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El Presidente, su ministro y los condones

Por Daniel
Loewe, El Mostrador, 19 abril, 2018

El
interés en adquirir conocimientos sexuales, así como en acceder sin mayores
dificultades a condones, de modo de poder evitar serias enfermedades, es
suficientemente importante como para ser protegido por un derecho, aun contra
la mejor intensión de los padres. Contra la opinión del Presidente y de su
ministro Gerardo Varela, los colegios (públicos y privados) deben participar en
la educación sexual de los niños incluso contra la voluntad de los padres. 
El
Presidente Sebastián Piñera y su ministro de Educación, Gerardo Varela,
comparten la misma opinión.
Si bien
en su vida privada el ministro opta por una educación más bien liberal para sus
hijos (“sin abejitas” y comprándoles condones), no la hace extensiva a los
hijos de otros. Esto se debe a que “yo no le puedo decir a usted cómo tiene que
educar a los suyos”. Por su parte, el Mandatario, si bien nada dice de la
educación por él escogida y, de un modo apropiado y a diferencia del ministro,
tampoco sobre la capacidad sexual de sus hijos, afirma que “los colegios tienen
que participar de la educación sexual de los niños, pero nunca contra la
voluntad de los padres”. En opinión de ambos, por estas razones no se debiesen
instalar dispensadores de preservativos en recintos educacionales

Es
ciertamente correcto sostener que los padres tienen la primacía en la educación
de sus hijos. Hay suficientes argumentos a favor de esta premisa. Por ejemplo,
razones de eficiencia para circunscribir el foco de la responsabilidad: si cada
cual fuese responsable por todos, el resultado en la interacción social sería
suboptimal.
Este tipo
de argumentos suele acompañarse de apelaciones al sentimiento natural que se da
entre padres e hijos. Quizás el Jefe de Estado tiene en mente este tipo de
argumentos al sostener que el derecho educativo de los padres se basa en que
ellos son los que “mejor saben las formas de enseñarles” y “los que más los
quieren”. Pero estos argumentos no pueden sostener por sí mismos toda la carga
normativa del privilegio y/o responsabilidad educativa de los padres.

Sea cual
sea el estatus justificativo de los argumentos esbozados (consciente o
inconscientemente) por el Presidente y su ministro, ellos no justifican un
derecho absoluto de los padres sobre sus hijos y, ciertamente, tampoco sobre la
educación de los mismos. Atrás quedaron los días en que se consideraba a los
niños como propiedad de su padre o a este como el representante exclusivo de
los intereses de su progenie, como proponía John Locke. Y es que, como ya Locke
tiene que haber sabido, y sin duda el Mandatario sabe, hay padres que dañan los
intereses fundamentales de sus hijos, incluyendo por cierto un interés en poder
llegar a desarrollar un modo de vida autónomo.
 

Si el
fundamento normativo se redujese a las razones expuestas, entonces el derecho
educativo parental tendría la extensión fáctica del sentimiento de amor de los
padres o de las capacidades pedagógicas paternas, lo que es absurdo. La opinión
del ministro Varela parece ser más sostenible. No se trataría ni de amor, ni de
conocimiento, sino de autoridad. Su declaración: yo no puedo decir a usted cómo
educar a sus hijos, expresaría la idea de que yo no tengo la autoridad para decir
a usted cómo tiene que educarlos.

