Opciones fatales, la humanidad enredada en sus propias trampas
Mario
Osava, IPS, 24 may 2018
La
violencia urbana y el cambio climático desnudaron como verdugos a algunos
instrumentos que las sociedades modernas adoptaron como palancas de su
bienestar: las armas ligeras, las cárceles, la gasolina y la ganadería vacuna.
Armas recuperadas en un bosque cerca del Presidio Santa Izabel, en Belém, capital del norteño estado de Pará, pertenecientes presuntamente a algún grupo delictivo vinculado a reclusos de la penitenciaria. Fusiles como esos son frecuentemente incautados a bandas vinculadas al narcotráfico y que controlan barrios pobres y cárceles en Brasil. Crédito: Thiago Gomes/Agencia Pará-Fotos Públicas |
RÍO DE
JANEIRO - El caso extremo es el de Estados Unidos, donde la opción por las
armas de fuego como instrumento de defensa está inmolando los estudiantes, por
homicidio a unos centenares y a millones por el miedo.
Los tiroteos en las escuelas estadounidenses,
ya epidémicas, suman más de uno por semana lo que va del año. Se destacan por
su visibilidad mediática, la conmoción provocada y la patológica idolatría de
las armas que se cultiva en el país.
A esa elección fatal (del uso de las armas de fuego para defensa personal y seguridad pública), la historia humana agregó otras, como el uso del petróleo en la propulsión vehicular en lugar de la electricidad más eficiente, la carne vacuna como fuente de proteína y la cárcel como sistema de castigo de delitos graves.
Pero en
cantidad de muertos las campeonas son otras, las calles y hogares brasileños y
latinoamericanos.
La
violencia armada cuesta 526.000 vidas al año en todo el mundo y mucho más
heridos, según la Red Internacional de Acción contra
las Armas Ligeras.
América
Latina concentra un tercio de esos homicidios, aun teniendo solo ocho por
ciento de la población mundial, según el brasileño y no gubernamental Instituto Igarapé,
dedicado a estudiar asuntos de seguridad pública y justicia.
Brasil,
con 2,7 por ciento de la población mundial, responde por 12 por ciento de los
asesinatos, de los cuales 72,9 por ciento cometidos con armas de fuego.
El cáncer
y las enfermedades cardíacas o pulmonares matan mucho más, decenas de millones
al año en el mundo, según la Organización
Mundial de la Salud (OMS), pero las balas diezman
principalmente vidas jóvenes, saludables, con muchas décadas de futuro
perdidas.
Esa
tragedia universal se armó en la medida que la humanidad adoptó para la defensa
personal y la seguridad pública a las armas de fuego que se desarrollaron para
la guerra y la caza, probadas en el exterminio de poblaciones nativas en las
colonizaciones europeas. El efecto fue al revés, una población indefensa.
A esa
elección fatal, la historia humana agregó otras, como el uso del petróleo en la
propulsión vehicular en lugar de la electricidad más eficiente, la carne vacuna
como fuente de proteína y la cárcel como sistema de castigo de delitos graves.
Son cosas
que ya existían y se conocían desde mucho antes, pero que se hicieron
dominantes en los últimos siglos, con la colonización europea de otros
continentes, la explosión demográfica y la urbanización.
Las
trampas solo se evidenciaron en las últimas décadas, con la emergencia del
cambio climático y de la violencia urbana.
La
gasolina no fue la primera alternativa para los automóviles, inicialmente
impulsados a vapor, como los trenes, y electricidad, en fines del siglo XIX. El
derivado de petróleo solo se impuso dos décadas después, por facilidades de
abastecimiento.
Ganado vacuno a lo largo de la carretera Transamazónica, en el este de la Amazonia de Brasil, donde extensas tierras fueron deforestadas para la ganadería. La construcción cercana de la central hidroeléctrica de Belo Monte, en el río Xingu, estimuló la expansión de la actividad al atraer miles de nuevos pobladores en las ciudades vecinas y pavimentar parte de la carretera. Crédito: Mario Osava/IPS |
La vuelta
al vehículo eléctrico, en condiciones muy distintas, parece una solución, pero
se trata de un proceso lento, que exige sustituir una inmensa estructura de
producción y servicios, alimentando temores de que sea demasiado tarde.
Si se
duda de las ventajas de la electricidad, basta imaginarse transportarse en un
ascensor impulsado por un motor a gasolina o diesel. La necesidad de eficiencia
energética en tiempos de crisis ambiental y climática condena las fuentes
fósiles.
En
Brasil, la resistencia al cambio cuenta con un factor adicional.
