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Mauritania: el precio de la seguridad en el Sahel

por Pablo Moral, El Orden Mundial, 3 noviembre 2016. En medio de una región muy convulsa, la Mauritania de Abdelaziz ha logrado ganarse la confianza y el apoyo de la comunidad internacional en materia de seguridad, algo que contrasta con su déficit interno en materia de derechos humanos. Esto sitúa a sus aliados internacionales en una disyuntiva entre estabilidad o democracia, que resuelven optando por la opción más pragmática para sus intereses. 

JOE PENNEY/Reuters/Corbis
Entre el Magreb y el África subsahariana, haciendo de bisagra entre el mundo árabe del norte y el negro del sur, se encuentra Mauritania, un país colmado por el desierto del Sáhara cuya población se concentra principalmente la parte meridional del país, en la cuenca del río Senegal. Descendientes de los almorávides, que un día dominaron la mayor parte de la península ibérica, la población mauritana es una interesante combinación de tribus negro-africanas dedicadas principalmente al pastoreo y la agricultura sedentaria, con gentes de etnia mora blanca, mezcla árabe y bereber, que constituyen alrededor de un tercio de la población, y con los moros negros o haratines, que suponen alrededor de la mitad. La raza y el linaje no son baladíes en Mauritania, donde se ha perpetuado una sociedad de castas rígidamente estructurada que todavía hoy sobrevive y que hasta 2014 hacía que el país ostentase el deshonor de ser el que poseía un mayor porcentaje de población esclava en el mundo.
La gran extensión de este país, que posee casi dos veces el tamaño de su antigua potencia administradora, Francia; su pequeña y dispersa población —está entre los países menos densamente poblados del mundo—, y su ubicación geográfica en una región crónicamente convulsa por la presencia de organizaciones terroristas como Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI) y que además es zona de tránsito para todo tipo de tráficos ilícitos hacen que se encuentre bajo amenaza permanente. Recientes experiencias previas, tanto en la región —como la caída del norte de la vecina Malí en manos de yihadistas en 2012— como en el país, que no ha estado exento de atentados terroristas ni de crisis de inmigrantes subsaharianos con Europa como destino, dan muestra de la importancia que tiene que este país se consolide como un Estado sólido y fiable; de hecho, sobre esta condición descansa su legitimidad tanto dentro como, sobre todo, fuera de sus fronteras.

