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La Corona española y el servicio de Inteligencia

Rafael Fraguas 03/09/2020
Las conductas crematísticas de Juan Carlos de Borbón recientemente investigadas por la justicia de Suiza y de España han hecho aflorar un aspecto hasta ahora desconocido, pero cardinal, en la vida política española: las relaciones que ha mantenido durante años la Corona, encarnada en la figura del Rey, con una importante institución pública, el Centro Nacional de Inteligencia, CNI.

Se trata del principal de los servicios secretos españoles. Su director durante una década y hasta hace un año, ha sido el teniente general Félix Sanz Roldán, hoy jubilado. Sus predecesores en el cargo mantuvieron relaciones semejantes con el titular de la Corona.

Con más de 3.500 miembros y un presupuesto conocido estimado en 282 millones de euros anuales (unos 4.000 millones de las antiguas pesetas), más una partida desconocida, medida en millones de euros, para gastos reservados, la función sustancial que la ley fundacional del CNI, que data de 2002, atribuye al organismo estatal de Inteligencia es la de facilitar informaciones contrastadas, analizadas, evaluadas y transformadas en conocimientos necesarios para la adopción de decisiones políticas certeras por parte del Gobierno de la Nación.
Así, pues, tan importante organización de la Administración estatal despliega, casi siempre de manera secreta, tareas vinculadas a la obtención y análisis de informaciones relevantes, que el servicio de Inteligencia entrega puntualmente a quienes deciden políticamente. Como todas las organizaciones semejantes, se sirve de técnicas del espionaje, el contraespionaje y se aplica a determinadas acciones encubiertas –visadas por un juez especial-, funciones que desarrolla secretamente con una impronta activa y defensiva versada, sobre todo hacia el exterior, con flecos interiores, regidas por una directiva anual de Inteligencia que redacta el Gobierno.
Hemos de recordar, no obstante, que las decisiones políticas competen sustancialmente al Gobierno, que no a la Jefatura del Estado, cuyo titular es el Rey de España, según la carta constitucional. La vigente Constitución española de 1978 en su artículo 56, convierte al Jefe del Estado en inviolable e irresponsable ante la ley -mientras ejerza tal jefatura-, que se extiende también a la jefatura de las Fuerzas Armadas. Genéricamente, le asigna funciones de la más alta representación del Estado español, como es usual en otros Estados.
Con una lectura sui generis de estos preceptos en clave de diplomacia, Juan Carlos de Borbón se auto-asignó la tarea de ejercer de enlace y mediador entre grandes empresas españolas –aunque entre su accionariado figurasen ciudadanos de treinta patrias- , con intereses globales, a las que él ponía en relación directa con jefes de Estado y de Gobierno y hombres de negocios particulares muy influyentes. Y ello gracias a la voluminosa agenda de contactos de calidad en poder del Rey de España. Tal intermediación, encaminada hacia el logro de contratas y negocios varios, cristalizó en distintas obras públicas y transacciones financieras privadas, de gran envergadura, capitalizadas por grandes empresas y consorcios supuestamente españoles. De ello derivaron, no obstante, pingües regalos de Estado y otros particularizados para el Rey, contabilizados en millones de euros. La inviolabilidad regia, constitucionalmente establecida, cubría tales hechos bajo un prieto manto de silencio, cobertura de la que necesariamente el CNI debía estar, al menos, informado.
Sin embargo, tales prácticas prosiguieron cuando Juan Carlos de Borbón perdió su inviolabilidad tras abdicar en su hijo, Felipe VI, en 2014, a consecuencia del escándalo posterior a haberse revelado dos años antes pormenores de una costosa cacería de elefantes en Botswana -45.700 euros regalados por un jeque árabe amigo- que, en plena estela de la crisis económica de 2008, afectó de lleno a la reputación del entonces Rey. En aquella ocasión, Juan Carlos I se rompió una cadera y tuvo que ser evacuado desde la selva africana hasta Madrid por intercesión de Corinna Larsen Sayn zu Wittgenstein, su amiga íntima entonces y compañera habitual en algunas misiones oficiales. Hechos posteriores a la abdicación indican la existencia de supuestos cobro de comisiones, en torno a 100 millones de euros, presuntamente ilegales, por parte del ya ex rey, conductas que están siendo investigadas por la justicia en Suiza y en España.