El sector
petrolero se amplió desde 2006 con los yacimientos descubiertos en el lecho
marino, bajo la capa de sal (presal) del océano Atlántico,mientras que habría
que sacrificar la industria del etanol, derivado de la caña de azúcar, cultivo
que ocupa nueve millones de hectáreas y genera un millón de empleos en el país.
El cambio
climático también alzó la bandera amarilla para la ganadería vacuna, que
acapara 80 por ciento de las tierras agrícolas del mundo, según la Organización de Naciones Unidas para
la Alimentación y la Agricultura (FAO), al sumar el área que produce
su alimentación, además de los pastizales.
Es la
actividad que más promueve la deforestación en muchos lugares, como la Amazonia
brasileña, y está en franca expansión, fomentada por el aumento del consumo en
China y otros países asiáticos. La carne de res suele enriquecer la dieta de
los pueblos de ingresos en ascenso.
No hay
aquí alternativas, como las hay en energía. Al revés, es la carne vacuna la que
va sustituyendo otros alimentos más sostenibles, como otras variedades cárnicas
y el pescado.
Ello pese
a su baja conversión alimenticia, el indicador que mide el engorde del animal
por el alimento que recibe durante un periodo, dado que consume siete
kilogramos para producir uno, cuatro veces más que el pollo.
En muchas estaciones de servicio en Brasil hay surtidores de etanol, además de gasolina. Pero el desarrollo del biocombustible a partir de la caña de azúcar enfrenta, entre otros obstáculos, los intereses del sector del petróleo interno, sobre todo desde el descubrimiento de las grandes reservas en la plataforma marítima bajo la capa de sal, conocidas como presal. Crédito: Mario Osava/IPS |
En Brasil
la ganadería responde por más de 80 por ciento de la deforestación, según el
informe de la FAO sobre el Estado de los Bosques del Mundo 2016.
Se estima que la actividad ya degradó 60 millones de hectáreas, una extensión
similar a la que hace del país el tercer productor mundial de granos.
La
contaminación del aire provoca siete millones de muertos anuales en el mundo y
afecta a 90 por ciento de la población, según la OMS. El cambio climático no
tiene efectos mensurables en muertos, pero sus posibles eventos extremos
ocasionan crecientes víctimas fatales en todas las regiones.
Petróleo
y ganadería se incluyen entre los principales factores de esa destrucción
masiva de vidas. Pero son causas indirectas. Las armas suenan más amenazadoras
aun matando menos.
La crisis
de seguridad pública en muchos países señala una omisión tecnológica. Es raro,
como mínimo, que esa área crítica de la vida social no tenga instrumentos
propios para su ejercicio y se siga recurriendo en los conflictos a las armas
bélicas que al final diseminan inseguridad.
No se
desarrolló una tecnología de armas no letales, efectivamente defensivas y
eficientes, que permitan inmovilizar o volver inofensivo al oponente. Se hizo
algo, con gases y choques eléctricos, sin despertar confianza. Poco para el
siglo XXI.
Cualquiera
que haya disparado una pistola sabe lo difícil que es dar en el objetivo si no
es a quemarropa. En los tiroteos callejeros, frecuentes en Río de Janeiro entre
policía y narcotraficantes, se disparan centenares o miles de veces, casi
siempre sin herir a nadie.
Las
“balas perdidas”, eso sí, ya provocaron muchas víctimas, confirmando como
disfuncional el arma de fuego personal, que se perfeccionó en pistolas y
fusiles de repetición, las metralletas, pero sigue básicamente el mismo
conjunto de cañón, mecanismo detonador, pólvora y proyectil de cinco
décadas atrás.
Paralelamente
la humanidad eligió adoptar las mazmorras medievales como forma única de
castigo para el crimen, con escasas excepciones.
Es un
contrasentido encarcelar alguien que cometió un delito ambiental, capturando
pájaros o talando árboles protegidos, y políticos corruptos de la misma forma
que asesinos contumaces y narcotraficantes.
La era de
la diversidad no llegó al sistema penal y judicial. La furia encarceladora multiplicó
por ocho los presos en Brasil entre 1990 y 2016 cuando alcanzaron
726.712 (0,35 por ciento de la población nacional, de 207 millones entonces).
Aun así
es un tercio del total estadounidense.
Pero en
Brasil las cárceles encubaron las organizaciones criminales del narcotráfico,
cuya jefatura tiene en su interior sus bases, y son centro de muchos crímenes
conducidos por teléfonos celulares cuya entrada las autoridades no logran
impedir.