Argentina: una defensa de Milagro Sala
“¿Quién se creía que era esa india?” es la fórmula desquiciada de la condena a Milagro Sala por su doble identidad de género y de raza. Una negra alejada de los estereotipos “femeniles”, cultivadora de una androginia amenazante y capaz de imantar a miles de seguidores en nombre de la justicia social se vuelve intolerable. Su delito consiste en haber desafiado con cuerpo indígena y femenino las potestades patriarcales y reaccionarias en un territorio que ha suspendido el estado de derecho, dice Dora Barrancos.
Milagro Sala resultaba una amenaza para el establishment jujeño y su arbitraria prisión de casi un año así lo atestigua. Hacía mucho tiempo que los “poderes constituidos” se la tenían jurada y harían lo imposible por intentar acallarla y destruir, sin reparar en alevosías, la construcción colectiva que ha venido liderando desde hace muchos años.¿Acaso no se intentó matarla en una emboscada? Milagro encendió el odio recalcitrante de Gerardo Morales y su círculo aunque es necesario admitir que su estilo irreverente, su osadía reivindicativa, encendió muchas chispas más allá del moralismo y no hay duda de que incomodó también a otros segmentos. ¿Pero quien se creía que era esa india soberbia, que para colmo se ha salido de los estereotipos “femeniles” y por eso mismo parece cultivar una androginia amenazante? ¿Quién pretendía ser esa negra para imantar a miles de seguidores en nombre de la justicia social?
Con certeza Milagro construyó una identidad que remonta a las vicisitudes de un comienzo infortunado. Dejada a poco de nacer en un hospital, y con serios trastornos de salud, fue atendida por quien decidió ser su madre adoptiva. A menudo Milagro sostiene, sin mengua de tono enfático, que sus padres le dieron todo lo que podían y que le prodigaron una buena educación, con mucha rectitud, tal vez suturando la honda herida que significó haber conocido, en plena adolescencia, que había sido adoptada. Este descubrimiento la inundó de ira: dejó su casa y se arrimó a experiencias de márgenes. Por bastante tiempo rodó por la vida, y hasta fue a parar por meses a un calabozo.
Descenso en el infierno, ese ciclo fue sin embargo una revelación, como si la adversidad la tornara resiliente, de ese fondo emergió una nueva criatura que encontró identificación y destino en las otredades sufrientes y humilladas de su comunidad. Fue seguramente en ese tránsito que adquirió resonancia su identidad racial y de clase. Nacía así, de esa nueva subjetividad, el ser politizado que adhirió a una iconoclasia colectiva y asombrosa competencia carismática -cada vez más irresistible- cavada en la intransigencia, en la celebración de sus orígenes indígenas, en la insolencia de mostrar que la pobreza y la marginación eran producciones de sociedades injustas e inequitativas.
Ancló con fuerza en el peronismo de los orígenes que revivió como revulsivo y revolucionario –sobre todo por la figura de Evita–, mientras el menemismo lo conducía a la dársena de una inversión completa de estos sentidos. Fue aglutinando con militancia persistente a la masa de excluidos, al conjuro de imaginarios que conectaban la resistencia a las políticas devastadoras de los ‘90, con la epopeya legendaria de Tupac Amaru, mediados por el soporte imperativo del Che Guevara. No en vano los tanques de agua de aquel mar de casas construidas por la Organización Barrial Tupac Amaru ostentan en lo alto los perfiles de las tres figuras radicales de la sustentabilidad ideológica del movimiento: Evita, Tupac y el Che.
Con certeza, la Tupac hizo muchísimo más que el estado jujeño en estos años. La insolencia de su reto sólo puede ser justipreciada por las denostaciones acerca de la falta de probidad en la administración de los recursos distribuidos entre tanta pobreza de rostro indio. Cuando el gobernador Morales sintetiza su iracundia contra Milagro y la obra que produjo colectivamente en el sentencioso enunciado “¡Se robaron todo!”, escamotea la evidencia de que algunos se quedaron fuera del negocio de la construcción, sustituidos por la actividad cooperativa que ahorró millones de pesos que fueron destinados a otros emprendimientos sociales. La Tupac se convirtió en una agencia redistributiva y sin duda fue una apuesta de las políticas inclusivas de la era kirchnerista en manos de los propios agentes comunitarios.
Pero no quiero referirme al movimiento y a la empresa que empinó a miles de familias que hasta pudieron disponer de balnearios que imitaban paraísos caribeños, ahora suspendidos porque seguramente resulta intolerable la insolencia con que se puede exhibir el “derecho a tener derechos” por parte de los pobres. Por ocasión del viaje que hicimos a Jujuy miembros del grupo CyTa, y en su nombre, para abrazar a Milagro en el penal donde está detenida, algunos observadores locales que compartían con nosotros el paisaje desolador de las piscinas casi agrietadas en Alto Comedero dijeron casi en suspiro: “Le quitan todo a los pobres”.
Pero me sustraeré a la enumeración de los emprendimientos tupaqueros ahora en grave riesgo porque deseo poner en foco a la protagonista principal, a Milagro Sala.
