Europa: Los patrones buscan el shock
Antonio Negri 22/05/2020 |
Europa se partió en dos por el coronavirus y se partirá aún más duramente por sus consecuencias económicas y sociales: esta percepción es incuestionable cuando se observan los informes de la pandemia, y se traduce claramente por los diferenciales en el alcance de la crisis del producto bruto interno y/o la deuda pública de los países.
Tradotto da Ariel Pennisi
La sentencia de la Corte constitucional de Karlsruhe (Alemania) del 5 de mayo de este año volvió más dramáticos estos dualismos al ordenar al Banco Central Europeo que no mutualizara, en modo alguno, sus intervenciones en apoyo de los Estados miembros de la UE y, por lo tanto, ordenó al Banco Central de Alemania que no cooperara con la labor del Banco Central Europeo –en caso de que se estableciera el «delito de mutualización». El problema que queremos examinar aquí no es de carácter jurisdiccional: el Tribunal de Justicia de la Unión Europea respondió inmediatamente al requerimiento del Tribunal Federal de Justicia de Alemania y lo declaró incompetente en cuanto a la cuestión de fondo.
Pero tampoco se trata de la cuestión de fondo. Destacados economistas han subrayado el afecto senil del Tribunal alemán por la teoría monetaria de Milton Friedman y la total incomprensión de las estrategias monetarias anticíclicas, llegando a la conclusión de que la sentencia de Karlsruhe podría tener efectos negativos sobre el mismo valor de los Bunds alemanes (bonos del Tesoro). Por último, ni siquiera desde el punto de vista ideológico se plantea la cuestión cuando se percibe el prejuicio normativo que las instituciones alemanas expresan a menudo, ultra vires, sobre los sistemas jurídicos, políticos y sociales de otros países de la Unión –entonces, la última sentencia de Karlsruhe fue casi un recordatorio del orden (por así decirlo «histórico-ideal») de la propagación del poder alemán sobre la Unión.
El problema que estamos planteando aquí es un problema político. Es decir, nos preguntamos por qué se ha dictado esta sentencia hoy, cuando el debate sobre la necesaria solidaridad común de los europeos en la pandemia estaba en el centro del interés político. Ahora bien, nos parece que el significado de esta sentencia tiene poco que ver con la defensa del ciudadano germano, sino que está enteramente concebido como un medio para defender y perpetuar el neoliberalismo. El Tribunal Constitucional alemán no sólo es el representante de la clase capitalista alemana, sino que, en esta ocasión, es el agente político de la clase capitalista europea.
Para aclarar esta afirmación, debemos recordar, en primer lugar, que el proyecto neoliberal como marco en el que debía desarrollarse la Unión Europea, fue impuesto no sólo por el Estado nación más poderoso (Alemania), sino por el consenso de las clases dirigentes de todos los demás países europeos, un acuerdo que ha implicado globalmente, y organizado a lo largo del tiempo, a los centros de poder del capitalismo europeo. El acuerdo se basó en el compromiso de construir instituciones económicas y sociales consolidadas en torno a una deuda pública decreciente y una inflación cercana a cero. Y, sobre todo, en la invariabilidad y continuidad –»cueste lo que cueste»–, dijo Draghi (ex presidente del BCE), “whatever it takes”, del modelo de acumulación y desarrollo neoliberal. Este acuerdo (y el consentimiento previo) es la rúbrica de la decisión de la clase empresarial europea para desentenderse definitivamente de los restos del liberalismo intervencionista y keynesiano después de la Segunda Guerra Mundial, y así construir una sociedad totalmente abierta a la iniciativa empresarial representada por el individualismo extremo. La construcción del Banco Central Europeo, la garantía de su total independencia, fueron la obra maestra de este proyecto.