La calma en el ojo del huracán

La estabilidad es una gran desconocida en Mauritania. Desde su independencia en 1960, la corrupción, la inseguridad, la desigualdad y la pobreza estructural han sido el pan de cada día en un país en el que se han ido sucediendo Gobiernos golpistas que poco han favorecido el avance hacia una nación más justa y próspera. Solo en la última década ha habido dos golpes de Estado propiciados por el actual presidente, Mohamed Uld Abdelaziz. En 2005, Abdelaziz, por entonces general del ejército, acabó, junto al coronel Ely Ould Mohamed Vall, con veinte años de mandato del presidente Taya, y se abrió un periodo de transición que acabó con la elección de Sidi Mohamed Abdallahi en las primeras elecciones libres y multipartidistas de Mauritania, celebradas en 2007. De poco iba a servir el logro, dado que en 2008 Abdelaziz daría otro golpe de Estado, ante el estupor de la comunidad internacional. La situación desembocaría en la convocatoria de nuevas elecciones, que iban a dejar al propio Abdelaziz de presidente, no sin protestas de una oposición que denunció irregularidades, algo no compartido por la comunidad internacional, que las aceptó como satisfactorias. Sea como fuere, Abdelaziz se hizo con el mando del país y se reafirmó en la presidencia tras ganar las últimas elecciones en 2014, las cuales quedaron boicoteadas por la oposición.
A pesar de tan controvertido pasado, es cierto que Abdelaziz se ha ganado el respeto no solo de un sector importante de la población mauritana, que lo ve como una figura protectora de los intereses nacionales, sino también —y sobre todo— de la comunidad internacional en general y Europa en particular. Abdelaziz ha sabido ganarse la imagen de ser un aliado fidedigno en la lucha contra los males que podrían salpicar al Viejo Continente, como el narcotráfico, el terrorismo o la inmigración irregular. Como ejemplo ilustrativo, cabe señalar el caso de España, que en este último aspecto ha mostrado un interés muy especial. Adoptando un enfoque pragmático al anteponer la seguridad a la democracia, con la llegada de Abdelaziz se invirtieron más de 200 millones de euros en cooperación, destinados en buena medida al refuerzo policial y a incentivos económicos con el fin de aminorar las conocidas como crisis de los cayucos, que tuvieron su cima entre los años 2006 y 2008 —coincidiendo con la incipiente y efímera democracia mauritana—, cuando desde Mauritania zarpaban miles de subsaharianos con destino a las islas Canarias, a unos 800 kilómetros de la ciudad de Nuadibú. En vista del rédito obtenido en materia de inmigración irregular, no es de extrañar que España fuera el primer país tras Marruecos en felicitar a Abdelaziz cuando este ganó las controvertidas elecciones de 2009.
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En cuanto al tráfico ilícito de mercancías, es preciso señalar la posición mauritana como ineludible país de tránsito para flujos de cocaína, procedentes de América Latina con destino a Marruecos y Europa, y de cannabis, procedente en su mayoría de Marruecos hacia Oriente Próximo. Igualmente, no es desdeñable el tráfico de armas ligeras, que entran en el país desde el norte y el oeste, una actividad que se vio dinamizada tras la caída de la Libia de Gadafi y el posterior caos en el que se sumió el país. En lo que al terrorismo se refiere, Mauritania se encuentra envuelta por un auténtico avispero en el que pululan con relativa facilidad varias redes terroristas, que se favorecen, además del negocio del contrabando, de la porosidad de las fronteras y las dificultades de los Estados de la región para controlar todos sus territorios eficazmente. En el caso mauritano, podemos destacar a tres.
La primera de ellas es una organización autóctona mauritana, Ansarou Allah o Simpatizantes de Dios, cuya acción más destacada fue un ataque a la embajada israelí en 2008. Las otras dos son redes internacionales que se han infiltrado en Mauritania con el objetivo de extender su poder e influencia por el Sahel. Este es el caso de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), que hasta 2007 era conocida como Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC), y Ansar al-Sharia, también presente en Libia, Túnez o Marruecos, y que en Mauritania, donde apareció en 2013, se hace denominar Ansar al-Sharia en las tierras de Bilad Shinqit. Es, sin embargo, AQMI la que ha causado mayores estragos en el país sahariano, donde desde 2007 hasta 2011 llevó a cabo una actividad frenética, con más de una decena de atentados que dejaron docenas de muertos. Los objetivos fueron varios, destacando dos ataques —uno de ellos frustrado— a la embajada de Francia, país que sufrió la pérdida de cuatro turistas en otro atentado, además de comisarías de policía, cuarteles del ejército y el secuestro de tres cooperantes españoles en noviembre de 2009. No obstante, es cierto que la actividad terrorista cesó a partir del verano de 2011, fecha del último ataque reivindicado por AQMI.
La repentina interrupción del terrorismo en Mauritania contrastó con el caos imperante en la región. Sin ir más lejos, la vecina Malí, con la que comparte 2.237 kilómetros de frontera, sufrió en 2012 una revuelta secesionista protagonizada por los tuareg en el norte, que acabaría siendo secuestrada por organizaciones fundamentalistas como Ansar Dine, la propia AQMI o una de sus escisiones, el Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental (MUYAO), las cuales finalmente se hicieron con el control del territorio. Esta situación provocó la intervención del ejército francés en la zona, al que apoyaron militarmente varios países europeos y numerosas naciones africanas en una intervención impulsada por la CEDEAO, una organización que Mauritania abandonó en 2001. A pesar de ello, pudo resultar llamativa por entonces la no involucración de las fuerzas mauritanas en un conflicto tan próximo y susceptible de conllevar repercusiones para su propia seguridad.
Hay varias razones que explican la disminución de la actividad terrorista en Mauritania. En primer lugar, la ayuda extranjera proveniente de países como Francia, Estados Unidos, España o Marruecos, que han reforzado la cooperación policial, la profesionalización y adiestramiento del ejército y el control de las fronteras con cantidades nada desdeñables de dinero. En segundo lugar, el compromiso y determinación mostrados por el Gobierno de Abelaziz en su lucha contra la radicalización y el terrorismo islamista, que ha puesto el cerco en determinadas mezquitas y otros posibles focos de radicalización y ha perseguido a los yihadistas a través de unos cuerpos de seguridad más modernizados y eficaces gracias a la ayuda extranjera. Y, en tercer lugar —y este es un punto muy controvertido—, existen sospechas de que Abdelaziz firmó un pacto de no agresión con AQMI en 2011 por el cual los yihadistas se comprometían a no llevar a cabo ninguna acción violenta en Mauritania a cambio de que el Gobierno no realizara ningún ataque en su contra, liberara a determinados presos y, además, pagara una cifra situada entre los diez y veinte millones de euros anuales para la prevención de secuestros de turistas extranjeros. Estas sospechas están fundadas en los documentos que la inteligencia estadounidense se incautó en la redada que acabó con la vida de Osama bin Laden en 2011, en los que efectivamente parece demostrarse la existencia de estas negociaciones entre el Gobierno mauritano y Al Qaeda, aunque no llegan a esclarecer si el acuerdo se llevó a cabo.

