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La democracia sentimental: cuando la opinión pública pierde la razón

Rafael
Rubio, The Conversation, junio 24, 2018

La
relación entre verdad y democracia no ha sido nunca fácil. Ya dijo Aristóteles
que “la palabra es el fundamento de la práctica política”; pero son los
regímenes totalitarios los que mejor han entendido que quien domina la
semántica controla la realidad.
Mítin
político en campaña electoral en Álamo (México). Ricardo Anaya Cortés / Visual,
CC BY-NC-SA

Stalin lo
tenía claro: “El arma esencial para el control político será el diccionario”;
no en vano, el medio de comunicación oficial del régimen soviético se llamó Pravda
(la verdad). Pero en la sociedad del conocimiento, la información es la materia
prima de la democracia, que se cimienta sobre la opinión pública formada en el
conocimiento de la verdad.

En un
mundo donde las técnicas de comunicación permiten la manipulación de
sentimientos, comportamientos, actitudes y formas de pensar, la opinión pública
sufrirá también un importante deterioro. Aunque Aristóteles en su Retórica
señaló que “pertenecen al mismo arte lo creíble y lo que parece creíble”, la
verdad juega en desventaja numérica: es una la reproducción íntegra de la
realidad, mientras que las mentiras pueden tener infinidad de versiones, tantas
como visiones deformadas de una realidad. A esto hay que añadir que la
información falsa tiene un 70% más de posibilidades de ser compartida que la
verdadera
. Aunque la tecnología ofrece grandes oportunidades a la
democracia, también plantea amenazas: la aparición de nuevas desigualdades en
torno a la brecha digital, motivada por aspectos como la edad, el origen y la
educación; el mayor control sobre los ciudadanos; la sustitución de los medios
tradicionales por plataformas sociales y buscadores, que permiten silenciar a
grandes sectores de la población en el debate público; o el bajo compromiso que
produce la participación a través de herramientas tecnológicas y que no suponen
una auténtica implicación para el ciudadano
.
A estos
riesgos se suma la desvinculación entre democracia y verdad, que supone uno de
los grandes peligros para nuestro sistema. La democracia requiere una base de
racionalidad que se expresa principalmente en el diálogo parlamentario. Este
debate es el fundamento último y la mayor grandeza de la democracia
representativa, que bien podría ser definida como un enorme diálogo. Y esto
requiere de un lenguaje común. El problema surge cuando este diálogo se
desarrolla en un lenguaje político cargado de ficciones desvirtuadoras de las
realidades más evidentes. La política, convertida en una lucha por la
apropiación del lenguaje, va alejando a este de la realidad y provoca una
peligrosa separación entre gobernantes y gobernados.
El reality
político
Esto
también favorece la sustitución del discurso político racional por la seducción
emotiva de una retórica falaz, que puede conducir a conculcar el sistema de
valores y principios fundadores de nuestro sistema político. El predominio de
la imagen, que suele abstraerse del contexto y ofrecerse sin matices, inclina
la balanza entre razón y corazón hacia el lado del sentimiento: es la
democracia sentimental, que algunos estudiosos consideran el fin de la
Ilustración. La sociedad es cada vez más voluble y más emotiva, y esto fomenta
la búsqueda de la satisfacción inmediata, que lo quiere todo y ahora, y provoca
que los actos se midan exclusivamente por sus consecuencias inmediatas.
La
política se convierte así en espectáculo y el político en objeto de consumo; en
palabras del analista político Christian Salmon, “un artefacto de la subcultura
de masas (…) obligado a actuar 24 horas al día, siete días a la semana: contar
un relato, influir en la agenda de los medios, fijar el debate público, crear
una red, es decir, un espacio para difundir el mensaje y hacerlo viral…”. La
política-espectáculo desgasta la credibilidad de los políticos y hace depender
su agenda de los grandes eventos de masas, como las elecciones o las
manifestaciones, propiciando al mismo tiempo una impactante retórica de ruptura