¿Qué lleva a la Corte de Karlsruhe a disparar hoy contra esta principesca institución del capitalismo europeo neoliberal? ¡Y lo hace en nombre de los «derechos humanos», santificados como «ewige» («eternos») en la Constitución alemana! ¿Una «eternidad», en realidad, reducida a la eternidad de la apología de la posesión y la defensa de la propiedad? [Como viejo hegeliano, recuerdo un pasaje de Hegel, todavía joven pero ya muy versado en derecho alemán: «Según sus principios originales, el derecho estatal alemán es propiamente un derecho privado y los derechos políticos una posesión, una propiedad». ¿Seguimos aún ahí?]. Por último, preguntémonos una vez más: ¿puede ser un interés nacional lo que Karlsruhe reclama? Ya hemos subrayado la fragilidad de esta respuesta que, tomada en serio, sonaría profundamente contradictoria. Significaría que el Tribunal alemán actúa en contra de los intereses de los propios capitalistas alemanes, que han encontrado en el funcionamiento del mercado europeo y en la consiguiente fortaleza del euro (así como en su estabilidad) un arma excepcional de expansión. Más allá de cualquier reserva sobre la acción de la Banca, el capitalismo alemán pide un mayor fortalecimiento del euro como moneda de comercio internacional y el mantenimiento del consenso europeo sobre este proyecto –como garantía de la capacidad alemana y europea para conquistar los mercados mundiales. También insiste en la necesidad de establecer, en un mundo verdaderamente agitado, una posición internacional más equilibrada y activa para Alemania/Europa dentro de la llamada des-globalización (es decir, la pérdida de la soberanía imperial y monetaria de los Estados Unidos).
Si esta es la posición de las patronales alemanas, generalmente bien servidas por sus gobiernos, debemos concluir que la reciente posición del Tribunal Supremo alemán, lejos de cualquier otra razón, está fundamentalmente motivada por la previsión de la crisis social que la pandemia ha causado y que afectará a Europa durante un largo período. Con su toma de posición, el Tribunal incita a reaccionar ante la crisis social con la habitual «austeridad» y a proponer, para la salida de la crisis, la renovación pura y simple del régimen ordo-liberal. Mejor aún, el completamiento del, hasta ahora inacabado, proyecto ordo-liberal. La sentencia de la Corte es un recurso para suprimir cualquier cambio en la relación de fuerza entre las clases que pueda producirse a la salida de la crisis y en el largo período de ajuste social y político que le seguirá. Por lo tanto, es pura y simplemente un juicio político, un dispositivo reaccionario.
Si tomamos esta primera conclusión, podemos percatarnos inmediatamente de algunas consecuencias. En primer lugar, que esta sentencia no se dirige contra las decisiones actuales del Banco Central Europeo, ni contra la reafirmación (inmediatamente expresada) de la supremacía del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas por sobre cada Estado participante. La presente y las eventuales nuevas contradicciones entre estas instituciones podrán coexistir dentro de una jerarquía y una gradación política de la governance europea. El camino será difícil, pero, ciertamente, no obstaculizará la coherencia de la governance europea, que hoy en día está completamente concentrada –y de manera unitaria– en la recuperación y mejora de la maquinaria de acumulación construida en los últimos cincuenta años. En segundo lugar, la sentencia de Karlsruhe opera en el sentido de acelerar el proceso de transformación del capitalismo europeo, fijando su objetivo más allá de la primera fase de recomposición de la clase política del capital. No debe leerse en su iniciativa sólo un reclamo por el orden y a la norma capitalista –no se trata sólo de un eventual guiño pícaro al lema de la conservación «todo debe cambiar, para que nada cambie»: hay, sobre todo, un compromiso de renovar –con las fuerzas del capital– el entero mundo de la producción, de la reproducción y de la circulación de los bienes, según criterios de mando cada vez más utilitaristas –rentables y coercitivos. Aquí, de hecho, pasamos de la larga fase de ordenamiento de la explotación de plusvalía absoluta y relativa a otra fase de desarrollo caracterizada por la extracción del común. A través de la Corte Alemana, la clase capitalista europea nos indica que este pasaje se llevará a cabo con el máximo de sus fuerzas, fuera de toda ilusión reformista. El capital actuará en primera persona –las intendencias, incluso las jurisdiccionales, le seguirán.
