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Y entonces que coman pastel* : inmersión en el humanismo de Edward Said

Ted Steinberg 12/09/2019
Era el 27 de abril de 1974, el día de mi bar-mitzvah. La comida de recepción no era relevante, exceptuando el postre: un gran pastel amarillo en mi honor que tenía la forma del Estado de Israel. Yo amaba los pasteles, especialmente los pasteles amarillos.

Tradotto da Cristina Santoro

Editato da Fausto Giudice
No sé quién entre los invitados se sirvió un pedazo de Cisjordania. Las porciones estaban oscurecidas por trazos formados por líneas de azúcar glasé castaña. El pastelero seguramente había estudiado los asuntos de Medio Oriente en los cursos nocturnos porque no solo Cisjordania, sino también otras regiones en disputa, como el Sinaí, las Alturas del Golán y también la pequeña banda de Gaza -todas ocupadas por Israel durante la guerra de los seis días de 1967- habían sido marcadas. Habían colocado banderas israelitas en miniatura en el pastel para enfatizar el triunfo del pueblo judío en lo que es por cierto una de las zonas de tierra más tensas del planeta. La razón por la cual el pastel estaba en parte oscurecido nunca había pasado por mi mente.
Habíamos aprendido en la escuela hebraica que Israel era una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra. Perfecto, yo pensaba. La gente me hizo regalos por la bar-mitzvah, y también certificados por los árboles plantados allí en mi honor. Una tierra sin pueblo me hacía pensar en esterilidad. Los árboles parecían ser una idea sensata.
En 1976, visité Israel y fui escoltado por un tal Alex que, por razones comprensibles, me llamaba por mi nombre hebreo. Visitamos cierta cantidad de lugares marcados por los trazos sobre el pastel, y entre ellos, Hebrón, en Cisjordania, y las Alturas del Golán.
Cuando llegamos a las Alturas del Golán, bajé del auto y vomité, pero no era mi forma de hacer una declaración política. Alex tenía pata brava. Vi árboles en nuestro camino, aunque ninguno que hubiera sido plantado en mi nombre, mientras nosotros nos precipitábamos hacia un kibutz llamado Kfar Giladi, situado cerca de la frontera con Líbano. Al día siguiente, nos dirigimos hacia el sur hasta Jerusalén a través de lo que Alex llamaba una “zona liberada”. Estoy seguro de que yo no tenía ninguna idea de lo que eso significaba. Yo quería solamente ir a Jerusalén sin vomitar otra vez. 
Supe que cuando los sionistas llegaron, encontraron una tierra vacía, una tierra sin cultivar que tenía una necesidad desesperada de ser mejorada. Y es precisamente lo que los laboriosos judíos hicieron: hacer florecer el desierto. Por todo adonde íbamos, Alex contaba la misma historia: antes de la llegada de los judíos, no había nada aquí. Ahora, mira eso. Un paisaje magnifico y domesticado que ronronea al ritmo de la vida moderna.
En la facultad, descubrí que existía esa gente. Llámense los palestinos. Golda Meir, Primera ministra en la época de mi bar-mitzvah, hizo esa célebre declaración sobre el pueblo palestino que, según ella, “no existía”. Nunca nadie habló de los palestinos en la sinagoga o durante el viaje a Israel. Siempre escuché hablar de los árabes, nunca de los árabes palestinos.
Había un tipo que circulaba en Cambridge, en Massachusetts, cerca del lugar donde yo estaba en la universidad, que hablaba regularmente de ese misterioso pueblo palestino. Yo creía que se llamaba Norm, algo así como Norman Chomsky.
Chomsky hablaba de los palestinos como de un pueblo autóctono. Nadie me lo había dicho. Decía que los palestinos tenían un derecho legítimo en mi pastel de bar-mitzvah, a pesar de no haberlo dicho realmente de esta manera.
Estaba recorriendo una librería de Cambridge cuando vi un libro cuyo título era: The Fateful Triangle: The United States, Israel & the Palestinians” (1983). El autor era Noam Chomsky, profesor en el M.I.T., la misma persona que yo había escuchado un día disertar sobre los palestinos. Por cierto, él tenía una comprensión diferente de la de Sanford Saperstein, el rabino de la familia, sobre la función de Israel en el mundo. Saperstein hablaba de Israel como la única democracia en una región víctima de enfrentamientos en la cual los terroristas trataban de tirar a los judíos al mar. 