Entre el crédito internacional y las carencias domésticas

Con o sin la ayuda de este pacto, lo cierto es que Mauritania ha sido en estos últimos años una excepción en la región en su ausencia de acciones de grupos fundamentalistas; si a esto se le suma el descenso de la inmigración irregular hacia Europa y de los niveles de contrabando, el resultado es que Abdelaziz se ha ganado con creces la confianza de los países de su entorno y de los todopoderosos Unión Europea y Estados Unidos. Este respaldo internacional basado en la imagen, un tanto superficial, de ser un país sólido, capaz de solventar las amenazas para su seguridad y contribuir a la estabilidad regional, le ha permitido además ganar un cierto peso en el escenario internacional y jugar un papel más activo —dentro de las limitaciones inherentes a ser un país tan pequeño en lo que a población e influencia se refiere—.
Ejemplo de ello fue la pasada cumbre de la Liga Árabe, que por primera vez se celebró en Mauritania, concretamente en su capital, Nuakchot, tras la renuncia a albergarla de Marruecos. También sirve de ejemplo la firmeza exhibida por el Gobierno mauritano en las negociaciones del nuevo acuerdo pesquero con la UE, que estará en vigor para los próximos cuatro años y que a prioricontiene cláusulas bastante beneficiosas para los saharianos. La Unión Europea desembolsará un total de 59 millones de euros al año para que sus barcos puedan faenar en aguas mauritanas y, de paso, para contribuir al desarrollo del sector pesquero del país. Pero no solo de su entorno regional viven los mauritanos. Desde que el país sahariano comenzara a sacar provecho de sus yacimientos de petróleo allá por 2006, China puso sus ojos en él y se ha convertido, con mucha diferencia, en su principal cliente y proveedor comercial. Además, esta buena sintonía sino-mauritana, que ha superado dos golpes de Estado, va mucho más allá de lo comercial, dado que el gigante asiático, en su conocido enfoque win-win, ha accedido a financiar los proyectos más importantes realizados en  Mauritania en los últimos años, que han favorecido la modernización del país, incluyendo carreteras, hospitales, la ampliación del puerto de Nuakchot y un aeropuerto internacional en la misma ciudad, inaugurado precisamente para la cumbre de la Liga Árabe.
El presidente de Mauritania, Mohamed Uld Abdelaziz, con el primer ministro chino, Li Keqiang, en su visita al país en 2015. Fuente: Gobierno de China
El presidente de Mauritania, Mohamed Uld Abdelaziz, con el primer ministro chino, Li Keqiang, en su visita al país en 2015. Fuente: Gobierno de China
No obstante, todos estos avances de fronteras para fuera deberían ser refrendados con el progreso en muchos ámbitos del interior. El país sigue adoleciendo de carencias muy graves que no acaban de mitigarse, y una de las más flagrantes es el déficit en el terreno de los derechos humanos. Mauritania es un país que continúa teniendo una sociedad estrictamente jerarquizada, en la que la distribución de la riqueza es muy desigual dependiendo de la etnia a la que se pertenezca. A pesar de los ligeros y lentos avances en este ámbito, las posiciones de poder e influencia en el país siguen siendo dominadas mayoritariamente por los moros blancos, que han permanecido en la cúspide de la sociedad. La esclavitud, prohibida desde hace décadas pero solo criminalizada desde 2007, ha continuado siendo una práctica habitual en el país ante la connivencia del régimen, que más allá de las medidas adoptadas de cara a la galería tampoco se ha afanado en exceso por perseguirla: hasta hoy, solo ha habido una condena de seis meses de cárcel a un dueño de esclavos en 2011. Todo ello a pesar de que efectivamente se han producido avances legislativos en este ámbito: en 2012 se reconoció la esclavitud como un crimen contra la humanidad, en 2013 se creó la Agencia Nacional contra los Vestigios de la Esclavitud, la Integración y la Lucha contra la Pobreza y en 2015 se elevaron las sanciones a los amos, si bien no se han llegado a poner en práctica.
Estos progresos, sin embargo, no parecen satisfacer ni acallar a la fuerte oposición, y la agitación social sigue estando a la orden del día. Poco a poco, la sociedad mauritana, víctima de las restricciones en cuanto a libertad de expresión y asociación pero más consciente que nunca de sus problemas, está consiguiendo poner en apuros al Gobierno mauritano y, de paso, sacar a relucir su arbitrariedad encubierta; sirvan de ejemplo los ocho activistas antiesclavitud que fueron encarcelados en 2014 por reivindicar el fin de este crimen o los trece que han sido condenados a quince años de cárcel el pasado mes de agosto. No obstante, las cifras de la esclavitud en Mauritania invitan moderadamente al optimismo, dado que la organización Global Slavery Index en su último informe de 2016 ha concluido que el número de esclavos en Mauritania se ha reducido hasta los 43.000 y que ahora suponen un 1% de la población del país, lejos del 4% que calcularon en 2014 y que colocaba a Mauritania como el país con un mayor porcentaje de población esclava del mundo. El estrechamiento del cerco jurídico, la mayor visibilidad y concienciación social y el rol de centenares de mezquitas que han difundido la censura de esta práctica desde 2015 han contribuido a esta drástica disminución. Aun así, resulta obvio que queda todavía un largo camino por recorrer para que este mal desaparezca definitivamente.
Hasta 2014, Mauritania era el país con mayor porcentaje de esclavos. La situación ha mejorado sustancialmente en 2016. Fuente: Global Slavery Index
Hasta 2014, Mauritania era el país con mayor porcentaje de esclavos. La situación ha mejorado sustancialmente en 2016. Fuente: Global Slavery Index

