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Los campos de trabajo forzado donde China “reeduca” a los musulmanes

JAVIER ESPINOSA 4 junio 2019
Pekín responde que son “centros de formación profesional” pero los que estuvieron allí recuerdan torturas y un continuo “lavado de cerebro”.

“Tienes algo que no funciona en tu cabeza. Te vamos a enviar a un centro para arreglarlo. Tenemos que transformarte”. Jarkenbek Otan todavía recuerda las palabras exactas de los policías chinos.
El cocinero de 32 años dice que llevaba días siendo apaleado y torturado con descargas eléctricas sin comprender ni siquiera el motivo.
Su peripecia había comenzado con una simple visita a la embajada china de Kazajistán. Nacido en el condado de Zhaosu, en la región china de Xinjiang, Otan se había instalado en Almaty, la capital económica del país vecino, en 2009. Su pasaporte estaba a punto de expirar y pretendía renovarlo. “Me dijeron que no podían hacerlo. Que tenía que volver a Zhaosu”, rememora sentado en un céntrico café de la ciudad kazaja. Según su testimonio, el 27 de enero de 2017, tras atravesar la frontera de Khorgos, fue detenido por los agentes chinos.
“Me esperaban cuatro policías al salir de la aduana. Me colocaron unas esposas, grilletes en los pies y me trasladaron a una prisión situada en un subterráneo. Allí pasé una semana”.
Las primeras palizas estuvieron motivadas por la presencia de Whatsapp en su teléfono. Los agentes chinos le acusaron de ser un “espía” de Kazajistán. “Me daban descargas de electricidad y me preguntaban ¿Por qué tienes Whatsapp? ¿Eres un espía? ¿Has estado en EEUU, en Turquía, en los países árabes?”, añade.
Los siete días concluyeron cuando un equipo de agentes de Zhaosu se personó en las dependencias policiales para trasladarlo a esa demarcación, en la autonomía kazaja de Xinjiang, donde se agrupa la población de ese origen. Cuando llegó -“eran las 5 de la tarde, pero ya era de noche”, apostilla-,le esposaron a una tubería. Le dejaron allí toda la noche. “Ni siquiera me dieron de comer”.
A la mañana siguiente, le informaron que iba a ser interrogado por el jefe de la comisaría. No llegaron a cruzar ni una palabra. El personaje apareció y comenzó a golpearle con una estaca. Tanto que le partió el tabique nasal. “Perdí el conocimiento. Cuando me desperté estaba sangrando por la nariz”, asevera. Fue allí cuando le explicaron los motivos de su detención. Las autoridades de Pekín parecen haber decidido que la religión y la cultura musulmana de Otan necesita ser “transformada” bajo sus propios parámetros.
VÍCTIMAS DE UNA “CAMPAÑA DE REEDUCACIÓN”
Cientos de miles de de musulmanes kazajos, uigures y de otras minorías nativas de Xinjiang han sufrido la misma suerte en el entramado de campos de reeducación establecidos en esa región del oeste del país. Entre un millón, la cifra que maneja la ONU, y los 3 millones que estimó un informe del Pentágono.
Tras negar su existencia durante meses, en 2018 el gobernador de Xinjiang, Shohrat Zakir, admitió la presencia de estos recintos aunque dijo que eran “centros vocacionales” de formación profesional destinados a combatir “el extremismo religioso”. Por supuesto, ese esfuerzo mantiene un estricto respeto a los “derechos humanos”, según la versión que defendió en su diálogo con la agencia Xinhua.
EL MUNDO ha conseguido hablar en Kazajistán con media docena de víctimas de esta campaña extrema de reeducación que rememora los esfuerzos en el mismo sentido que se realizaron durante la égida de Mao Zedong. Si entonces el objetivo era suprimir la “decadencia burguesa” -uno de los eslogan de aquella era-, ahora se trata de enfatizar la primacía del Partido Comunista Chino sobre el Islam.