Por su parte, desde la dirección del CNI -y del organismo antecesor hasta 2002, el CESID-, se asumió -de una forma igualmente sui generis– una anómala actitud, mezcla de supervisión-vigilancia-protección-encubrimiento, de los actos surgidos en el entorno del titular de la Corona que, presumiblemente, pudieran erosionar y dañar a la institución y, en teoría y por derivación, la imagen o la seguridad de España.
En base a esta consideración, el CESID organismo de Inteligencia precursor del CNI, había observado de cerca los pasos de Juan Carlos de Borbón y sus nexos, entre otros, con un personaje de la jet set mallorquina, el príncipe georgiano Tchokotúa, considerado como una de las amistades peligrosamente cosmopolitas que el Rey frecuentaba. Asimismo, el servicio de Inteligencia, a partir de los años 90, había seguido el rastro de alguna cortesana cuyo lecho frecuentara el entonces Rey. El organismo estatal habría espiado -y supuestamente presionado- a tal dama para evitar el presunto daño que el desvelamiento de tales relaciones pudiera causar en la reputación y en la seguridad del Jefe del Estado y, por extensión, en la de España. Algunas filmaciones comprometedoras siguieron circuitos hacia ninguna parte; se desconoce si mediaron dineros –y quien los pudo aportar- para lograr que los fotogramas se desvanecieran.
Posteriormente, el CNI desplegó un equipo técnico específico para revisar las comunicaciones de una empresa montada en Palma de Mallorca por el yerno del Rey, Iñaki Urdangarín. Su negocio, en realidad una oficina de influencias, consistía en gestionar y obtener aportaciones económicas de distintas entidades oficiales y privadas, que conseguía merced al respeto o bien al temor que infundía el parentesco del titular de la oficina con el Jefe del Estado. De tal manera, Urdangarín, campeón olímpico de balonmano, esposo de la Infanta Cristina, obtenía dinero fácil y copioso para sus proyectos. Pese a las manifiestas ilegalidades en las que ya estaba incurriendo, el CNI revisaba mensualmente las comunicaciones de la oficina mallorquina y las encriptaba para impedir filtraciones.
Entonces, más que denunciar la ilegalidad que se cocinaba puertas adentro de aquella oficina entre 2003 y 2006, años en que Urdangarían ofició como responsable de aquel tinglado, el CNI mantuvo silencio. Pero las actividades ilegales de Urdangarín le acarrearían el ser juzgado y condenado a pena de 5 años y 10 meses de prisión, que cumple en un penal abulense; además, por decisión expresa del ya Rey Felipe VI, sería apartado de la Familia Real junto a su esposa Cristina, hermana del nuevo Rey e hija menor de Juan Carlos de Borbón y de Sofía de Grecia.
Las cosas se complicaron más todavía –también los nexos del CNI con el entonces Rey- tras las revelaciones de actividades financieras, inmobiliarias y movimiento de capitales, con sospechas fundadas de blanqueo en paraísos fiscales, atribuidas a Juan Carlos de Borbón después de su abdicación en 2014. Durante esa etapa, Corinna Larsen, empresaria germana, que llegó a figurar en el séquito de Juan Carlos I en distintos viajes a Estados árabes donde el rey poseía relevantes amistades, mantenía su relación sentimental con el Jefe del Estado español. La relación se veía rubricada mediante estrechos nexos económicos y financieros de dudosas características, que el Centro Nacional de Inteligencia conocía. El vínculo entre los amantes fue tan estrecho que ella había llegado a disponer, incluso, de la casa de un guardés, en el Monte de El Pardo, apenas a unos minutos de la residencia real en el mismo bosque de la enorme finca de Patrimonio Nacional que rodea al palacio de la Zarzuela.
