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Una lección que el coronavirus está a punto de enseñar al mundo

Jonathan Cook 15/04/2020
Si una enfermedad puede enseñarnos sensatez más allá de nuestra capacidad de comprender lo precaria y preciosa que es la vida, el coronavirus nos ha dado dos lecciones.

La primera es que en un mundo globalizado nuestras vidas están tan entrelazadas que la idea de vernos a nosotros mismos como islas (ya sea como individuos, comunidades, naciones o la única especie privilegiada) se debería entender como demostración de falsa conciencia. En realidad, siempre estuvimos unidos formando parte de una milagrosa red de vida en nuestro planeta y, más allá de él, como polvo de estrellas en un universo inconmensurablemente vasto y complejo.
Solo una arrogancia que han cultivado en nosotros aquellos narcisistas llegados al poder gracias a su propio egoísmo autodestructivo es lo que nos impidió tener la necesaria mezcla de humildad y sobrecogimiento que deberíamos sentir al ver una gota de lluvia sobre una hoja o un bebé tratando de gatear o el cielo nocturno que se revela en su enorme esplendor lejos de las luces de la cuidad.
Y ahora, cuando empezamos a entrar en épocas de cuarentena y autoaislamiento (como naciones, comunidades e individuos), todo esto debería ser mucho más claro. Ha tenido que ser un virus quien nos enseñe que solo unidos somos más fuertes, estamos más vivos y somos más humanos.
Al ser despojados por la amenaza de contagio de lo que más necesitamos se nos recuerda hasta qué punto hemos dado por sentada la comunidad, hemos abusado de ella y la hemos vaciado. Tenemos miedo porque los servicios que necesitamos en momentos de dificultades y traumas colectivos se han convertido en mercancías que se deben pagar o se consideran privilegios cuyo acceso depende del nivel de ingresos, está racionado o simplemente es inexistente. Esta inseguridad es la causa de la actual necesidad de acaparar.
Cuando nos acecha la muerte no es a los banqueros ni a los ejecutivos ni a los gestores de fondos a quienes acudimos, aunque es a ellos a quienes más ha recompensado nuestra sociedad. Si los salarios son una medida de valor, son las personas más apreciadas.
Pero no son las personas que necesitamos, como individuos, sociedades o naciones, sino que lo serán los médicos, los enfermeros, los trabajadores de la sanidad pública, los cuidadores y los trabajadores sociales que lucharán para salvar vidas poniendo en peligro las suyas.
En efecto, puede que durante esta crisis sanitaria nos demos cuenta de quién y qué es lo más importante, pero, ¿recordaremos su sacrificio y su valor una vez que el virus deje acaparar titulares? ¿O volveremos a la normalidad (hasta la próxima crisis) y recompensaremos a los fabricantes de armas, a los multimillonarios dueños de los medios de comunicación, a los jefes de las empresas de combustibles fósiles y a los parásitos de los servicios financieros que se alimentan del dinero de otras personas?