General

La radicalización violenta en Europa

Francisco Martínez 16 de Agosto de 2018
“L’Europe est en grand danger”. El 10 de mayo de 2016 el Director General de Seguridad Interior de Francia, Patrick Calvar, comparecía ante la Comisión de Defensa de la Asamblea Nacional para dar cuenta de la evolución de la amenaza terrorista y de las conexiones entre defensa exterior y seguridad interior.

Pocos días más tarde, el 24 de mayo, Calvar, uno de los más acreditados profesionales en la lucha contra el terrorismo en Francia, insistía en esta misma idea en una nueva comparecencia parlamentaria. En esta ocasión, el Director General informaba a la Comisión de investigación creada en la Asamblea Nacional para evaluar los medios empleados por el Estado para luchar contra el terrorismo después del 7 de enero de 2015 y exponía con rigor su valoración del alcance de la amenaza que, según su declaración, tenía mucho más que ver con la creciente radicalización y polarización de la sociedad que con la propia violencia terrorista. “Pienso que ganaremos al terrorismo”, afirmaba Calvar, para añadir inmediatamente, “sin embargo, estoy mucho más preocupado por la radicalización de la sociedad y el movimiento de fondo que la impulsa”.
El 17 de agosto de 2017 la ciudad de Barcelona era brutalmente golpeada por la violencia terrorista y, pocas horas después, los responsables del ataque trataban de provocar una nueva matanza en un paseo peatonal de la localidad costera de Cambrils. Los datos conocidos con posterioridad, según revela el minucioso análisis publicado en febrero de 2018 porFernando Reinares y Carola García-Calvo, confirman que los terroristas no cometieron el atentado que inicialmente tenían previsto, cuyos efectos hubieran sido mucho más devastadores, pero que se vio frustrado por la explosión fortuita de la vivienda en la que manipulaban el triperóxido de triacetona (TATP) con la finalidad de elaborar el mortífero explosivo utilizado por los ejecutores inspirados por la organización terrorista DAESH.
El ataque terrorista de Barcelona y Cambrils es un eslabón más de la sangrienta cadena de atentados inspirados por DAESH y, en menor medida, por Al Qaeda en territorio europeo, en una ofensiva de la que los europeos tomamos plena conciencia tras el ataque a la publicación francesa Charlie Hebdo, el 7 de enero de 2015, sin perjuicio de que los servicios de seguridad e inteligencia habían detectado los primeros indicadores de esta nueva amenaza, singularmente recrudecida desde la aparición del autoproclamado Estado Islámico, en junio de 2014.
Aunque el terrorismo sigue castigando de forma implacable a otras regiones del mundo y sigue concentrando sus mortíferos ataques en un número reducido de países, es innegable que la irrupción de la nueva amenaza yihadista ha conmocionado las conciencias del mundo occidental y, en gran medida, ha puesto en cuestión nuestro modelo de seguridad, que es tanto como decir que ha convulsionado nuestra forma de concebir la convivencia y la prosperidad poniendo en jaque un modelo de sociedad que parecía blindado frente a todo tipo de amenazas externas por un avanzado sistema de minimización de riesgos, en el que la tecnología se incorporaba como un ingrediente notable en la protección de la sociedad del bienestar.
En una visión global, el terrorismo – de cualquier inspiración- se sitúa en niveles muy superiores a los previos a los atentados del 11 de septiembre de 2001 y se mantiene como uno de los principales elementos de desestabilización social en varias regiones del mundo. No obstante, tras el repunte de violencia terrorista de 2014, el año 2017 es el tercer año consecutivo en que el número de ataques y el número de víctimas por terrorismo, en cifras globales, se reduce. En 2017, según datos de la Global Terrorism Database, el número de ataques terroristas en el mundo se redujo en un 20% mientras que el número de muertes provocadas por el terrorismo descendió en un 24%, en ambos casos con respecto al año anterior.
Sin embargo, en la Unión Europea y en Norteamérica vivimos convencidos de que la amenaza terrorista ha alcanzado niveles sin precedentes y las cifras respaldan esta percepción generalizada. En efecto, aunque el mundo occidental sigue siendo, con enorme diferencia, la zona más segura del planeta, no es menos cierto que el número de ataques terroristas ha aumentado desde 2014 y, así, en contra de la tendencia mundial, en 2017 los ataques terroristas en Europa occidental aumentaron en un 7%, si bien el número de muertes fue sensiblemente inferior, mientras que en Norteamérica aumentaron tanto el número de ataques –un 29%- como el número de víctimas – un 70%-, en gran medida por el elevado número de víctimas mortales (58 fallecidos) provocadas por un actor solitario que disparó de forma indiscriminada contra los asistentes a un evento musical en la ciudad de Las Vegas, el 1 de octubre de 2017.
La amenaza terrorista ha alcanzado niveles sin precedentes y las cifras respaldan esta percepción generalizada
Las cifras no son otra cosa que la constatación empírica de una realidad: la quiebra de la percepción de seguridad propia de la sociedad occidental, vapuleada por el efecto disruptivo de la globalización y el impacto impredecible de la digitalización de la vida contemporánea. Los atentados de Barcelona y Cambrils, de los que se cumple un año, no son sino la constatación cercana y desgarradora de este fenómeno que ha situado en primer plano de relevancia las políticas públicas en el ámbito de la seguridad. En Francia tras los atentados de enero de 2015 la seguridad se convirtió en la segunda preocupación de los ciudadanos, detrás del desempleo y la intensidad de esa preocupación no ha hecho otra cosa que aumentar.