Ruptura
Cuando el Rey se rompió la cadera en la mentada cacería del país africano, Corinna se volcó en cuidarle y dirigió su traslado en un jet privado hasta Madrid, gesto que afianzó el afecto mutuo. Una vez instalado en una clínica madrileña, presiones del aparato de seguridad en torno al jefe del Estado –en las que presumiblemente influyó el CNI- la apartarían de malos modos de su lado, lo cual incomodó sobremanera a la empresaria alemana. A partir de aquel episodio, simultáneamente a la revelación de lo sucedido, comenzó a deteriorarse la relación entre Juan Carlos y Corinna.
Poco después, ella denunció amenazas, incluso relativas a su seguridad personal y hacia la de su hijo Alejandro, por parte del director del CNI, supuestamente emitidas cara a cara por Sanz Roldán en Londres. Por mediación de un hombre que fuera uña y carne del ex presidente del Gobierno, José María Aznar, llamado Juan Villalonga -nombrado en su día por aquel, director de Telefónica-, Corinna entró en contacto con el ex comisario de Policía, José Manuel Villarejo. Este ex policía fue muñidor de un aparato parapolicial de información –de remoto origen sindical policial- dedicado a conseguir informes sobre actividades y características de numerosas personalidades y entidades vinculadas a la élite política, económica, bancaria y social; la organización de Villarejo, desde mucho tiempo antes, había recibido encargos desde distintas y plurales instancias oficiales, que él aplicadamente satisfacía, eso sí, guardándose testimonios grabados de cada encuentro, por lo que pudiera ocurrir ulteriormente. Otras muchas personas, también adscritas a la élite, acudían a Villarejo para conseguir informes sobre sus rivales políticos, financieros o bancarios.
Soterradamente, por distintas causas, sectores policiales y del servicio de inteligencia libran desde tiempo atrás una sorda lucha competencial relativa a cuestiones de información, que algunos han visto proyectarse en el enfrentamiento entre Villarejo y el ex director del CNI, Sanz Roldán. El primero permanece en prisión desde 2017 a la espera de juicio. Pero desde allí sigue filtrando -a medios de dudosa reputación- informaciones que en su día obtuvo de aquellos encargos acometidos desde empresas pantalla que él mismo regentaba. Félix Sanz Roldán, tras jubilarse hace un año, ha sido fichado por Iberdrola como asesor internacional. ¿Un movimiento de caución por lo que pueda sobrevenir?
Posteriores otras informaciones y declaraciones sacaron a la luz nuevos testimonios y supuestos datos sobre un entramado de firmas afincadas en paraísos fiscales y cuentas de bancos suizos, a través de las cuales Juan Carlos de Borbón y Corinna Larsen gestionaban patrimonios de elevadas cantidades de dinero procedentes de aquellos o los invertían en lujosas residencias en los Alpes, pisos millonarios en el centro de Londres o en palaciegos cottages del siglo XIX con decenas de acres de terreno en la campiña inglesa.
No se sabe aún el recorrido de las informaciones y posibles juicios que se columbran en el horizonte inmediato. Pero el daño político, moral e institucional hecho a España es, en verdad, incalculable. El Rey Felipe VI, con el aval del Gobierno, ha adoptado medidas para trazar una especie de cortafuegos en torno a la Corona, sugiriendo a su padre que desaparezca de la escena; pero los efectos de todo lo sucedido sobre la institución son demoledores y nadie sabe si pueden llegar a ser peores aún. Lo más grave es la sensación de que la democracia y España, por el trato que desde algunos poderes del Estado se otorga al pueblo, siguen siendo una “piel de toro, toreado”, como vaticinara el poeta comunista Jesús López Pacheco, muerto en el exilio canadiense.
