Váyanse de acá. Esto no es real. Ya le saqué el demonio a mi papá y ahora tengo que sacárselo a ella”, gritó Silvina con voz de hombre a los policías que, espantados, trataban de acercarse a la escena del crimen.
La escena era sobrecogedora. “Sangre en las paredes, en el suelo, en los muebles de cocina, en una botella de whisky y diluida en distintos recipientes. Velas y vasos con agua distribuidos por toda la casa. Excrementos y pis en el corredor. El agua que corría de las canillas y cirios… En un rincón, pelos cortados, pocillos con agua detrás de las puertas, folletos religiosos, una Biblia ensangrentada con versículos subrayados abierta en el salmo 120.
Sobre la mesa, un papel que envolvía restos de dulces y un disco de la Misa Criolla de Ariel Ramírez con la cubierta pringada de huellas dactilares rojas. Sobre un plato de madera, se encontró un almanaque de Transmutar con la imagen de una virgen y un pequeño retrato de una mujer en blanco y negro. Tendido sobre una mesa, en un desnivel entre la cocina y el salón, yacía el cuerpo desnudo de Juan Carlos que, con su mano derecha se agarraba a la columna de la escalera”.
“Su cuerpo había recibido un centenar de cortes, uno de los últimos le rasgó la carótida y lo desangró; otros, en su torso, dibujaban un círculo y un triángulo entrelazados. A su rostro desfigurado, además de los ojos le faltaban pedazos de carne. Silvina, también desnuda, hacía cortes sobre ese cuerpo y con voz masculina tronaba a los policías: ‘¡Váyanse! ¡Sal, Satanás! Deja el cuerpo de papá…’ Entretanto, Gabriela, semidesnuda, ensangrentada, se acurrucaba contra la pared, con sangre en las manos, golpes y cortes en el rostro y el cuello”, contó una de las personas que llegaron esa mañana y lograron ver lo que estaba sucediendo detrás de los cuatro cerrojos que encerraban los muros de la vivienda. Su versión fue confirmada por un forense. Hicieron falta cinco policías para reducir a Silvina, relató uno de ellos después. “Parecía una fiera”, aseguró.
“La explicación que dieron las hermanas del desollamiento de su padre es que el diablo se hallaba debajo de su piel”, asegura el prestigioso psiquiatra forense español Juan Matías Santos, afincado en Argentina desde hace años y buen conocedor del caso.
Diagnosticadas con esquizofrenia y síndrome pseudoesquizoide, respectivamente, Silvina y Gabriela fueron a parar al ala penal del hospital Moyano de Buenos Aires, un psiquiátrico muy conocido en Argentina. “Resultó evidente que Silvina padecía alucinaciones y que tenía un delirio muy estructurado, muy sistematizado, y una grandísima fuerza de convicción”, explica Santos. “La hermana mayor parecía sufrir entonces un cuadro tóxico por una posible ingestión de drogas”.
Cuando llegaron a Moyano, “ellas tenían recuerdos solo fragmentarios, al principio eran memorias delirantes, compatibles con el diagnóstico de la psicosis”, señala el médico forense, que asegura que se les sometió a un tratamiento con olanzapina y mejoraron, “en particular, la hermana mayor, porque Silvina era muy agresiva y tenía un alto nivel de peligrosidad, y tuvo que ser tratada con el antipsicótico más potente del que se dispone, la clozapina”, cuenta. “A día de hoy, está fuera, en la calle, y estudiando en la UBA, aunque vive —no sin dificultades— con su enfermedad”.
Las dos hermanas, calificadas como “enfermas psiquiátricas”, fueron declaradas “inimputables” con arreglo al artículo 34 del Código Penal argentino, y ninguna fue a prisión, aunque a sus vidas “de aislamiento e ignorancia” —en palabras de Santos— tuvieron que añadir el estigma de asesinas.
— Me creí lo que mi hermana me dijo, aseguró Gabriela, incapaz de explicar cómo había acontecido la muerte de su padre, cuando fue dada de alta en el hospital.
Nunca se pudo comprobar si ella colaboró en el asesinato de su progenitor, aunque sí que no había señales de que Juan Carlos opusiera una clara resistencia a su propia muerte. Aparentemente se dejó hacer toda clase de macabras perrerías, preso de ese delirio místico colectivo y, probablemente, “intoxicado por el té alucinógeno, deshidratado e hipoglucémico”. Buena parte de las cuchilladas las recibió de pie o arrodillado.
Gabriela salió a los tres meses del hospital y luego, con su licenciatura en Magisterio de Educación Física, se reintegró en la sociedad. Incluso, en una ocasión, concedió alguna entrevista para la televisión en la que aprovechó para pedir trabajo o para anunciar que estaba embarazada.