Pobres y discapacitados viven en las sombras en Perú
Por Andrea
Vale, IPS, 31 may 2018
Ochenta
por de las personas con discapacidad viven en países en desarrollo,
concluyó un estudio de la Organización de las Naciones Unidas. Sus identidades,
sus vidas y sus historias personales son distintas, no así el estigma y la
falta de recursos que padecen.
Carmen
Rosa (izquierda) y María Elena en su pequeña vivienda en Cajamarca, Perú.
Crédito: Andrea Vale/IPS
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Y sino,
está del lado de adentro mirando el gallinero y la ropa tendida afuera de su
casa o apoyado en la pared de adentro de su casa mirando la habitación
familiar, que también es cocina y comedor, así días tras día.
Roberto
tiene parálisis cerebral, y como sucede con muchas personas en la región de
Cajamarca, en Perú, nadie sabe qué más tiene. Tiene suerte de que su madre
buscó ayuda para incentivar sus capacidades motoras, verbales y mentales, con
la esperanza de que algún día Roberto pueda sentarse, caminar y hablar por su
cuenta.
Pero la
mayoría de las personas con discapacidades físicas o mentales en Cajamarca no
reciben atención o si la buscan se encuentran con que no existe.
Gladis
fue una de las que tuvo suerte. La novena de 11 hijos, nació en Cajamarca,
donde debía vivir toda su vida. Pero a los tres meses recibió una inyección que
tocó un nervio crucial y le dejó las piernas paralizadas. Su familia pudo
llevarla hasta el hospital San Juan de Dios, en Lima, a 16 horas de autobús,
donde vivió hasta los 11 años.
En ese
tiempo Gladis tuvo múltiples operaciones y recibió rehabilitación y educación.
Con ayuda de un apoyo de metal, dio sus primeros pasos a los 11 años.
“Pude
sentir que era una persona”, comentó. “Que valía porque podía caminar”, apuntó.
Cuando
regresó a Cajamarca, Gladis terminó la secundaria y estudió contaduría. Pero
cuando trató de ingresar al mercado laboral, se encontró con que no había lugar
para ella. Y cuando finalmente consiguió un empleo, nunca le pagaron.
Pero la
situación de quienes no tuvieron su apoyo en la infancia es, como Gladis
relató: “Muy triste, muy triste porque los padres no suelen ayudar a los niños.
Los ponen en una esquina y les dicen: ‘no haces nada, no nos sirves, no
trabajas, no eres nada’. No reciben educación ni encuentran trabajo”, explicó.
“He
estado en lugares en que el niño está tirado en un lugar y lo único que tiene
es un cuenco de avena”, relató.
“Había un
niño que no podía mover los brazos ni las piernas, y cuando lo visité lo
encontré tirado en el piso con la cabeza adentro el cuenco como un animal. Sus
padres decían que ese niño era un castigo de Dios. Lo abandonaron, no le dieron
comida y el niño murió”, añadió.
El
estigma es un obstáculo para superar la discapacidad. Pero aún cuando los
padres apoyan a sus hijos, la cuestión es dónde o cómo pueden hacer esto o
aquello.
“Visite a
dos jóvenes, cuya madre dejó la tierra en la que vivían para buscar tratamiento
para sus hijas, pero no tiene recursos económicos ni trabajo, y la
rehabilitación cuesta dinero”, señaló Gladis.
Al entrar
a su casa en la ciudad de Cajamarca, le llevó un minuto acostumbrar la vista a
la oscuridad, hasta que al fin descubrió un espacio reducido con piso de tierra
en una de las dos habitaciones de la vivienda.
En la
otra habitación, en una esquina oscura rodeada de pollos, heno y en medio del
desorden estaba Carmen Rosa sentada, hundida en una silla, su atalaya, con
espasmos incesantes en el torso y los brazos, imposibles de controlar. Vive,
literalmente, en la oscuridad.
La imagen
fue impactante, pues con los ojos siguió a los visitantes con una firmeza que
no tiene su físico. Pero detrás de sus músculos incontrolables, Carmen Rosa
esconde una mente brillante.
“Me
encanta leer, pero cuando estoy nerviosa, no puedo”, comentó. “Me deja
nerviosa, no me gusta. Estoy sentada días tras día y no puedo controlarlo.
Estoy muy triste”, confesó.
Cuando
habla, esforzándose por mantener firme su cuerpo espasmódico, Carmen Rosa
respira con dificultad. Mientras, su hermana menor, María Elena, se balancea
ligeramente mirando desde la otra punta de la habitación.
Carmen
Rosa tiene 23 años. Nació con un cuerpo que estaba en perfectas condiciones,
pero cuando cumplió los nueve empezó a perder control de sus músculos, uno por
uno. Su madre dejó el terreno donde siempre vivió su familia para llevar a su
familia a Cajamarca.
María
Elena, con 15 años, mira a su hermana mayor sacudirse, sin miedo, más bien con
una resignación estoica.
Tras
vivir con miedo la llegada de los nueve por temor a perder el control de sus
músculos, cuando finalmente los cumplió, descubrió que sus manos comenzaban a
temblar. Por ahora se tambalea hacia adelante y hacia atrás, un sútil anuncio
de los violentos espasmos de su hermana.
Carmen
Rosa y María Elena son muy inteligentes y perceptivas, sin embargo, la escuela
se terminó para ellas en cuanto dejaron de poder agarrar un lápiz con la mano.
Según la
Confederación Nacional de Personas con Discapacidades del Perú, la educación
especial para quienes tienen dificultades leves no es realmente inclusiva y
para quienes tienen trastornos más graves, totalmente inexistente.
Aparte de
los pocos que están en escuelas especiales, 87,1 por ciento de niñas, niños y
adolescentes de Perú con discapacidades no reciben ningún tipo de educación.
En una de
las pocas escuelas que atiende esas necesidades especiales en la región de
Cajamarca, los niños están en aulas en las que gritan, chillan y corren
desenfrenados. A pesar de los afiches llenos de mantras educativos, siempre es
la hora del almuerzo, del recreo, de la merienda o de una salida de campo.
En una de
las clases de primer grado que visitó Gladis, las maestras solo miraban a los
niños jugar y solo les hablaban para reprenderlos cuando uno trataba de golpear
a otro. Los que están en silla de ruedas, si eran empujados, quedaban mirando
la pared sin hacer nada, hablando entre ellos.
Hay 485
hospitales en Perú, de los cuales solo 75 tienen servicios de rehabilitación.
De esos, 45 están en Lima. No hay ningún servicio para personas discapacitadas
en las áreas rurales, lo que hace que solo cinco por ciento de las personas con
discapacidad reciban algún tipo de atención especial.
A pesar
de las terribles perspectivas, Carmen Rosa es optimista.
“Creo que
un día estaré mejor”, asegura.
“Me van a
curar y podré hacer todo y estar mejor. Me gustaría más que nada ayudar a
personas como yo, con discapacidades, que no tienen amigos y están tristes.
Estoy triste y quiero ayudarlos”, añadió.