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De víctimas y héroes

MÁRIAM M-BASCUÑÁN 10 FEB 2018
La pérdida gradual de sensibilidad es una de las manifestaciones del mal. No necesitamos ser monstruos para perpetrar acciones aberrantes.

La crueldad del lenguaje lanzado a las redes con el jubiloso aroma del odio cotidiano es un ejemplo más: disparamos sádicamente contra un anónimo global porque nuestra capacidad para la empatía y el respeto está vinculada al rostro. Y nos conmueven cada vez menos las noticias semanales sobre un nuevo naufragio en el Mediterráneo. La rutinización del dolor nos inmuniza frente al sufrimiento: nuestra humanidad muta en una suerte de excitación que solo asoma ante la novedad de los acontecimientos, algo bastante alejado, por cierto, de una sensibilidad genuina.

Lo vivimos esta semana con dos auténticas orgías emocionales: el falaz compromiso de los Goya con “la causa de la mujer” y el obtuso terremoto televisivo de Operación Triunfo. Ejemplos de puro y moderno entretenimiento audiovisual, captaron la atención de los espectadores incorporando dinámicas sociales o políticas a su connatural estímulo sensacionalista. Por lo visto, solo la doble condición de víctima y celebrity consigue liberarnos del rutinario hastío en un mundo en el que cada vez es más difícil lograr el interés de la sociedad.
La ventaja de #metoo es que la victimización del famoso parece otorgar dignidad al anónimo agraviado, que encuentra así una respuesta empática a su causa. Y esa estimulación se aprovecha comercialmente subiéndonos a todos los carros, incluido el feminista, para ganar impacto publicitario. Con el adolescente transformado en estrella ocurre lo mismo: sentimos afinidad porque nos brinda la ilusión de que el éxito está a nuestro alcance.
Pero el refugiado no tiene rostro. Sólo al ponérselo, como hicimos con el pequeño Ailan, lo victimizamos e incorporamos al código efectista que capta nuestra atención. Porque, como bien dice Butler, es lo que está privado de rostro, o aquello cuyo rostro identificamos con el mal, lo que nos autoriza a volvernos insensibles. El debate público pierde su función social y deviene en mera economía de la atención, otra pieza de esa maquinaria del entretenimiento capaz de engullir la más noble de las causas en una nueva forma de estimulación banal.