En la Unión Europea y en la mayor parte de los Estados miembros se ha modificado la legislación frente al terrorismo, se han creado unidades especializadas de coordinación policial y de inteligencia, se han revisado los protocolos y se han desarrollado nuevos planes para prevenir e incluso erradicar la radicalización violenta, al tiempo que se han tomado medidas para proteger las ciudades frente a ataques perpetrados con la intención de causar el mayor daño posible a la población civil.
En gran medida esta respuesta integral a la amenaza explica que aunque el número de ataques haya aumentado el pasado año, el número de muertes sea inferior, probablemente porque junto al imprescindible análisis crítico que debemos hacer de los atentados que han golpeado mortalmente nuestras ciudades, no es menos relevante el de los ataques que han sido frustrados antes de cometerse o que no han conseguido, por diversos motivos, el propósito criminal perseguido, como presumiblemente sucedió hace unos días cuando un vehículo intentó un atropello masivo y se estrelló cerca del Parlamento Británico.
En esta línea, el informe publicado en diciembre de 2017 por David Anderson sobre los cuatro atentados ocurridos en Reino Unido entre marzo y junio de 2017 indica que pueden extraerse muchas conclusiones también de los 20 ataques frustrados de los últimos cuatro años en suelo británico, que han conducido, en la fecha de aprobación de dicho informe independiente, al enjuiciamiento de siete de esos ataques frustrados y a diez condenas de prisión perpetua. Es decir, Europa está gravemente amenazada, pero está adoptando muchas medidas acertadas para protegerse eficazmente.
Europa está gravemente amenazada, pero está adoptando muchas medidas acertadas para protegerse eficazmente
Los atentados de Barcelona y Cambrils, a pesar de no responder en su ejecución al plan inicialmente concebido, revelan en gran medida los perfiles característicos de esta amenaza yihadista en la que se confunden lo global y lo local, el fanatismo religioso, el desarraigo y la crisis de identidad, con consecuencias fatales.
Así, en estos años hemos comprobado que mientras los órganos centrales del DAESH capitalizaban la divulgación planetaria de sus acciones criminales mediante un extraordinario aparato de propaganda digital, los ataques eran perpetrados por ejecutores solitarios, parejas o –como en el caso de la célula de Ripoll- por grupos fuertemente radicalizados y meticulosamente organizados aunque, en algunos casos, con errores de coordinación.
Esta combinación entre la centralización del aparato de comunicación y propaganda y la descentralización de la ejecución de los atentados a través de una inquietante estructura reticular que penetra en el tejido local a través de individuos inspirados por DAESH vuelve a poner en primer plano de las preocupaciones la prevención de la radicalización y algo mucho más complejo, como es la reconducción de los procesos de extremismo violento ya avanzados.
Aunque los atentados de Barcelona y Cambrils constituyen un punto de inflexión en la capacidad del DAESH de rentabilizar el estrépito mediático de sus acciones, como explica el profesor Torres Soriano en un excelente informe publicado recientemente, no es menos cierto que el ámbito digital sigue planteando los mayores retos en la prevención de la radicalización violenta.
La preocupación de Patrick Calvar con la que iniciábamos esta reflexión se hace evidente si constatamos que, según el informe preliminar de la Comisión especial sobre terrorismo del Parlamento Europeo, se estima que entre 50.000 y 70.000 radicales yihadistas residen en la Unión Europea.
El ámbito digital sigue planteando los mayores retos en la prevención de la radicalización violenta
La tesis de Calvar es que los brotes de fanatismo violento se pueden contagiar a otros grupos de ideología e inspiración radical opuesta, generando con ello lo que califica como una “confrontación ineluctable”. El desafío de la radicalización violenta ha sido abordado por un grupo de alto nivel de la Comisión Europea que ha presentado su informe final en mayo de 2018, poniendo el acento en que los Estados miembros deben desarrollar políticas que estén a la altura de la magnitud del desafío y concentrarse en los retos que supone el extremismo en el mundo digital, la radicalización en prisiones o la creciente polarización de identidades y sentimientos excluyentes.
Europa se enfrenta así a un reto que va más allá de la violencia terrorista, que afecta no solo a la seguridad de personas y bienes sino a los propios valores fundacionales de nuestra civilización, que deben ser preservados a toda costa a través de una respuesta multidisciplinar. Los Estados son plenamente conscientes de sus limitaciones y precisan, por eso, de la decisiva implicación de otros actores, globales, nacionales y locales, protagonistas de una sociedad en plena turbulencia que hace tiempo superó los esquemas de la paz de Westfalia para adentrarse en una vertiginosa espiral de aceleración del cambio, con desenlace incierto.