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La sentencia del Supremo: el plan y el destino

Santiago Alba Rico 20/10/2019
Ninguno de los actores de esta “tragedia” debería hacer el gesto que el destino espera de ellos.

Lo que tiene de “trágico” la sentencia del Supremo es que todos percibimos que se produce en un contexto tal que no podía ocurrir de otra manera. Ese “contexto tal” -y de ahí su carácter trágico- es lo que los griegos llamaban “destino”, la gelatina en la que queda suspendida la voluntad de los seres humanos. Todo el mundo sabe que Casandra dice la verdad pero nadie puede creerla; todo el mundo sabe que Héctor morirá al pie de la muralla de Troya pero no puede dejar de cruzar su espada con Aquiles; todo el mundo sabe que Edipo matará a su padre y se casará con su madre y nadie puede impedirlo. La idea de que “no se puede luchar contra el destino” asume siempre la forma paradójica de un deber subjetivo: hay que hacer todo lo posible para que el destino se cumpla. Esa es justamente la diferencia entre un “destino” y un “plan”: que el destino es el plan que por propia iniciativa, al margen de toda libertad y toda racionalidad, se obstinan en hacer realidad los protagonistas. (Aquí he quitado una frase) La historia -digamos- está llena de “planes” de los poderosos que sus víctimas convierten en “destino”.
Desde hace años en Catalunya todos los actores, mayores y menores, vienen haciendo exactamente lo que se esperaba de ellos. Puede decirse que ha habido y hay tragedia pero no incertidumbre; que hay tragedia porque no hay incertidumbre. Esto no quiere decir que no haya habido en cada momento otras alternativas, e incluso deliberaciones dolorosas que podían haber deparado otros resultados, pero lo cierto es que al final, en ese “contexto-tal”, todos los protagonistas han elegido convertir el plan del otro en un destino propio. La única cosa no prevista en los últimos años -”porosa”, por decirlo con Benjamin- fue el 1-O, una movilización ciudadana que no se desprendía del “plan” de los procesistas y que el Estado español no esperaba, al menos en la forma que se produjo, y que tuvo que encajar por eso, con notoria violencia, en un nuevo “plan”. Antes del 1-O todos interpretaron el papel “trágico” que se les había encomendado. Tras el 1-O, que asustó a todas las partes, se impuso aún con más fuerza esta fatal tracción helénica. Todo lo que ocurrió era previsible. Se esperaba la intervención del rey el 3-O, la huida hacia delante del procesismo, el 155, la judicialización, el encarcelamiento injusto (autodeseado como destino) de los politicos y activistas; se esperaba la polarización identitaria y la paralización institucional, se esperaba que, en vísperas de la sentencia, algunos independentistas aislados excogitaran fantasías “violentas” y se esperaba que la policía española las convirtiera en un “plan terrorista”; se esperaba incluso la filtración el viernes de la sentencia y se esperaba que su contenido y sus penas se recibieran en Catalunya como injustas y desproporcionadas y en el resto de España como injustas e insuficientes. Ahora se espera, por supuesto, que la sentencia, y la respuesta en las calles de Catalunya, se conviertan en un decisivo factor electoral, a despecho de todas las racionalidades y todas las libertades. El resultado de las elecciones quedará tan marcado por este destino casándrico que las Naciones Unidas deberían intervenir para impugnarlas y anularlas. No son unas elecciones “libres” porque son juguete del “destino” de sus votantes; o del “plan” de sus gobernantes. En otros lugares del mundo, los reyes y los dioses tienen prohibido votar.
Ese destino que parece un plan lo podemos llamar “España”. España ha sido, y sigue siendo, “una unidad de destino en lo irracional”, concebida para impedir las “porosidades” o, lo que es lo mismo, las vías imprevistas o irregulares, las decisiones inesperadas, el gesto inconsecuente y libre de Prometeo. En nuestra historia reciente ha habido dos momentos “porosos”: el 15-M y el 1-O, que se revelaron irreconciliables entre sí y que, en todo caso, han quedado superados por la restauración compleja -y enfática- del régimen del 78 y el retorno freudiano de la España pre-constitucional. En España vuelven el PSOE y el PP; en Catalunya vuelve el País Vasco. Haría falta mucha “porosidad” por parte de todos para desmentir los automatismos y tratar de introducir un poco de libertad y racionalidad; es decir, de política. Sabemos que Casandra dice la verdad; sabemos que Héctor no debe cruzar su espada con Aquiles; sabemos que Edipo debe evitar las esfinges y las encrucijadas de caminos. Ninguno de los actores implicados en esta “tragedia” debería hacer el gesto que el destino espera de ellos. Porque cada gesto destínico reduce el margen de maniobra; y el cumplimiento útimo del destino -lo hemos aprendido también- es siempre el suicidio. Ese es el suicidio que algunos tememos y no el que invoca contra Jordi Cuixart la sentencia del supremo mediante una argumentación ignominiosa que mete virtualmente en prisión a los muchos que, sin compartir sus posiciones sobre Catalunya, no creemos que el Constitucional ciña todas las aspiraciones legítimas de democracia de los españoles. La sentencia del Supremo, sea o no un “plan”, es claramente un “destino”.
Ya no podemos pensar en términos de 15-M ni de 1-O. Ahora se trata solamente de evitar lo peor, que tantos en realidad desean. Ni España ni Catalunya pueden permitirse mantener a Junqueras y sus compañeros en la cárcel, y eso lo saben tanto los que consideran la sentencia injusta por insuficiente como los que la consideramos jurídicamente infundamentada, políticamente injusta y peligrosa y humanamente despiadada. Haber llegado hasta aquí por este ciego carril griego deja todo en manos de una decisión política “irregular” a la espera de los resultados de unas elecciones que, tras la sentencia, se atisban más inciertos que nunca.