Por eso, una de las cosas que Otan tuvo que afrontar al llegar a su nueva “residencia” fue asistir a la quema de una pila de coranes y alfombras utilizadas para rezar.
“Nos hacían repetir hasta 126 frases en contra de la religión como esa que dice que que la religión es el opio (del pueblo)”, explica Amanzhan Seituly, otro antiguo inquilino de estas instalaciones de Xinjiang, donde estuvo recluido durante dos meses.
Lejos del carácter “voluntario” que proclama Pekín, todos los testigos coinciden en que fueron enviados a esos habitáculos por la fuerza y aseguran que sufrieron malos tratos, privaciones y sesiones interminables de adoctrinamiento. Orynbek Kokserbek recuerda su experiencia como “un infierno”. Es la expresión exacta que utiliza.
A él ni siquiera le valió tener la ciudadanía kazaja. La obtuvo en 2005, pero para las autoridades de Pekín seguía siendo chino. Había nacido en Xinjiang en 1980.
Tras el colapso de la Unión Soviética y la creación de Kazajistán, el presidente Nursultan Nazarbayev, pidió a los integrantes de la diáspora que regresaran al nuevo país. China, y en concreto la región fronteriza de Xinjiang, ha sido durante décadas el hogar de la mayor comunidad de miembros de esta etnia, cuyo número oscila entre 1,2 y 1,5 millones de personas. Desde esa fecha se estima que unos 200.000 chinos de origen kazajo han retornado al estado vecino.
Kokserbek pasó 125 días encerrado, aprendiendo “canciones ‘rojas’ (himnos comunistas) que no podía entender. “Al llegar no sabía hablar chino”.
Los guardias le explicaron que tenían sus “propio métodos” para enseñarle esos himnos. Un sistema tan brutal como explícito. Le metieron en un hueco de casi dos metros de profundidad y le rociaron con agua. Kokserbek incide en que la temperatura de aquel mes de diciembre era gélida. “Hacía mucho frío”, asevera.
UNA “CURA PERMANENTE” PARA MUSULMANES
“Las autoridades nos dijeron que Kazajistán forma parte de una lista de 26 países peligrosos. Todos musulmanes y árabes. Dicen que los que hemos visitado o vivido aquí podemos estar infectados con ideas extremistas o terroristas”, argumenta Tursynbek Kabi, otro nativo de Xinjiang, que permaneció 16 meses retenido en su aldea natal hasta que pudo volver a Kazajistán el pasado mes de febrero.
La propia documentación del PCC clarifica que los campos comenzaron a expandirse por esa región en 2017. En esas fechas empezaron a multiplicarse las ofertas para integrarse en el personal de unos recintos que eran descritos en el argot oficial como centros dedicados a “transformar” a sus residentes “por medio de la educación”. Según un documento del Colegio del Partido Comunista de Xinjiang difundido en 2017 por un diario estatal, esta técnica permite “una cura permanente”.
Para Jerome Cohen, uno de los expertos más reputados en el sistema legal chino, este es quizás uno de los programas de detención masivos más amplios que ha acometido la nación asiática en los últimos 60 años.
Mientras que Adrian Zen, un investigador alemán especializado en Xinjiang, estima que estas instalaciones superan el millar, el Instituto de Política Estratégica de Australia llegó a identificar 28, utilizando imágenes vía satélite.
La rutina de estos complejos parece ser muy similar. Jarkenbek Otan y B.K. (no quiere ser identificada) indican que les hacían levantarse a las 5 de la mañana y, tras realizar ejercicios físicos y limpiar sus respectivos habitáculos, les obligaban a dedicar al menos 8 horas de clases diarias al aprendizaje de historia china, los caracteres del mandarín -kazajos e uiguures tienen su propio alfabeto, totalmente diferente al chino-, y doctrina comunista.
Los ‘educadores’ comprobaban el grado de conocimiento de sus alumnos. Quien no respondía adecuadamente a sus requerimientos terminaba recluido durante 3 horas esposado en una habitación aislada, añade Otan.