En esta
interpretación, el derecho educativo de los padres sobre sus hijos es expresión
de su autonomía entendida de un modo extendido, como extensión de la autonomía
de los padres sobre sus hijos. Este es un buen argumento: todos tenemos buenas
razones para querer poder ser activos participantes en la educación de nuestros
hijos (de hecho, en una posición imparcial defenderíamos esta potestad). Desde
esta perspectiva, una intromisión contraria a nuestra voluntad en la educación
de nuestros hijos, sería una violación de nuestra autonomía parental.
Pero sea
cual sea el estatus justificativo de los argumentos esbozados (consciente o
inconscientemente) por el Presidente y su ministro, ellos no justifican un
derecho absoluto de los padres sobre sus hijos y, ciertamente, tampoco sobre la
educación de los mismos.
Atrás
quedaron los días en que se consideraba a los niños como propiedad de su padre
o a este como el representante exclusivo de los intereses de su progenie, como
proponía John Locke. Y es que, como ya Locke tiene que haber sabido, y sin duda
el Mandatario  sabe, hay padres que dañan los intereses fundamentales de
sus hijos, incluyendo por cierto un interés en poder llegar a desarrollar un
modo de vida autónomo.
Las
causas pueden ser variadas: incapacidad, desinterés, ignorancia, maldad, falta
de amor, o quizás exceso del mismo, etc. –como bien se sabe, las posibilidades
de hacer las cosas mal siempre nos exceden–. En estos casos, ni la eficiencia,
ni el amor parental, ni la autonomía de los padres puede valer más que el
interés fundamental de sus hijos. Es por eso que, con respecto a los niños, no
se trata de una relación binaria entre padres e hijos, sino de una tríada en
que un tercero, el Estado, está llamado a defender los intereses fundamentales
de los niños aún contra sus padres, en caso de que estos últimos atenten contra
aquellos. Así, en ciertos casos los niños terminan en el Sename, y ya sabemos
cómo nuestra sociedad se hace cargo mediante sus instituciones de estos niños y
sus intereses. El desarrollo jurídico y social que sustenta este entendimiento
considera a los niños como detentores de derechos y no solamente como
beneficiarios de sus padres.
Tampoco
en el caso de la educación, como en muchos otros, los intereses fundamentales
de los niños pueden pesar menos que los intereses de sus padres. Los padres no
poseen un veto a la educación de sus hijos si al hacerlo efectivo violan sus
intereses fundamentales.
A modo de
ilustración, imagine padres que se oponen a que sus hijos adquieran habilidades
de lecto-escritura o conocimientos básicos de matemática en razón de sus
valoraciones y creencias (por ejemplo, el valor de una vida simple, etc.).
Es evidente
que, en este caso, los padres violan un interés fundamental de sus hijos, y que
ninguna apelación al amor parental, o a la eficiencia social del vínculo, o a
la autonomía parental justifica esta violación. Ciertamente, en muchos casos es
difícil trazar la línea entre el interés fundamental de los niños y los
intereses y derechos de los padres. (Por ejemplo, en el famoso Wisconsin vs.
Yoder, la Corte Suprema de EE.UU. otorgó a los padres amish el derecho a
retirar a sus hijos de la escuela dos años antes de lo estipulado por la ley de
escolaridad obligatoria, dado que los niños tendían a retirarse de la
comunidad, haciendo peligrar la libertad religiosa de los padres). Pero el
principio es suficientemente claro.
Y bien,
¿se ve violado un interés fundamental de los niños cuando, en razón de los
intereses de sus padres, se les niega educación sexual efectiva o se limitan
las posibilidades de acceder a preservativos en recintos educacionales? En mi
opinión, sí. Los niños tienen derecho a que se les garantice el acceso a
ciertas oportunidades, tales como el desarrollo de ciertas habilidades y la
adquisición de ciertos conocimientos.
Estas
habilidades y conocimientos no solo incluyen aquellos necesarios para ser un
miembro productivo de la sociedad, pudiendo así alcanzar el éxito individual,
además de potenciar así el capital humano. Ellos tampoco se reducen a aquellos
requeridos para poder participar activamente de la ciudadanía, considerando a
los otros no ya solo como socios productivos sino como sujetos dignos de estima
social y respeto. En mi opinión –aunque es controvertido– estas habilidades y
conocimientos deben posibilitar también el desarrollo de una buena vida,
entendiendo por esta una que incluye un entendimiento del mundo y de nuestra
posición en él (y por eso, parcialmente la importancia de las ciencias, las
artes y la filosofía).
La
adquisición de conocimientos acerca de la sexualidad resulta fundamental para
otorgar a los niños la posibilidad de ganar control sobre su propia vida,
eventualmente evitando conductas riesgosas con efectos más o menos
catastróficos en su vida. Tal es el caso del embarazo adolescente, pero también
de la violencia en la pareja, y ciertamente de las enfermedades de transmisión
sexual, cuyo foco mediático se centra hoy en la creciente tasa de contagio de
VIH y Sida.
Esta
posibilidad de control sobre la propia vida tiene conexiones importantes con
los tres aspectos educativos mencionados. Poner a disposición de los jóvenes en
los colegios la oportunidad de acceder a métodos de protección, como los
preservativos, juega un rol subsidiario, ya que este acceso también facilita
que los jóvenes puedan ganar control sobre su vida.
Si además
consideramos la vida sexual de los jóvenes hoy, así como las crecientes tasas
de contagio de enfermedades sexuales, esta no solo sería una política que
atiende a los intereses fundamentales de los jóvenes, sino también una política
astuta, en el sentido de disponer los medios de manera eficiente y efectiva
para alcanzar un cierto fin.