y cambio, un mensaje que contrasta con las necesidades lógicas de la gestión
diaria de la política y provoca la fragmentación de la ciudadanía. Esto
favorece el aislamiento de los políticos, que desarrollan su labor en
estructuras públicas robustas, pero inmersas en una realidad paralela
retroalimentada por unos medios de comunicación disminuidos debido a la
fragmentación de la conversación y a unas condiciones económicas que les
terminan convirtiendo en extensiones de un reality en el escenario de la
postpolítica. Esto produce efectos como el cyberapartheid y cyberbalkanization
o los ciberguetos, que aceleran la polarización de la política y embrutecen el
debate público. La volatilidad es otra de su consecuencias. La población es
cada vez más impulsiva a la hora decidir, de manifestarse y de pedir cambios
legislativos o sociales; esto dificulta las medidas de políticas públicas que,
además de reflexión, requieren de tiempo para ser eficaces.
El
diálogo imposible
La
consecuencia más relevante de todo lo anterior es “una constante y total
sustitución de la verdad de hecho por las mentiras; no es que las mentiras sean
aceptadas en adelante como verdad, ni que la verdad se difame como mentira,
sino más bien que el sentido por el que nos orientamos en el mundo real -y la
categoría de la verdad versus la falsedad está entre los medios mentales para
alcanzar este fin- queda destruido” (Hannah Arendt).
Al
presentarse la verdad como el fruto del consenso y situar a cada uno como
medida de la misma se imposibilita el diálogo, basado en el conocimiento de los
hechos y en el convencimiento de la existencia de la verdad, y pone en peligro
la convivencia. Si alguien está convencido de algo, está convencido de que si
eso es verdad no es porque él lo diga, sino porque otros seres racionales
también pueden conocerlo. La mística de “mi verdad”, lejos de permitir el
diálogo, lo convierte en una representación sin contenido. Cada uno se
construye su universo ético particular y esto destruye la unicidad del lenguaje
y las referencias comunes de la ciudadanía, que son las bases imprescindibles
para el debate.
Así,
dialogar deja de ser una búsqueda social de la verdad, pues ésta es
inalcanzable y, en la práctica, inexistente. Para que exista el diálogo es
necesario que lo que uno propone en forma de opinión se haga con una pretensión
de verdad, y que se esté dispuesto a escuchar, exponiéndose a la posibilidad de
que la opinión contraria sea más racional. Nada de esto es posible si se niega
la capacidad natural de la razón para encontrar la verdad.
Cuando no
existe una verdad sobre el bien y el mal, la democracia se convierte
inevitablemente en una provisional convergencia de intereses con bandos
opuestos, donde sólo hay un ganador posible. La consecuencia de esta batalla
entre dos intereses que no apelan a una razón universal -a la verdad- es que
acaba por imponerse el interés del más fuerte a través de la guerra, aunque sea
de posiciones.
La posverdad
amenaza de manera seria la democracia. Es cierto que la mentira ha sido siempre
una parte estructural de la política, pero, hasta hace poco, su poder sobre de
la opinión pública se equilibraba por una defensa efectiva del derecho a la
información y unos medios de comunicación potentes. El impacto de
las redes
y la tecnología en la comunicación rompe estos equilibrios
y debilita los pilares democráticos.
Las
estrategias de desinformación generan, pues, la sentimentalización de las
decisiones políticas, la fragmentación de la opinión pública, la creación de
esferas públicas paralelas y polarizadas, la falta de referencias informativas
válidas y la creación de un clima de sospecha general que pone en cuestión el
papel de la verdad, aumentando el cinismo y la apatía entre los ciudadanos. El
principio indispensable de una verdadera democracia vuelve a ser hoy la
necesidad de recuperar un acuerdo sobre la existencia de la verdad y la
posibilidad de alcanzarla. Como señaló Claudio Magris, “muchas cosas dependerán
de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combate el nihilismo o lo
lleva a sus últimas consecuencias”.