Volveré sobre algunos presupuestos acerca de la persecución que la gobernanza de Gerardo Morales ha desatado contra Milagro Sala y sus compañeras y compañeros. He propuesto al inicio de esta nota, bajo el interrogante ilocutivo “¿quien se creía que era esa india?”, la fórmula desquiciada de la condena por su doble identidad de género y de raza. Hay una suerte de exacerbación del doble lazo pues es inaceptable que una india se arrogue un liderazgo de tamaña contundencia. Se trata de una aborigen alzada y maligna que ha tenido el descaro de hacerse potente y de fungir como la gran Evita, con los recursos que se le han prodigado. La imagen vituperada de Milagro no puede dejar de estar asociada a Evita, antecedente de la transgresión femenina en la arena política que a menudo fermenta en el argumento visceral de quienes rechazan a las poblaciones de tez oscura.
Pero deslindemos en primer lugar la condición de mujer de Milagro que está en el fondo de la impugnación que le dedica buena parte de la sociedad jujeña. En verdad, es esa sociedad la que se ubica en el centro del problema porque estoy segura de que la estigmatización proviene de varios estamentos jujeños, y lamentablemente hasta no faltan los de extracción popular.
Hay un juego truculento en la opinión condenatoria de Milagro porque se trata de una mujer que al mismo tiempo parece abdicar de la condición femenina del figurín patriarcal, y no sólo porque es insumisa, sino porque sus atributos físicos y su apariencia se apartan del clásico semiológico “lo femenino”. Parece paradójico aunque no lo es tanto: al final esa mujer, que según sus obsesionados opositores contradice la esencia femenina, es más peligrosa, y casi coincide de modo especular con alguna entidad de un arcano siniestro. Una mujer que tiene las condiciones del liderazgo del varón es una inversión de los sentidos esenciales, y lo es más porque se empeña en desentonar con la expectativa del estereotipo.
La operación de afrentar es la misma, aunque los términos de lo que se supone “lo femenino” sean antagónicos con lo que ocurre en relación a Cristina Fernández de Kirchner. En la ex presidenta es el acicalamiento que subraya la identidad de género lo que incomoda y lo que se hostiga.
Como se ve, es lo enérgico determinante de una mujer lo que pone en vilo a estructuras dominadas por el conservadurismo patriarcal. Esa potencia para cambiar la realidad, se sabe muy bien, ha llevado a Milagro a estar directamente involucrada con acciones de control para impedir que la droga se instale en Alto Comedero. ¿Puede ignorarse el malestar que produce en determinadas pústulas sociales que esta india, de modo resuelto, se haya entrometido en la cadena de distribución? Se sostiene que esa acción también la ha enfrentado con propios, me refiero a gente de coincidencia identitaria en materia de piel y de clase con la que Milagro ha sido implacable. Hay aquí otra arista del acorralamiento a la flamígera Milagro.
Y, por último, vayamos por el deslinde del racismo entrañable que la condena. Resulta una evidencia empírica que, aún en sociedades mestizadas como la jujeña, se expresan sentimientos despreciativos hacia la población indígena, la “negrada”, como se alude de modo despectivo y con vastedad imprecisa. Y frente a ciertas emisiones, no deja de ser una suerte de autoimpugnación de los orígenes.
Y no son sólo los insulares grupos blancos jujeños (¿existe esa pureza?) quienes reprueban a nuestra coya insurgente. La discriminación xenófoba compromete también a gente que difícilmente podría eludir antecedentes indígenas. De la misma manera que no podría sortearse, aunque se intentaran pruebas atroces de “limpieza étnica” (¡por Dios, no demos ideas!), la conformación multiétnica de nuestro norte debido a los acendrados vínculos, del pasado remoto y del presente, con la hermana Bolivia. No escapa que se asiste a un reverbero de la discriminación: donde menos se piensa, iguales en clase y etnia se sienten diferentes.
Las crisis son un atolladero para los sentimientos de identidad y reciprocidad. Las crisis aumentan la sordidez y con ellas viene a tono el virus individualista por el que las gentes se convencen que nada deben al colectivo, que lo que tienen lo han logrado por mérito propio y se tornan inmunes a las apelaciones políticas comunitarias.
Milagro y su organización hicieron construir en el centro de Alto Comedero una réplica atenuada del Tihuanaco bajo la advocación de las deidades incas, aunque no puede dudarse de cierta hibridación en la composición sacramental. Se trata de una evocación que funge también como territorio de identidad racial, como necesaria recuperación cotidiana de la fuente originaria más allá de los mestizajes.
Milagro de manera explícita se referencia en la Pachamama, y estoy segura de que lo hace desde un doble cauce: desde la espiritualidad que la potencia y desde la materialidad social que alimenta sus convicciones igualitarias. Cuando la abrazamos en la prisión ominosa, que no podrá con su genio ni con su gravitación – aunque se le haya aplicado el castigo de proscripción para la dirigencia social–, corroboramos una vez más que su delito consiste en haber desafiado con cuerpo indígena y femenino las potestades patriarcales y reaccionarias en un territorio que ha suspendido el estado de derecho.