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Colombia: ¿De nuevo la guerra?

Juan Diego García 12/09/2019
Que una parte de las FARC-EP haya decidido volver a las armas es, en el fondo, una muestra más del fracaso de este país como proyecto de nación civilizada.

Los argumentos ofrecidos por Márquez en la proclama de regreso a las armas parecen en principio, incontrovertibles, pues el estado colombiano no solo no ha cumplido en lo fundamental con los acuerdos pactados sino que se continúa en el proceso de su desmantelamiento y en la sistemática eliminación de excombatientes y de líderes sociales, algo que parece repetir la historia sangrienta de este país de gobiernos que prometen, firman solemnemente y luego no cumplen. Además, es interminable la lista de líderes políticos de la oposición (la legal y la subversiva) asesinados al tiempo que las autoridades continúan presentando al país como “la democracia más antigua del continente”.
No solo los motivos alegados por Márquez y sus compañeros resultan ciertos sino que la situación de las amplias mayoría sociales y el enorme grado de desigualdad del país justificarían un alzamiento revolucionario generalizado con el objetivo de instaurar una verdadera democracia o al menos un orden social moderno y aceptable. Que ese objetivo tan legítimo se consiga mediante métodos pacíficos o no es una cuestión táctica y, por supuesto, cualquier persona sensata apostaría por conseguir dicho objetivo mediante un triunfo electoral y con medidas radicales pero con suficiente respaldo popular. La cuestión radica entonces en determinar si el sistema político colombiano, a pesar de todas sus limitaciones, permite ciertamente un cambio pacífico y en consecuencia la proclama de Márquez y sus compañeros no tendría sentido. Un orden social moderno y democrático no significa necesariamente el socialismo pero si un cambio radical respecto al actual orden imperante en Colombia con sus profundas desigualdades materiales y sociales y con un sistema político tan ligado a la violencia oficial y paramilitar como respuesta sistemática a las demandas populares.
Pero aun siendo ciertos los argumentos esgrimidos por Márquez y sus compañeros el camino de las armas plantea serios interrogantes; para empezar la oportunidad que le permite a la derecha de intentar liquidar lo que resta de lo acordado en La Habana. Lo cierto es que no hay reforma agraria ni reforma política (¿podría haberla?), cientos de guerrilleros y cuadros de la insurgencia continúan en prisión a pesar de la amnistía pactada, las ayudas concertadas a los exguerrilleros desaparecen en los canales tan bien aceitados de la corrupción oficial (buena parte de las ayudas vienen solo de algunos países de la Unión Europea o son iniciativas propias de los excombatientes), los programa de substitución de cultivos apenas avanzan y la acción parlamentaria del partido FARC se ve muy limitada por la dinámica tramposa de unas instituciones más propias de una república bananera.
Pero probablemente lo más decisivo sea que a las nuevas FARC-EP les afecta un problema central, común a todos los alzados en armas contra el sistema (las llamadas “disidencias”, el ELN, el EPL): su escenario principal, y por ende su base social decisiva se ubica en las zonas rurales, en un país altamente urbanizado mientras los campesinos propiamente dichos (pequeña y mediana propiedad) no parecen estar en clara disposición de apoyar la lucha armada. Los apoyos a los insurgentes- que ciertamente los hay- vienen sobre todo del campesinado más pobre, casi marginal aunque importante por las economías ilegales. En las zonas rurales crece el número de obreros agrícolas, de pequeños y mediano empresarios del comercio y los servicios cuya principal reivindicación no es precisamente la reforma agraria, bandera tradicional de la guerrilla. Por supuesto que una dirección acertada de su práctica política puede alcanzar esos apoyos, pero de momento no pasa de ser un objetivo, y en todo caso, tampoco resuelve la cuestión de fondo: el escenario rural no puede ser ya el escenario principal si una acción política se propone con perspectivas de triunfo en un país altamente urbanizado.
En segundo lugar, tal como ya se demostró en el pasado reciente, no existen motivos sólidos para pensar que la correlación militar de fuerzas vaya a cambiar en favor de los insurgentes. El efectivo empate entre unos miles de insurgentes y el más de medio millón de tropas oficiales, dotadas con un armamento moderno y la asesoría internacional (Estados Unidos, Israel, Reino Unido y otros países europeos) llevó a ambos bandos a firmar el acuerdo de paz.
Todo indica que la insurgencia apenas tiene algún tejido sólido en las zonas urbanas pero puede construirlo, llevando la guerra a las grandes ciudades tal como advirtió el expresidente Santos y algunos analistas. Sería sin duda el peor de los escenarios, agudizando la llamada “polarización” entre quienes desean una salida pacífica al conflicto y quienes prefieren volver de lleno a la guerra total. A juzgar por los resultados electorales el país que vota (menos del 50%) estaría dividido más o menos por la mitad tal como registró el plebiscito que buscaba respaldar los acuerdo de La Habana que se perdió por menos del 1%. Lo qué piensa el 50% restante de la población –sobre todo urbana y que no vota- es una incógnita y allí podría el conflicto encontrar bases para impulsar su estrategia. Si bien la proclama de Márquez se produce en un contexto muy complejo que no le resulta precisamente favorable, sería insensato ignorar sus posibilidades.
Aunque Márquez y compañeros no descartan la movilización popular pacífica un nuevo llamado al combinar todas las formas de lucha tendría los mismos inconvenientes del pasado (la dura experiencia de la Unión Patriótica, literalmente exterminada por intentar hacer política en la legalidad). El sistema solo deja espacios reducidos a la protesta, que se tolera siempre y cuando no signifiquen peligro alguno al statu quo, un reto que afecta por igual al partido FARC y al resto de las fuerzas políticas de la izquierda y el centro, o sea, cómo aprovechar los escasos márgenes de acción política que deja el sistema, cómo movilizar a la ciudadanía partidaria de la paz y del necesario cambio, sin morir en el intento.
Si la proclama de Márquez parece más la afirmación de un profundo convencimiento revolucionario que una amenaza efectiva a la seguridad del sistema, el reto para el partido FARC y las fuerzas todas de la izquierda electoral y el centro político no es menor. Las elecciones de octubre próximo serán sin duda la ocasión para establecer en qué medida esas fuerzas están en condiciones de hacer efectivos sus propósitos. La posible crisis mundial que tanto se vaticina y los planes estadounidenses de utilizar a Colombia en una aventura bélica contra Venezuela ensombrecen aún más todo el panorama. La debilidad de quienes se mueven en la legalidad y la de quienes optan por las armas no son precisamente elementos de optimismo.