General

✊ SPECIAL NAKBA _ Mi hogar es Beit Daras: nuestra persistente Nakba

Ramzy
Baroud, Monitor De Oriente, May 15, 2018

Cuando
salió Google Earth en 2001, enseguida intenté localizar un pueblo que ya no
existe en un mapa, que ahora delinea una realidad totalmente diferente. Aunque
nací y crecí en un campamento de refugiados de Gaza, y después me mudé en
Estados Unidos, encontrar un pueblo que estuviera eliminado del mapa décadas
antes no fue un acto irracional, al menos no para mí. El pueblo de Beit Daras
era el lugar de la tierra que más me importaba.
Beit
Daras [islamicity.org]

Sin
embargo, sólo pude estimar dónde estuvo. Beit Daras se localizaba a 32
kilómetros al noreste de Gaza, en un terreno elevado, encaramado entre una gran
colina y un pequeño río que nunca parecía secarse.

Beit
Daras, un pueblo que una vez fue pacífico, existió durante milenios. Romanos,
cruzados, mamelucos y otomanos lo gobernaron e incluso trataron de someter a Beit
Daras, al igual que toda Palestina, aunque fracasaron. Es cierto que cada
invasor dejó su marca – antiguos túneles romanos, un castillo de las Cruzadas,
un edificio del correo mameluco, un khan otomano (Caravanserai) – pero todos
acabaron siendo expulsados. No fue hasta 1948 cuando Beit Daras, ese pueblo
tenaz de tan sólo 3.000 personas, fue vaciado y destruido.
La agonía
de los antiguos habitantes de Beit Daras y sus descendientes persiste después
de todos estos años. El trágico modo en el que fue conquistado Beit Daras al
ser invadido por las fuerzas sionistas ha dejado cicatrices emocionales que
nunca se curarán.
Los
valientes badrasawis – el nombre de los habitantes de Beit Daras – 
lucharon en tres batallas para defender a su pueblo. Al final, la milicia
sionista, la Haganah, con la ayuda de las armas y la estrategia británicas,
derrotó a la humilde resistencia, que consistía mayoritariamente en ciudadanos
con viejos rifles.
La
“masacre de Beit Daras” que sucedió después sigue siendo un grito que atraviesa
los corazones de los badrasawis de todo el mundo. Los supervivientes se
convirtieron en refugiados, y la mayoría viven en la Franja de Gaza. Bajo el
asedio, las sucesivas guerras y constantes contiendas, su Nakba – la
catastrófica limpieza étnica de Palestina de 1947/48 – nunca ha acabado
realmente. No podemos poner fin al dolor si la cicatriz nunca llega a curar.
Nacido en
el seno de una familia de refugiados del campamento de Nuseirat, en Gaza, me
enorgullezco de ser badrasawi. Nuestra resistencia nos ha ganado la reputación
de ser “cabezotas”. Sí, somos cabezotas, orgullosos y generosos, porque puede
que Beit Daras haya sido borrado del mapa, pero la identidad colectiva sigue
intacta, independientemente del exilio en el que vivimos.
De niño,
aprendí a enorgullecerme de mi abuelo; un campesino guapo, elegante y fuerte
con una fe inquebrantable. Consiguió esconder su tristeza después de que le
expulsaran de su hogar en Palestina junto a toda su familia. A medida que se
iba haciendo mayor, se sentaba durante horas, entre los rezos, buscando dentro
de su alma los recuerdos de su pasado. Ocasionalmente, suspiraba y dejaba
escapar unas pocas lágrimas; pero nunca aceptó su derrota, ni la idea de que
Beit Daras había desaparecido para siempre.
“¿Por qué
molestarse en cargar las buenas mantas sobre el lomo de un burro, exponiéndolas
al polvo del viaje, cuando sabemos que es cuestión de una semana que regresemos
a Beit Daras?”, le decía a su desconcertada esposa, Zeinab, mientras
arrastraban a sus hijos a un exilio aparentemente infinito.
No puedo
precisar el momento en el que mi abuelo descubrió que sus “mantas buenas”
habían desaparecido para siempre; que lo único que quedaba de su pueblo eran
dos enormes pilares de hormigón y cactus.
No es
fácil construir una historia que, hace tan sólo algunas décadas, era, junto a
todos los edificios de ese pueblo, ha quedado hecha añicos con la intención de
borrarla de la existencia. La mayoría de las referencias históricas escritas
sobre Beit Daras, ya sea por historiadores israelíes o palestinos, son breves,
y resultaron en la catalogación de la caída de Bet Daras como sólo uno de los
casi 600 pueblos palestinos que han sido evacuados – normalmente, a punta de
pistola – y que han quedado totalmente aplastados por Israel. Sólo fue un
capítulo más de una tragedia más compleja que ha sido testigo de la expulsión
de casi 800.000 palestinos de su patria.
Sin
embargo, para mi familia, fue mucho más que eso. Beit Daras era nuestra
dignidad. Las manos encallecidas del abuelo y su piel curtida atestiguaban las
décadas de trabajo duro en las tierras rocosas del campo palestino. Mis
hermanos y yo solíamos señalar alguna de sus cicatrices para que nos contara la
historia de los riesgos de su vida.
Más
tarde, alguien le dio una pequeña radio de mano para que se enterara de las
últimas noticias y, desde aquel momento, nunca estuvo sin ella. Recuerdo ser
niño y verle escuchando las noticias de Arab Voice en esa vieja radio. Había
sido azul, pero, con la edad, se había quedado blanca. Sus pilas se sostenían
con desafil. El abuelo, sentado con la radio pegada a la oreja, escuchaba y
esperaba aquella noticia: “Pueblo de Beit Daras: vuestra tierra ha sido
liberada, podéis volver”.
El día
que murió, la radio sagrada del abuelo yacía en un cojín al lado de su oreja,
que, incluso entonces, esperaba escuchar esa noticia que tanto esperaba. Quería
comprender su desalojo como un simple error en la consciencia del mundo, que
estaba seguro que se corregiría con el tiempo.
Pero no
fue así. Setenta años después, mi pueblo sigue refugiado. No sólo los
badrasawis, sino también millones de palestinos, esparcidos por campamentos de
refugiados de todo Oriente Medio y una diaspora que crece cada día en el
exterior. Mientras siguen buscando una manera segura de volver a casa, esos
refugiados a menudo suelen embarcarse en otro viaje más, otro camino
polvoriento, expulsados una y otra vez de una ciudad a la otra; de un país al
otro; perdidos incluso entre continentes.
Mi abuelo
fue enterrado en el cementerio del campamento de refugiados de Nuseirat, no en
Beit Daras, como le hubiera gustado. Pero fue un badrasawi hasta el final; se
aferró a los recuerdos de un lugar que para él – para todos nosostros – siempre
fue sagrado y real.
Lo que
Israel todavía no comprende es que el “derecho al retorno” de los refugiados
palestinos no es un mero derecho político, ni siquiera legal, que pueda quedar
eclipsado por el status quo, que siempre ha sido injusto. Para mí, Beit Daras
no es sólo un pedazo de tierra, sino una lucha perpetua por la justicia que
nunca ha de rendirse, porque los badrasawis sólo pertenecen a Beit Daras.