Algunos años más tarde, encontré “Blaming the Victims: Spurious Scholarship and the Palestinian Question” (1988). Uno de los corredactores era un tal Edward Said.
Nacido en Jerusalén-Oeste en 1935, Said había partido de Palestina hacia El Cairo en 1947. Cuatro años después, se instala en USA, donde sus padres tienen relaciones. (El padre de Said estudió en la Case Western Reserve University, donde enseño actualmente). Niño transgresor que recibiera su parte de golpes, Said vivió en un pensionado en el valle del río Connecticut, un entorno natural que, dado que su educación tuvo lugar en un desierto, parecía sumarse a su sentimiento de alienación (“la nieve significaba una especie de muerte”, escribió tiempo después). Una vez finalizados sus estudios en 1963 en Princeton y en Harvard, frecuenta la facultad de literatura inglesa y comparada de la Universidad Columbia, Said, que había conocido a Chomsky en momentos álgidos de las protestas contra la guerra de Vietnam, se tornó uno de los intelectuales disidentes más importantes del siglo XX.
Hombre inmensamente erudito que consideraba al intelectual como la mejor defensa de la humanidad contra un “mundo a-histórico y olvidadizo”, Said dio un enorme vuelco hacia la izquierda después de la guerra de los Seis Días. Recuerda que había considerado vejatoria la calurosa reacción de Martin Luther King al triunfo de Israel en la batalla, sin dudas porque ella estaba fundada sobre la hipótesis de que los palestinos simplemente no existían. Como lo escribía Said en 1968, «Palestina es imaginada como un desierto vacío que espera florecer, sus habitantes, nómades sin importancia no poseen ninguna reivindicación estable en la tierra y entonces, ninguna permanencia cultural». A causa de este intento y de otros intentos similares con el objetivo de derribar las perspectivas del establishment, Said fue vilipendiado y calificado de antisemita y de “profesor del terror”.
Said era la prueba viviente de que mi educación en la escuela hebraica no era en absoluto una educación. ¿Una tierra sin pueblo? ¿Vacía? ¿Los palestinos no existían? La ofensiva de las relaciones públicas de Israel, que tenía como objetivo modificar el hecho de que la fundación del país implicaba haber desposeído a los pueblos autóctonos, funcionó de manera brillante.
Un año después de mi bar-mitzvah, Said había testificado ante un comité del Congreso. Imaginen, dijo Said, «que, por una ironía cruel, ustedes son declarados extranjeros en el país donde nacieron. Esa es la esencia exacta del destino de los palestinos en el siglo XX ». El título de sus memorias “Fuera de lugar” de 1999 hace alusión a su vida pasada en su lucha contra el dolor del exilio.
La humanidad de Said le permitió ver la lucha en ese rincón del mundo en términos que capturan la verdadera tragedia en curso. Como lo escribía: «La toma de consciencia naciente era la de dos pueblos encerrados en una lucha terrible en el mismo territorio: uno de ellos, curvado bajo un horrible pasado de persecución y de exterminio sistemático, se colocaba en posición de opresor de otro pueblo». Siempre defensor de los derechos de los palestinos, Said reconoció constantemente la realidad de que el sionismo evolucionó como lo hizo a causa de la persecución y del genocidio que los judíos sufrieron.
Después de la invasión israelí de Líbano en 1982, Said descubrió algo que Chomsky ignoraba: que a pesar del desequilibrio de poder, los palestinos disponían de medios para actuar, como quedó demostrado en la Primera Intifada, una insurrección anticolonial sostenida que comenzó en 1987, un año antes de que yo comenzara a leer a Said.
La inteligencia de Said, su compromiso político y sobre todo, las acciones de los palestinos comunes en búsqueda de liberación contribuyeron a cambiar la manera en que las autoridades israelíes consideraban a los palestinos: ya no eran más inexistentes, porque ¿cómo un movimiento de resistencia no tendría cierta identidad unificadora? Durante los años 1980, los dirigentes israelíes comenzaron a calificar a los palestinos de “chacales” (general Moshe Dayan), “saltamontes” (primer ministro Yitzhak Shamir), como “alimañas” (primer ministro Menachem Begin) y como “cucarachas” (general Rafael Eitan). «Tal vez un día, podremos obtener el estatuto de ganado o de monos».