Tenemos derecho a preguntar
Como demócratas, tenemos derecho a plantear preguntas de largo alcance que derivan de los hechos expuestos. Surgen pues, numerosas cuestiones pertinentes: ¿tiene por misión un servicio de Inteligencia realizar tareas como las descritas sobre la conducta del Rey de España o del ex rey denominado emérito? ¿Le cabe al CNI inmiscuirse en la vida privada de un mandatario de la entidad del Jefe del Estado? ¿Se actúa de esa manera para “proteger así a España” o bien para encubrir conductas anómalas del Jefe del Estado o del ex jefe del Estado”? ¿Informar o espiar al Jefe del Estado puede implicar –o no- un intento de condicionar su conducta? ¿A qué tipo de presiones está sometido un Jefe del Estado por sus servicios secretos? ¿Puede haber existido conexión entre una dama cortejada por el Rey y un servicio de Inteligencia extranjero? O, todavía más precisamente ¿a qué tipo de presiones está sometido un servicio secreto por parte del Jefe del Estado? ¿Qué instrucciones, al respecto de la conducta crematística y personal del Rey, dieron al servicio de Inteligencia los sucesivos presidentes del Gobierno, Suárez, González, Aznar, Zapatero, Rajoy y Sánchez?
Poniéndose uno en la piel de un director del principal servicio de Inteligencia o la de un subordinado suyo que reciba de él instrucciones al respecto ¿pueden éste o aquel negarse a encubrir una conducta, como poco, anómala, del titular de la Corona, jefe del Estado y de las Fuerzas Armadas? ¿Había entonces, y hay ahora, alguna instancia a la que la conducta anómala del Rey o el ex rey de España pudiera o pueda verse sometida si él es irresponsable ante la ley? ¿Qué destino judicial aguarda a quienes protagonizaron, silenciaron o encubrieron tales hechos?
Una cosa será disponer de información al respecto del jefe del Estado y otra, distinta, asumir tareas correspondientes a la Policía, la Guardia Civil o al ministerio fiscal, en el caso de que medien conductas que pudieran implicar la comisión de delitos. ¿Hasta dónde llega cada competencia? Un supuesto proteccionismo o bien, un presumible compadreo del servicio de Inteligencia o de la Policía con la persona del Rey, dos claras patologías políticas, tiene su origen en el artículo 56 de la Constitución que convierte al titular de la Corona en irresponsable ante la ley.
Confundiendo la persona con la institución, ese artículo deviene en una aberración, porque toda conducta, del Rey o de cualquier otro ser humano, debe necesariamente tener referencias éticas del entorno social que circunda a la persona concernida; con esas referencias, según dicta la Antropología Social, cada individuo se socializa al vertebrar con ellas sus concepciones sobre lo que está bien y lo que está mal. Podría darse el caso de que la eticidad del entorno estuviera previamente contaminada. Con todo, la inviolabilidad constitucional del Rey le facultó para instalarse en un limbo alegal y amoral, que parece haber descoyuntado la trabazón de legalidad y legitimidad sobre la que todo Estado democrático debe basarse. Además, de las presuntas responsabilidades personales derivadas de lo sucedido – que puede haberlas- lo decisivo sería acabar con la aberración constitucional que la origina.
Esta cuestión remite a otra, de más entidad aún: ¿cuál es la cuota de secreto político que admite una democracia, más concretamente, una monarquía constitucional como la española? ¿Cómo hemos asistido, unos pocos a sabiendas y la mayoría social en la inopia, a la sarta de transgresiones de las leyes y las costumbres por parte de un Rey y luego ex rey que encarna la unidad de la nación, los valores de la familia, la tradición y la historia de España, así como la jefatura de las Fuerzas Armadas? Los legisladores no pueden demorarse un minuto más sin zanjar la gravísima anomalía constitucional de la inviolabilidad, reminiscencia del concepto medieval y también fascistoide de la monarquía autoritaria que Franco quiso imponer a los españoles, idea que consiguió incrustar en un artículo decisivo de la Ley de Leyes de 1978, pese a que el resto del articulado de la Constitución pasa por ser, formalmente, uno de los más avanzados del mundo en términos de libertades y derechos sociales.