Así hemos llegado al momento central de la lucha de clases que antes del covid-19 se había abierto y que hoy, dentro de la crisis y el estado de excepción sanitario, se profundiza fatalmente. Cuando se dice que el mundo, después de esta pandemia, ya no será el mismo, no se dice una falsedad: la nueva forma de producir (internet, inteligencia artificial, robotización, plataformas, etc.) asecha, aprovechando esta crisis como una mediación destructiva del viejo sistema, la instauración de una nueva forma política de sociedad productivista. Recordemos, sin embargo, que alrededor de este plazo, en Europa, la lucha de clases fue abierta hace algunos años… La crisis del coronavirus no ha hecho más que aproximarse al punto de contradicción y confrontación definitivo. Una solución violenta, porque decisiva, será el cierre del dilema que ahora caracteriza su contenido central: ¿qué futuro se construirá?
Para profundizar el análisis del enfrentamiento, vale la pena dar a ese contenido su nombre propio: el nombre del común. ¿Será, entonces, una confirmación de la dominación capitalista sobre el común o la ruptura de esa cadena y el comienzo de un proceso de liberación del común? El desarrollo capitalista, invadiendo «absolutamente» («subsunción real» dice Marx, «capitalismo absoluto» interpreta Balibar) la sociedad, también ha reorganizado las relaciones de producción, reproducción y circulación de manera radical. Estos se dan «en red», y en esas redes se conectan, articulan o compactan las condiciones, los procesos y los productos finales de un modo de producción operativo cada vez más conectado y comúnmente vuelto operativo. Hoy en día, la riqueza consiste en esta conexión común. El proceso, por cuyo ritmo, la explotación a través de la extracción del plusvalor relativo pasa a la extracción del plusvalor determinado por la asociación/comunidad (por más burdo o desorganizado que sea) del trabajo social (de la fuerza de trabajo, considerada en todas sus relaciones sociales) revela el poder productivo del común, junto a la violencia expresada por la organización del comando. En efecto, son comunes no sólo las grandes instituciones de circulación de bienes que se basan en plataformas abiertas al consumo y fundadas en el análisis de big data; no sólo las figuras de la reproducción, sobre todo aquellas de la familia y el cuidado, que prevén el welfare como su soporte y producción; y ni siquiera las estructuras productivas que ya tienen en el centro de su concepción y ejecución el valor de una fuerza de trabajo construida en los caminos comunes de la educación y el conocimiento. Es sobre este terreno, dentro de este paisaje, que el tema de Europa se vuelve a proponer en la crisis actual, cuando la excepcionalidad de la asistencia sanitaria está llegando a su fin, pero se reabre la lucha de clases –y los gobiernos son fuertemente instados (desde muchos lugares autorizados como, por ejemplo, la Corte de Karlsruhe) a tomar una línea de decisiones drásticas para reforzar la continuidad y desarrollar (si es posible) las formas de mando de la producción pre-crisis –escalón para dar el salto a la reforma del sistema.
No hay que olvidar, entre otras cosas, que una parte de la patronal europea (y francesa, en particular) pudo considerar la crisis del covid-19 como un regalo caído del cielo, para interrumpir un movimiento de luchas salariales, por una nueva democracia y por el reconocimiento institucional del común, que durante un par de años había vuelto dificultoso el ejercicio de la governance neoliberal. Las luchas del proletariado francés representaron de hecho, a estas alturas, las cada vez más amplias convergencias que produjeron un efectivo contrapoder, capaz de interrumpir la governance neoliberal. Esta ruptura de la continuidad cotidiana de las luchas de clases no borró, sin embargo, la memoria del poder común proletariado tal como se había expresado. ¡Esas luchas están listas para recomenzar!