La seguridad como garantía de futuro

La esclavitud no es el único asunto pendiente de la sociedad mauritana. La corrupción sigue siendo un mal endémico que alcanza tanto a la esfera pública como a la privada y el día a día en el ámbito de la seguridad, con oficiales aceptando sobornos a cambio de no penalizar actividades ilícitas. En la larga lista de defectos nacionales también figuran el enorme peso de la economía sumergida y la ineficiencia del sistema educativo. Mala educación, pobreza estructural y desempleo juvenil son los elementos de un amargo cóctel que suele resultar propicio para el reclutamiento y radicalización de jóvenes que no encuentran otra salida a su desafección.
Resulta innegable que Mauritania ha crecido en los últimos lustros en cuanto a importancia estratégica y visibilidad internacional. Su presidente, Abdelaziz, se ha mostrado hábil a la hora de presentarse como un mandatario de garantías y ha sabido ganarse la confianza de aliados estratégicos en el exterior, lo que apuntala su legitimidad como líder de un país aún con un largo camino por recorrer en materia de libertades, democracia y derechos humanos. Los avances en estos ámbitos deberán marcar la línea a seguir por parte del Gobierno mauritano, cuyos esfuerzos no hay que infravalorar, pero que se deben traducir en transformaciones palpables. Las potencias extranjeras, ávidas a la hora de apoyar al régimen en su lucha contra las amenazas que podrían repercutirles, no han demostrado tanta implicación en hacer que el país avance hacia una sociedad más justa e igualitaria, sino que más bien han optado pragmáticamente por la conservación de unstatu quo que les está reportando un rédito muy positivo en materia de seguridad a sabiendas de que Mauritania es un pilar fundamental en la estabilidad de una región en permanente riesgo de ebullición y, por tanto, susceptible de convertirse en un nuevo foco de inseguridad para Europa.