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La peste ayer y ahora

Reinaldo Spitaletta 19/05/2020
Una manera de conocer un país, una ciudad, una región es, como se dice en los preámbulos de La peste, de Albert Camus, averiguar cómo se trabaja en ellos, cómo se vive, cómo se muere. 

Orán, la fea ciudad de esta notable novela, es hoy Nueva York, o París, o Bogotá, o Medellín. Esa ciudad argelina de espaldas al mar cobra turbadora vigencia con la pandemia universal que nos confina y abruma. Las ratas que comienzan a invadirla son más que una metáfora de la enfermedad, de la decadencia y la muerte.
La novela del escritor argelino-francés, publicada en 1947, es ahora una encarnación de la emergencia planetaria, de las inestabilidades humanas asediadas por una amenaza invisible, alarmante y asesina. Las ratas de Orán, hoy, con la presencia del coronavirus, quizá sean más temibles que esos roedores de larga historia y presencia activa en las pestes asiáticas, europeas y africanas de hace centurias; en los azotes medievales; en la asolación de Londres en el siglo XVII; y puede que aquellas ratas estén hoy representadas por los roedores de la política, del poder, de los que han convertido la tierra en un coto de caza de transnacionales y otras entidades depredadoras.
Esas ratas de la espléndida obra de Camus (aunque para Vargas Llosa se trata de una novela mediocre) quizá sean hoy una representación de los que dominan al mundo. Por qué no. Ahí, en esos roedores que pululan de súbito en aquella ciudad árabe, que se tiene que cerrar debido al flagelo de la peste, puede estar la encarnación contemporánea de los Trump, los Bolsonaro, los mandarines chinos, el mandamás ruso, los dueños del agredido planeta.
Como en aquella novela, somos hoy prisioneros de la peste. Estamos sometidos a sus ataques, a su presencia mortífera, a su capacidad de alterar cualquier orden. Y, además, se puede ver cómo el poder también parece sacar partido de la emergencia. Y no solo puede decretar el estado de sitio (como acaece en la ficción de Camus), sino apoltronarse en sus posiciones de mando. Amparar a los que tienen la sartén por el mango. Aupar a los dueños del “balón” (bancos, corporaciones, clubes de mandones…).
Las pandemias, como las que padecemos, son una opción de los poderosos para mantener el control, aumentar la vigilancia, establecer nuevos dispositivos para perpetuarse. La novela de Camus es una suerte de repaso sobre las pestes de ayer y de ahora. Una luz acerca de cómo el tiempo durante un azote como el que ocurre en Orán, puede ser solo tiempo presente. No cuenta la memoria. No hay pasado. “La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había más que instantes”.
En el mundo —se dice en la novela— hay tantas pestes como guerras, “y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”. Y uno de los desprevenidos es el médico Bernard Rieux, protagonista de La peste, que sabe acerca de la treintena de grandes pestes de la historia, pero esa, en la que morirán miles de ratas, así como perros, gatos y muchos hombres, lo tomó con los “calzones abajo”, como se diría en palabras populares.
Esta novela, que hoy, con la pandemia, ha vuelto a leerse en todas partes y, claro, tiene nuevos lectores, es un acercamiento no solo a la vulnerabilidad y fragilidad humanas, sino a su mundo inestable y precario. Las grandes desgracias, se advierte en ella, son monótonas. “Nada es menos espectacular que una peste”. En efecto, una peste encierra, atemoriza, y puede que, como en esta novela, permita la creación de un periódico exclusivo para dar noticias sobre la epidemia, pero no está hecha para el espectáculo.
La peste, lenta y segura, va minando. Estará en el centro y la periferia. Arrasará por aquí y por allá. Irrigará miedos y desestabilizará los sistemas, las voluntades, las creencias. Al doctor Rieux, en medio del desastre, le habían dicho que no tenía corazón, pero sí lo tenía. “Le servía para soportar las veinte horas diarias que pasaba viendo morir a hombres que estaban hechos para vivir”.
En estos días de la pandemia es probable que hayamos aprendido algo de cómo se vive y se muere en una ciudad, una región, un país. De cómo se ultraja al personal sanitario y cómo se manipulan informaciones. De cuán endeble son nuestros sistemas de salud y cómo actúan los poderes, que también aprovechan las pestes para untarse maquillaje y darse ciertos champús.
El doctor Rieux escribió un testimonio en favor de los apestados, un recuerdo de la injusticia y la violencia. ¡Ah!, y dejó muy claro que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás. Muchos horrores siguen acechando al hombre.