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La mujer que guarda una tradición amenazada del Ramadán egipcio

Francisco Carrión, El Mundo, 14 jun. 2018

Dalal
recorre las calles de un humilde distrito de El Cairo despertando a sus vecinos
para la última comida previa al ayuno. La figura del ‘musaharati’, en peligro
de desaparición, era hasta ahora un oficio exclusivo de hombres
Dalal
Abdel Qader toca el tambor de noche para despertar a sus vecinos. FRANCISCO
CARRIÓN

“¡Despierta
Samira! ¡Despierta Husein! Es la hora de comer”, vocea Dalal Abdel Qader
mientras, tambor en ristre, camina balanceándose por las calles sin asfaltar de
un barrio obrero de El Cairo. El reloj marca la medianoche y Dalal deambula
despacio abriéndose paso por oscuras callejuelas. Su repique y canturreo marcan
la tradición del ‘musaharati’, un oficio hasta ahora masculino del Ramadán
egipcio que batalla contra su propia desaparición.

“Es
una profesión cansada que tiene pocos pretendientes. La gente está perdiendo
este folclore”, comenta Dalal, una egipcia de 46 años que durante el resto
del año se gana la vida planchando en una lavandería de Hadayek el Maadi, un
barrio humilde del sur de la megalópolis cairota. “No podemos permitir que
caiga en el olvido. El ‘musaharati’ es la alegría del Ramadán, una costumbre
que proporciona sabor y que los niños deberían conocer”.
El
quehacer al que Dalal, con cuatro retoños y un marido enfermo, se entrega
durante el mes sagrado musulmán, que concluye este viernes, es un trabajo
cargado de solera. Desde hace siglos el ‘musaharati’ recorre las calles
egipcias a golpe de tambor para marcar el tiempo del ‘suhur’, la última comida
antes de que los rayos del sol inauguren una nueva y esforzada jornada de
ayuno. Durante su deambular, la juglar repite himnos y llamadas para arrancar
del sueño a quienes se arriesgan a sacrificar entre las sábanas las viandas
previas al amanecer.
Tradición
familiar
“Salgo
de casa alrededor de las 11.30 de la noche. Comienzo siempre en la misma calle
y de ahí voy caminando. Concluyo el trabajo para cumplir con la oración del
‘fagr’ (amanecer), relata Dalal. Su cita con las veladas del Ramadán comenzó en
2012, con la responsabilidad de quien hereda un preciado legado. “Mi
hermano mayor y, antes, mi padre se habían dedicado a ser ‘musaharati’. Cuando
falleció mi hermano en 2011 decidí salir en su memoria. Hacerlo me conecta con
el pasado”, evoca la mujer.
Desde
entonces, su figura -con el tambor decorado con las coloridas telas del Ramadán
y asido con una cuerda a su cuerpo- se ha hecho habitual durante las noches en
las que sus compatriotas sacian la sed y el hambre tras horas de vigilia. “Al
principio, la gente se sorprendió al ver a una mujer pero luego terminaron
elogiando que decidiera seguir la estela de mi hermano”, admite Dalal
desde el apartamento familiar poco antes de emprender la misión mientras acuna
a su primera nieta, nacida hace unos días.
Ni
siquiera los mimos de abuela han podido convencerla para permanecer en casa.
Fiel a su costumbre, la cantante de amaneceres se desliza minutos después
escalera abajo desde el séptimo piso. En la calle, a un paso del estruendo de
un café atestado de parroquia masculina, toma un ‘tok tok’ (motocicletas de
tres ruedas) hasta el callejón en el que inicia su ruta. Su hijo Mahmud, de 20
años, le acompaña en el periplo diario. “Lo hacía con mi tío y ahora lo
hago con mi madre. Estoy muy orgulloso de ella”, narra el joven.
En una
tierra de hombres, el empeño de Dalal por continuar el oficio familiar es una
hazaña. “Es muy raro una ‘musaharat’i mujer. Yo no conozco otros
casos”, admite la matriarca. “Y -confiesa- me gustaría que empezara a
haberlas”. “Algunas veces hay quien me pregunta qué hago o por qué
llamo si está todo el mundo despierto. Yo les respondo que solo canto y que la
gente es libre de escucharme o no”, asevera. “Mis sueños son
peregrinar a La Meca; que Alá esté contento conmigo y poder reunirme alguna vez
con el presidente”.
Una
profesión difícil
Su
pasión, no obstante, causa furor entre los más pequeños. “Se enfadan si se
me olvida recitar sus nombres”, señala feliz Dalal. Durante su peregrinaje
nocturno, las madres se acercan a darle instrucciones para que despierte a sus
hijos a cambio de una pequeña limosna. “¡Despierta Husein! Obedece a tus
padres y cuida de tus estudios”, exhala su voz al caminar por estrechas y
polvorientas arterias, entre edificios de hormigón. “Es una mujer humilde
y trabajadora”, ensalza la propietaria de un ultramarinos por el que el
tambor de Dalal cruza puntual cada jornada.
“Suelo
tomar en la calle la última comida antes del ayuno. Shuruk, una de mis vecinas,
me ofrece bebida. Um Hamada me prepara un ‘koshari’ delicioso [una calórica
comida local preparada a base de arroz, lentejas, garbanzos y
macarrones]”, detalla esta suerte de sereno. “Hay ocasiones en las
que me quedo a comer con algún niño porque sus padres dicen que no prueban
bocado si no estoy allí”.
Mantener
a flote la profesión de ‘musaharati’ supone una batalla que Dalal libra sin
apenas queja. “Es difícil. Cuando termino, me duelen la voz y las piernas
pero me gusta. Vale la pena”, murmura. “Para ser un buen profesional,
hay que estar motivado, ser paciente, memorizarse el nombre de los vecinos e ir
renovando el estilo de cantar y los himnos”, enumera mientras apura los
últimos días de tradición. “Lo echo mucho de menos el resto del año. Es el
único momento en el que siento que mi hermano aún está aquí conmigo”.