En 1988, Said participó en un acontecimiento en New York con el filósofo Michael Walzer del Institute for Advanced Study. Un judío conocido por sus posiciones progresistas, Walzer criticó a Said por machacar siempre sobre el pasado mientras que, según él, la cuestión relacionada con los palestinos era el futuro. Said se quedó mudo. Fue entonces cuando una mujer del público, Hilda Silverstein, atacó a Walzer preguntándole: «¿Cómo se atreve a decirle eso a alguien? Ya que, de todos los pueblos del mundo, nosotros [los judíos, NdT] somos los que más le pedimos al mundo que recuerde nuestro pasado. ¿Y usted le dice a un palestino que debe olvidar su pasado? ¿Cómo se atreve?»
Fue solo en la noche del 12 de junio de 1992, cuarenta y cinco años después de haber partido, cuando Said retornó a su lugar de nacimiento. No había ninguna posibilidad de que él conociera la historia de mi pastel y así, de divertirse en su país natal donde yo me había sentido extremadamente bienvenido.
Me pregunto si me acordaría de mi pastel de bar-mitzvah sin las fotografías de los Field Studios de Brooklyn. Ellos hicieron un pequeño monumento en honor del acontecimiento: un álbum de 10 centímetros de ancho con páginas de bordes dorados de 3 milímetros que inmortalizaban la pastelería. Estoy allí, con mi primer atuendo, con una gran pajarita fucsia (xon pinza) que explota bajo mi mentón. El fotógrafo me hizo posar con los codos apoyados sobre la mesa, lo que me obligó a inclinarme y a observar el Estado de Israel en expansión, representado con azúcar glasé beige, castaño y rojo.
Durante años que se tornaron décadas, el álbum de bar-mitzvah estuvo en la repisa del salón de la casa de mi infancia. Eran los años inter-pastel en los cuales la pastelería se filtró por los rincones de mi historia personal. Y allí se quedó hasta que volvió a mi consciencia en la primavera de 2010.
En aquel momento de mi vida, yo era profesor universitario y lo había sido durante más de dos décadas. Yo estaba en una reunión muy poco grata en la cual se intentaba incluir a un contribuyente en el comité de contratación de una universidad para un puesto de profesor de estudios judaicos, cuando inicié una charla sobre mi viejo pastel de treinta y cinco años. El comité de contratación estaba formado también –para mi sorpresa- por un miembro de la facultad de física que por casualidad era sionista y que no tenía ninguna habilitación académica para intervenir en este asunto.
Edward Said denunció hace mucho tiempo la manera de contribuir de los intelectuales para legitimar el statu quo. Permitir a un donador y a un científico duro ayudar a contratar a un investigador en ciencias humanas era una receta para lograr una mayor legitimación. Mi modo de llamar la atención sobre ese procedimiento chocante era evocar el odioso pastel. 
Aparentemente, la vulgaridad de mi pastelería de tierra santa cayó en orejas de sordo porque años más tarde, en 2015, dos donadores de la Federación judía de Cleveland –empeñados según sus propias palabras en ´´apoyar a Israel como Estado judío y democrático”- participaron en otra contratación universitaria en estudios judaicos. Ese puesto de profesor estaba financiado por una donación, hacía obligatoria la participación del donador, y era nombrado en honor de Abba Hillel Silver. Como lo muestra Walter Hixon en “Israel’s Armor: The Israel Lobby and the First Generation of the Palestine Conflict” (2019), Silver tuvo una función clave para unir la identidad judía al proyecto sionista y se convirtió en uno de los arquitectos del lobby israelí que trabajó sin respiro para socavar la búsqueda de justicia del pueblo palestino. ¡Qué pertinente era que los donadores de la Federación judía ayudaran a verificar los pedidos de empleo! Felizmente, Said, que en aquel momento estaba enterrado en las montañas del Líbano, no había participado de todo esto. 
Recientemente, incorporé el pastel colonialista durante una conferencia titulada “¿Quién le teme a Edward Said?” La presentación intenta abordar esta cuestión ofreciendo como ejemplo mi propio cambio personal en mi manera de pensar a Israel y a los palestinos con el fin de ilustrar que nuestra versión de la verdad no está simplemente modelada por la lógica y las pruebas, sino por nuestras experiencias de vida. Mi pastel era el perfecto contrapeso a la visión de Said de un mundo igualitario y más democrático basado en el acceso compartido a la tierra, en la autodeterminación y la reciprocidad. Las banderas y las líneas del pastel hablan de nacionalismo y de posesión, de lo que nos separa a unos de otros, de un mundo sombrío, desesperado y quebrado. 
