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El asentamiento de refugiados de Palabek, lo más parecido a un hogar

ROBERTO BÉCARES 11 AGO. 2018
Tocare tiene 22 años, viste un traje de llamativos colores, es esbelta, y porta a su espalda con sumo cuidado a un niño de unos cuatro meses en una suerte de portabebés elaborado con telas y atado al pecho.

Tocare, de la etnia acholi, una de las minoritarias en Sudán del Sur, huyó hace un año de su casa, en Magwi County, al sur del país, rumbo a Uganda, después de que las guerrillas mataran a su padre, a su madre, y a su hermano.

«Del padre de mi hijo no sé nada, tuve que escapar de allí. Era muy peligroso. No puedo volver allí si sigue habiendo guerra, tengo que estar donde está la paz», dice con serenidad sobre la guerra de guerrillas desatada en Sudán del Sur después de que se separara del norte en 2011, en un conflicto donde las dos principales etnias, dinkas y nuer, enemigos ancestrales, se disputan el poder a base de metralla y machetazos.
Tocare acaba de salir de misa en la Iglesia del Centro escolar Daniel Cambori, en el asentamiento de refugiados de Palabek, adonde alrededor de 200 niños, la mayoría huérfanos, acuden a clase a diario. Hace año y medio, Palabek, a 77 kilómetros de Gulu, la ciudad más grande al norte de Uganda, y a 45 kilómetros de la frontera, no existía. Era un terreno forestal sin habitar.
Hoy, este asentamiento montado por Acnur, la agencia para el refugiado de la ONU, con el apoyo del gobierno ugandés, alberga a 42.000 personas huidas de Sudán del Sur, de las que más del 85% son mujeres, niños -muchos de ellos huérfanos- y adolescentes. Palabek no es un asentamiento al uso. Todo es ordenado, simétrico. Se extiende por una amplia llanura verde donde los campamentos se dividen por zonas y sectores, principalmente para evitar que se extiendan enfermedades y epidemias, a ambos lados de pistas de tierra roja.
Cuando llegan al asentamiento los nuevos refugiados pasan varios días en las carpas de Acnur donde se les examina médicamente y se estudia su caso para saber donde acomodarles, evitando siempre mezclar a etnias rivales. «Si vienen sin familia, se les intenta situar en poblados de su tribu o conocidos de su población. Muchos vienen con problemas psicológicos», afirma el padre Joseph, misionero estadounidense responsable del centro Cambori, que tras una larga vida en varios países africanos, destaca la particularidad de este asentamiento, que ocupa alrededor de 20 millas cuadradas.
Una vez son aceptados en el asentamiento, a los refugiados se les proporciona un terreno de 30 por 30 metros. Allí construyen su casa -el material es facilitado por Acnur para que sean los propios refugiados los que la construyan; en su mayoría, casas de adobe con el techo de paja-, levantan su huerto -los utensilios también los aporta Acnur-, donde plantan patatas, maíz o judías, y cavan su propia fosa séptica.
Tan particular es esta miniciudad que Acnur tiene un programa específico para que los refugiados planten árboles de nim en los límites de sus parcelas para paliar la deforestación de la zona debido a la tala masiva de vegetación para ganar terreno al campamento. El Programa Mundial de Alimentos de la ONU da cada mes a cada familia un litro de aceite, un kilo de alubias y 12 kilos de harina. En medio del asentamiento se ha levantado una miniciudad, con tiendas con pocos alimentos, bares con neveras enchufadas a ninguna parte, y hasta algo que llaman hoteles y que no son más que barracas de metal con una o dos habitaciones con un calor insoportable en su interior.
«Muchos dicen que la comida no es suficiente», precisa el misionero salesiano indio Azar Arasu, uno de los responsables del Centro don Bosco, que han levantado aquí tres guarderías donde los pequeños aprenden inglés, y están construyendo en la actualidad «una escuela técnica que pueda significar un futuro» para adolescentes «porque aquí después de Secundaria no hay oportunidades».
Michu, con 20 años, huyó de Torit County. «Tengo familia que sigue allí, pero yo vine porque, además de la guerra, allí es muy cara la educación». De 1,90 de altura, este joven que casi habla un perfecto inglés, recuerda la agonía de cruzar la frontera. «Es muy difícil atravesar hasta Uganda, hay que pagar dinero», precisa en el centro Daniel Cambori, que junto a Don Bosco, fue visitado recientemente por la expedición España Rumbo al Sur, dirigida por el aventurero Telmo Aldaz de la Quadra-Salcedo y que permite desde hace 13 años que en cada edición más de 100 adolescentes conozcan la realidad africana. La expedición ha colaborado económicamente con varios de los proyectos que se han puesto en marcha en Palabek y durante el viaje los expedicionarios protagonizaron el evento de la semana en el campamento al disputar un partido de fútbol con los refugiados al que acudieron 3.000 personas.
Los sursudaneses llegan aquí en la actualidad a un ritmo de 100 por semana, muy alejados de los 500 en un día que se llegaron a registrar hace un año, cuando el conflicto en el país vecino se recrudeció, pero que lleva a intuir que el asentamiento se mantendrá sine die, al menos mientras el dinero de la ONU -470 millones de dólares ha dado recientemente al gobierno ugandés por los 1,4 millones de refugiados que acoge- y las ONGs siga llegando. «Al menos el campamento se mantendrá durante otros diez años, muchos quieren volver pero otros saben que allí no queda nada y preferirán quedarse aquí», afirma el padre Michael, que, como el resto de misioneros, destaca las positivas particularidades de la política de Uganda con los refugiados, ya que una vez les otorgan la tarjeta de identidad, pueden moverse libremente por el país. «Muchos que tienen carrera o estudios se van a Kampala o a otras ciudades a trabajar».