“A mi me pasó una vez. No me acordé de un discurso de Xi Jinping“, agrega. Otan no sabe situar exactamente la localización del campo donde fue recluido. “Me trasladaron con un saco negro en la cabeza, después de raparme y ponerme un uniforme azul”, cuenta.
Allí permaneció desde el 20 de enero de 2017 al 20 de agosto del mismo año. Acompañado de cerca de 700 personas.
“¡ESTOY EN CONTRA DEL SEPARATISMO, EL EXTREMISMO Y EL TERRORISMO!”
“En cada habitación había 15 prisioneros. Los dos primeros meses dormíamos en el suelo. Después trajeron camas. La comida siempre fue arroz, sopa y bollos”. Esa dieta tan limitada y desprovista de proteínas era modificada en ocasiones especiales. Los días en los que el campo recibía la visita de delegaciones del PCC.
Al hablar de esas jornadas, Otan sonríe. Para ellos eran fechas casi “festivas”. “Ocurrió unas cuatro veces. Nos ponían pilaf (un plato tradicional con arroz y carne de cordero o vaca). Pero sólo era esa comida. En cuanto se iban volvíamos a lo de siempre”.
La llegada de altos cargos de la administración estaba precedida por una intensificación de la instrucción. Los detenidos tenían que repetir una y otra vez las proclamas que debían gritar ante los recién llegados. “¡Estoy en contra del separatismo, el extremismo y el terrorismo!”. Son los “tres males” que Pekín ha elegido como objetivo en esta era.Durante la Revolución Cultural de Mao Zedong eran cuatro: “las viejas costumbres, la cultura antigua, los viejos hábitos y las ideas viejas”.
Durante su permanencia en el campo, Otan no sufrió agresiones físicas pero sí presenció una. Un día, cuando regresaba de cenar, dice que pasó delante de una celda y vio cómo le aplicaban descargas de electricidad a un chaval.”A veces se escuchaban gritos provenientes de otras habitaciones”, refiere.
El argot oficial argumenta que la supuesta “formación vocacional” que se ofrece en estos complejos ofrece oportunidades laborales a los integrantes de las minorías asentadas en Xinjiang, lo que permitirá “reducir la pobreza” y prevenir la “marginalización” de estas minorías musulmanas, “caldo de cultivo para generar terrorismo y extremismo”, parafraseando al diario oficial Global Times.
Es cierto que miles han terminado empleados en factorías tras tener que afrontar el severo adoctrinamiento ideológico, pero ninguna de las personas consultadas considera que esa fuera una opción “voluntaria”.
Gulzira Auelkhan, de 39 años, pasó primero 15 meses sometida al mismo sistema de aleccionamiento que Otan o B.K: enseñanza de himnos comunistas, sesiones de autocrítica, diatribas contra el Islam…”Me dijeron que mis pensamientos estaban envenenados porque podía haber visto cosas religiosas en la televisión de Kazajastán”, evoca.
Cuando concluyó ese periodo pudo regresar a su aldea natal. A la semana la policía se presentó en su casa y le conminó a trasladarse a una factoría textil en el condado de Yining. “Era eso o volver al campo”, observa.
Allí tuvo que trabajar casi 12 horas diarias junto a 3.000 personas. Auelkhan conocía a 35 de ellas. Eran ex compañeras de los 3 campos de reeducación por los que había transitado. “No se quienes eran el resto, pero en una reunión los responsables se dirigieron a todos diciendo: vosotros que habéis venido de los campos”, reseña.
La mujer de 39 años terminó cosiendo guantes. Le prometieron que le pagarían 600 yuan (77 euros) al mes. El salario mínimo de Xinjiang oscila entre 820 y 1.460, de acuerdo a las estadísticas oficiales. “Al final me dieron menos de 300 yuanes (39 euros) por los dos meses que me obligaron a estar allí”, aclara. “Los jefes nos decían que toda esa ropa iba a venderse en EEUU y en Emiratos Arabes Unidos”, detalla.
