La bondad como arma de destrucción masiva
JUAN LUIS CEBRIÁN 23 FEB 2018 |
Fue Miguel Ors, jefe de la sección de Deportes del diario Pueblo y famoso presentador de noticias en la pequeña pantalla, quien primero nos presentó.
Sus grandes gafas de miope y su gesto distraído recordaban a los de un niño aplicado, un empollón con aspecto de no haber roto nunca un plato. Era empleado de Televisión Española, mezclador de imagen o algo parecido, y llegó a la redacción del periódico con un manojo de papeles bajo el brazo, “porque lo de la tele es para comer, yo lo que quiero ser es dibujante”. Enseguida comenzó a publicar, en la página de Hermida e ilustrando algunas noticias deportivas hasta su lanzamiento estelar, años después, en el Informaciones dirigido por Jesús de la Serna. Allí comenzó a desarrollar un estilo tan personal y novedoso que acabó por convertirle en representante de toda una generación.
Frente al desgarro cáustico de Chumy Chúmez, la sobriedad intelectual de Máximo o la suave incorrección política de Mingote, Antonio Fraguas aprendió a utilizar la bondad como corrosivo social, hasta casi convertirla en un arma de destrucción masiva. Jamás hubo amargura en su pluma ni, que yo sepa, en su vida. Supo ser travieso sin ser hostil. Retrató mejor que nadie los personajes de la España rural que se resistía a perecer y los del marujeo franquista que se empeñaba en sobrevivir. Como Machado, nunca persiguió la gloria y cuando esta le atrapó eligió ser querido antes que temido, contra lo que es habitual en quienes denuncian las flaquezas ajenas. Por eso, aunque nadie se libra en España de la envidia de los mediocres, jamás se le conocieron enemigos.
Comenzó su colaboración en Pueblo, y también en Hermano Lobo, evitando firmar con su nombre por temor a eventuales represalias en Televisión Española, y optó por utilizar la versión catalana de su apellido paterno. Forges se convirtió así, con el tiempo, en una marca acreditada y en un referente social mientras Antonio Fraguas se afanaba, con talento y dedicación, en dar vida propia a sus personajes, el Cosme, la Concha, los Blasillos y tantos otros, para los que llegó a inventar un dialecto propio, con vocablos que en ocasiones más tarde recogería la Academia.
Su mundo era el de la clase media española ninguneada y despreciada por el franquismo, al que paradójicamente servía de base. Era el humor de la vida cotidiana, inundado de nostalgias, pero siempre amable, incapaz de hacer daño, el humor de la añoranza y la decepción, pero nunca de la tristeza. Sus argumentos podrían haberse inspirado en el teatro del absurdo de Ionesco, y de seguro lo hicieron en los diálogos telefónicos de Gila, pero hundían fundamentalmente sus raíces en el conocimiento cercano y entrañable del comportamiento de la especie humana en torno a la mesa camilla. Siguiendo las recomendaciones de su padre logró que sus dibujos fueran reconocidos a muchos metros de distancia, de modo que lo que llegó a ser más identificable de ellos fue el grueso trazo de las nubes o bocadillos en los que inscribía el texto. Estos acabaron por constituir su auténtica denominación de origen.
Con Andrés Rábago (Ops, El Roto) y con Peridis coronaba el triunvirato de una generación irrepetible de dibujantes de periódico. La crisis del papel en la prensa escrita, la aparición del video animado y los memes distribuidos por Internet, amenazan la relevancia futura de una profesión, la de dibujante de periódicos, que nació con la prensa misma tal y como la conocemos y ha llegado a nuestros días. Charles Dickens, siendo director del Daily News de Londres, encargó al dibujante Seymour que ilustrara su folletín por entregas sobre Los papeles póstumos del club Picwick y Hearst y Pulitzer, los dos míticos magnates del periodismo americano del XIX, competían entre sí a base de utilizar los mensajes, muchas veces ofensivos, de las tiras cómicas de Yellow Kid (el chico amarillo).
Conocedor sin duda de estos precedentes, aunque Forges fue en muchos casos un innovador en las redes sociales y en el uso de la televisión, su desempeño como autor de viñetas era la de todo un clásico, lo que hará que su mensaje perdure muchos años, y resista mejor que los humanos la erosión del tiempo. La emoción que la noticia de su fallecimiento ha causado no solo entre los profesionales del periodismo y la cultura sino entre la gran masa de sus seguidores, identificados hasta el tuétano con la visión atribulada y risueña que de la vida española tenía, pone de relieve la grandeza de su trayectoria, basada antes que nada en la lealtad. Lealtad a su oficio, a su familia y a sus amigos. Lealtad a este periódico al que no se incorporó en su fundación porque él y yo quisimos respetar el compromiso por nosotros establecido en los inicios de EL PAÍS de no debilitar a Informacionesarrebatándole a sus mejores firmas…
Cuando se incorporó a nuestras páginas después de aquel paréntesis profesional, que duró más años de los deseados y de los necesarios, me entregó una nota en la que Blasillo se regocijaba por haber vuelto por fin a su verdadera casa. Su casa era no solo ni principalmente la construida por un equipo de profesionales y amigos que habíamos estado juntos desde el principio, sino la que han levantado y levantan a diario cientos de miles, millones de lectores, que durante décadas han participado de la sonrisa, la sorna y la melancolía que emanan de sus personajes. Él sabía que en la ficción como en la realidad los lectores son quienes verdaderamente inventan, protagonizan y desarrollan las historias que otros pergeñamos torpemente. Descubrieron en Fraguas la humildad que adorna a los maestros y la trascendencia que anida en las cosas aparentemente más sencillas. Por nuestra parte, aunque la vida siga, nos quedará el dolor y el consuelo de poder exclamar con sus dibujos cada mañana la interjección magnífica que él patentó inspirándose en los textos de Larra, vigente cada día más, para desgracia nuestra y desesperación de tantos compatriotas: “¡País!”.