¿Quién le teme a Edward Said? La lista es larga y va mucho más allá de celebridades como Alan Dershowitz que se aprovechó de la ocasión de la muerte de Said de un cáncer en 2003 para compararlo con Meir Kahane, el fundador de la Jewish Defense League, un violento grupo antiárabe y nacionalista judío, dentro de la analogía tal vez más atormentada jamás tramada.
Más o menos en la misma época, el neoconservador Martin Kramer también culpó a Said, a quien calificó de “palestino agraviado”. Kramer detestaba a Said por haber ayudado a dar nacimiento a los estudios postcoloniales que examinan el imperialismo y las relaciones de poder radicalmente injustas en la formación del mundo. En la extraña interpretación de Kramer, el postcolonialismo causó estragos en los estudios sobre el Medio Oriente y los mandó hacia una espiral que acabó eliminando lo que él llamó “la objetividad desinteresada”. Aparentemente, nunca se le cruzó por la mente a este tipo que tiene un pedigrí del demonio, con tres diplomas diferentes de Princeton, que la política y la erudición no son dos departamentos separados dentro del juego de la vida intelectual. «Nadie imaginó nunca un método para arrancar al universitario de las circunstancias de la vida», escribía Said en su clásico “Orientalismo” de 1978. Lo que explica el por qué Kramer está asociado al Washington Institute for Near East Policy, un grupo de reflexión íntimamente unido alAmerican Israel Public Affairs Committee (AIPAC), un grupo que se presenta como “el lobby pro israelí de América”.
Es el tipo de tremendismos que explotan periódicamente en el mundo académico; resulta fácil refutarlos. Pero, luego supe que un antiguo alumno de Columbia, que había estudiado inglés, se negaba a hacer cursos de Said porque su rabino lo pintaba como al diablo encarnado. El estudiante, que siguió sus estudios en la Universidad Emory, finalmente descubrió la verdad sobre Said. De hecho, el alumno se sentía tan culpable por su desprecio que cuando Said visitó Emory, intentó excusarse haciendo malabarismos para convencer a Said que le permitiera llevarlo al aeropuerto.
En otro extremo, en lo que respecta a una mentalidad abierta, había un estudiante del Bronx que dio su test de inglés nivel avanzado en 2010. El examen consistía en una cita de Said que decía: «El exilio, si constituye y por extraño que parezca un tema de reflexión fascinante, es terrible vivirlo. Es la fisura para siempre profundizada entre el ser humano y su tierra natal, entre el individuo y son verdadero hogar, y la tristeza que implica es imposible superar». No hay ninguna referencia a Israel o a Palestina en el pasaje. Pero, la simple mención del nombre de Said llevó al estudiante a oponerse a esa pregunta, calificándola de “muy representativa de la utilización común de la educación y de los test como plataforma de propaganda anti-Israel”.
Por sobre todas las cosas, el compromiso mayor de Said era el humanismo, que él definía como el intento «de desarticular las esposas mentales** de Blake », para poder utilizar su mente históricamente y racionalmente con el fin de una comprensión prudente y de una divulgación auténtica». Abrazar el humanismo significa rechazar el poder del Estado en nombre del pensamiento crítico. Ello significa, como lo había escrito hacia el final de su vida, «un proceso sin fin de divulgación, de descubrimiento, de autocrítica y de liberación». Said tenía al humanismo en tan alta consideración que lo veía como «la única, y hasta diría la última resistencia que tenemos contra las prácticas inhumanas y las injusticias que desfiguran la historia humana». La cita está inscripta alrededor de un mural erigido en la Universidad del Estado de San Francisco en honor de Said.
El humanismo no consiste en reunirse alrededor de una bandera o de “la guerra nacional del momento”, como Said lo expresó un día. No se trata de cortar un pastel que celebra la desposesión y el exilio, sino de lo que nos une como seres humanos en este planeta azul pálido: nuestro afecto por el lugar, nuestros lazos de unos con los otros, nuestra capacidad para sentir emociones y para tener la experiencia de una humanidad esencial, sin que nos importen nuestras diferencias.
NdT
*Alusión a la célebre frase de la reina Marie-Antoinette: “Pero que coman pasteles”.
** Referencia al poema Londres, de William Blake (1794) :
In every cry of every Man,
En cada grito de cada Hombre,
In every Infant’s cry of fear,
En cada grito de miedo del recién nacido,
In every voice: in every ban,
En cada voz: en cada prohibición
The mind-forg’d manacles I hear.
Son las esposas forjadas por el espíritu que escucho.