Pero volvamos a la centralidad del enfrentamiento que se presenta al término de la crisis sanitaria y de los instrumentos excepcionales puestos en marcha para resolverla. Ya conocemos ampliamente a las patronales: reglas de austeridad en la gestión de lo «público» y normas para su privatización. Se añade hoy el intento de prefigurar en términos concretos un nuevo «derecho laboral» que se presenta como un dispositivo para una transformación radical de la jornada laboral social en una jornada de alta movilidad y flexibilidad laboral (con un aumento de las horas de trabajo). A esta política laboral hay que añadir la fuerte presión financiera (y de privatización) sobre las instituciones de cuidados (hospitales, hogares, etc.). –justamente, los más castigados en los últimos treinta años–, un sólido intento de hacer añicos el sistema del welfare contra su necesaria universalización, a menudo proclamada hipócritamente también por los capitalistas durante la crisis de los covid-19. Lo que más nos preocupa, en este caso, es el hecho de estar frente a una iniciativa capitalista debilitada por la percepción de la crisis del modelo neoliberal, pero, al mismo tiempo, asustada por esta debilidad: capaz, por lo tanto, de exasperar sus reacciones en un sentido fascistoide.
¿Cómo podrán los movimientos sociales de los trabajadores sostener la fuerza de clase, la lucha sobre el destino futuro? En primer lugar, construyendo un discurso capaz de aglutinar las luchas desarrolladas antes de su ‘apagón’ por el decreto de la emergencia (en primer lugar, las de los chalecos amarillos y las del movimiento feminista), y las numerosas luchas singulares llevadas a cabo durante el encierro en estos meses, con nuevas y fuertes agitaciones y huelgas en la nueva fase, especialmente en el campo de la reproducción social. La universalización del bienestar y la universalidad de un ingreso social básico incondicional se convierten hoy en el punto central del programa de los oprimidos. A lo que hay que añadir el tema de una democracia reconstruida desde abajo, de un sistema de bienestar gestionado desde abajo, en definitiva, la construcción de un programa ofensivo de luchas en suelo europeo.
Y para concluir, volvamos a la observación de que Europa está partida en dos, entre los países del Sur y los países de la nueva Liga Hanseática, detrás de la cual murmuran las patronales –no sólo las alemanas, sino el resto de las europeas también. ¿Cómo podrán los movimientos europeístas y comunistas, los movimientos del Sur, actuar en esta situación? ¿Cómo actuar en el doble sentido en que siempre han llevado a cabo su iniciativa a nivel europeo, en primer lugar, para dar expresión europea a las luchas que se desarrollan en los países del Sur, y, en segundo lugar, para afirmar el proyecto de una Europa unida, en el centro de su programa? La única respuesta que los movimientos pueden dar a estas preguntas sobre la base de sus experiencias hasta ahora, es que necesitamos unir fuerzas, todas las fuerzas a nivel europeo, para desplazar del comando a los representantes del capitalismo europeo.
Los movimientos no creen en la posibilidad de separar a los capitalistas de un país europeo de los de otro país europeo y de unir el destino de cada uno de ellos con el de la clase obrera de su propio país: la historia moderna nos ha enseñado que estos caminos no son viables, o mejor, que la socialdemocracia –al intentarlo– ha permitido dos veces monstruosas guerras fratricidas en Europa. Cuando ya no se hablaba más de guerra, el egoísmo nacional no fue menos próvido de los desastres económicos y sociales –así como de las ya enormes contradicciones de la construcción europea. En cambio, estamos convencidos de que se puede poner en marcha un proceso de cooperación entre las fuerzas proletarias que viven y se desarrollan en todos los países de Europa y que se puede construir con ellas una nueva iniciativa europea. Por una Europa unida pero construida democráticamente desde abajo, productiva, pero desarrollada por una población que goza de una renta universal y del welfare; potente como sólo en la defensa de la paz puede serlo un país… y joven porque sus ciudadanos no tendrán miedo del futuro.