ATRAPADOS, SIN PASAPORTE
El proyecto de metamorfosis mental que promueve Pekín en Xinjiang no se circunscribe al amplio número de individuos que han pasado por los campos de reeducación. Se ha extendido por todo el territorio, comentan los huidos de esa región.
Tursynbek Kabi fue testigo de ello. El sólo pasó 7 días en una prisión pero tuvo que soportar más de un año sometido a un curioso castigo: le quitaron el pasaporte y le confinaron en su aldea natal, ubicada en el condado de Emin. “Simplemente venía para asistir al funeral de mi hermano”.
Durante el periodo forzoso que pasó en el pequeño enclave donde viven sus familiares, Kabi se vio involucrado en un sistemático esfuerzo de las autoridades locales para modificar la fe religiosa de esa remota comunidad musulmana.
Todos los lunes por la mañana, los responsables del poblado reunían a los habitantes y les hacían asistir al izado de la bandera nacional. “Mi aldea tiene 400 casas y tenían que ir todos, menos los niños más pequeños”, apunta. La ceremonia iba seguida de sesiones de canciones comunistas y adiestramiento en el ideario del Partido.
Jornalero ocasional, Kabi se ha asentado en Karabulak, un diminuto poblado a 3 horas de Almaty a donde no ha llegado la bonanza que genera el sector petrolífero, tan obvia en la gran metrópoli.
Aquí, el asfalto de las rutas sigue repleto de baches, el teléfono móvil apenas consigue señal y los residentes viven en precarios domicilios que contrastan con las imponentes edificaciones de Almaty.
Sin embargo, Karabulak mantiene las señales más distintivas de su fe: el cementerio adornado con la medias lunas y una pequeña mezquita tocada con una cúpula verde.
Son los mismos atributos que fueron erradicados del pueblo donde habitan los allegados de Tursynbek Kabi.
“Nos obligaron a quitar los símbolos musulmanes del cementerio. Yo mismo tuve que embadurnar con pintura negra los caracteres en árabe que dicen “Bismilah..” (En nombre de Dios) y romper las medias lunas colocadas sobre las tumbas”, reseña. La mezquita también desapareció. Cuando llegó todavía estaba en pie, aunque cerrada con un candado.
“Un día llegó una excavadora y la tiró abajo. Ahora sólo hay escombros y hierba. Todos los que solían ir a rezar hace 5 años terminaron en los campos y el imán en la cárcel”.
Kabi afirma que la ofensiva contra el Islam fue absoluta. Se prohibió rezar, ayunar, y se les exigió “desembarazarse” de coranes y alfombras destinadas al rezo. Incluso se les conminó a cambiar su forma habitual de saludo. Solían hacerlo con el tradicional “Asalam Mualekum” (Que la paz sea contigo) pero esa fórmula verbal fue eliminada de sus costumbres.
El proceso de mutación de unas tradiciones ancladas en el pasado se amplió a festejos y gustos culinarios. Los kazajos tuvieron que olvidarse del Ramadán y sustituirlo por la Fiesta de la Primavera, la principal cita del calendario chino, y demostrar su desapego hacia la religión bebiendo alcohol. “Ahora todo el mundo bebe alcohol, hasta las mujeres”, relata Kabi.
El control sobre los aldeanos también era categórico. “No estaban permitidas las reuniones de más de 2 personas y había cámaras en todas partes. Cada familia tenía derecho a un único objeto cortante, un cuchillo o un hacha. Están controlados con códigos de barra y sólo los puede usar esa familia”.
El énfasis en la seguridad propició la creación de grupos de autodefensa, donde participaba toda la población. “Nos hacían patrullar con cascos, escudos y garrotes. No sabíamos dónde estaba el enemigo pero había que estar preparados”, observa.
El humilde personaje de 46 años, que todavía tiene a su suegra en uno de los campos, no oculta el enojo que le produce revivir los detalles de aquella experiencia.
“Nos trataron como perros”, concluye.