General

La indeleble huella del abuso sexual

Martius Coronado 26.12.2017
El propio engaño es un arma poderosa. Olvidar se convierte entonces en una medida de autoprotección insospechada, tan terrible y sorprendente que solo tras una ardua negación, si llegamos a su aceptación, descubriremos su eficacia.

Aquel yo que olvida sus pasos, no es necesariamente un loco, un ebrio o un psicópata. Hay golpes de realidad que la normalidad no puede digerir. Sucede en todo tipo de accidentes, en zonas de guerra o en cualquier tipo de situación que conlleve un drama que sobrepasa con su realidad, la frontera de la nuestra. Y si nuestra equilibrada estructura comienza en el propio cuerpo, trasgredir sus límites causará un desequilibrio completo. Sobre todo, si eres un niño y la avalancha supone un primer e impuesto contacto con el sexo.
Ese tipo de recuerdo perdido encontré hace años, hace cortos años en proporción a las décadas que tengo.
Pero el recuerdo no es una prueba tangible, sus fragmentos deshojan una especie de pulso, una imagen ramificada en intensas dolencias sentimentales e inaprensibles, cuya profundidad nos perderá por meses. No por su contenido objetivo y escaso, desvestido de seguridades y detalles, sino porque sus flashes nos obligaran a releer y acomodar nuestra vida más íntima.
Mi recuerdo no es uno, sino variedades incompletas que no dejan penetrar en el contexto completo y menos aún bucear en los abruptos cortes que intuyo. Recuperar su secuencia, no es necesario, casi afirmaría que preferible. En mi caso, tras el hallazgo primero, la indagación no sacó a la superficie nuevo material, no me hizo falta. Cuando la escasez recuperada ha sido una fatiga dolorosa y lenta, saber más es un nuevo viaje al que tal vez no estemos preparados, quizá porque los recuerdos afloran sólo cuando nuestra fortaleza es completa.
El abuso sexual es una secuela que reverbera y nos persigue durante toda la vida. Si ocurre con corta edad, el impacto puede hacer saltar el mecanismo protector borrando su trazo, pero no sus consecuencias. Un menor no tiene fantasías sexuales, y su existencia sólo puede probar que un contacto sexual no consentido tuvo lugar, como afirmará cualquier profesional de la psicología. Aquí radica la secuela nunca mencionada y gran desconocida por la gente. En su irrefutable prueba, reconocí aquel niño que fui y que había olvidado.
Su aprendizaje me aconteció inesperadamente al enamorarme de un muchacho que había sufrido abusos sexuales, —exorcismo que relato en mi novela “El Nacimiento del Amor y la Quemazón de su Espejo”—. En el reflejo de aquel laberinto emocional del desamor, la diosa casualidad me dejó claro que el azar no existe. En el año y algo que duró el proceso, todos y cada uno de mis amantes, gran parte de los nuevos conocidos e incluso amigos de toda la vida, descubrí que habían sufrido abuso sexual. Con ellos y por ellos, comencé a comprender su dinámica.
La fuerza del hecho no depende de su completo recuerdo, el abuso se posa como una marca indeleble que no atiende a la desagradable subjetividad vivida por la víctima, sino que, al contrario, transfiere el pulso sexual del abusador. Probablemente no hubo ningún tipo de placer en el hecho, pero su atormentado recuerdo lo incita, mezclado con culpa, humillación y una excitación sexual, que al recordar, retroalimenta un círculo infinito y vicioso que genera el sentimiento de que uno es tan culpable como el victimario, lo que poco a poco va resquebrajando la propia autoestima.
Sé que resulta extraño, irracional e ilógico, pero así es la psique humana, se crea un paso más allá de la lógica. El teatro imaginario de los hechos, a pesar de ser fruto de la imposición, se ha transformado en una impronta que el abusado no sólo revive en su cabeza, sino que además anhela, a pesar de que su regusto es amargo y culpable. Puede que pasen años, pero la recreación buscada o casual, dirigirá aquella pulsión sexual intensa en la que de alguna forma se repiten los papeles y el hecho. No de forma estricta, pero sí de forma simbólica, como único camino al placer.
Esa concepción de único camino es la que crea a los abusadores, quienes fueron primero abusados y que luego se dejan manejar únicamente por la intensidad de esa pulsión sexual. Sólo la recreación los excita, y si no pueden ser víctimas se convierten en verdugos, alternando roles pero recreando aquel teatro vivido, como si la única opción fuera ser “yunque o martillo” como expuso Leopold von Sacher-Masoch, en su libro La Venus de las Pieles. Pero ese único camino es un engaño más de la propia psique, y sin duda el más peligroso.
La incontestable certeza es que la excitación siempre existirá. Para su comprensión les expongo el caso de un conocido quien me relató que tenía 18 años y novia y que nunca había sentido inclinaciones homosexuales, cuando ocurrió el abuso. Su tío siempre había hecho bromas sobre su atractivo y una noche en la que acabaron solos y borrachos lo forzó a tener relaciones sexuales, violándolo varias veces. Como suele ser común, la vergüenza, la culpa, la humillación y que fuera un familiar, le impidió decir nada. Durante años rehuyó a su tío, que seguía haciéndole proposiciones sexuales, pero a los tiempos, una vez ya casado y encontrándose con el abusador en una ciudad diferente, cedió al deseo; ese que no sintió en la violación y que había renacido en su maldito recuerdo.
Los casos y las circunstancias varían, el olvido parcialmente protector suele aparecer en niños de escasa edad. Incluso cuando la personalidad ya está formada, con 10, 12 o mayor edad, suelen darse muchos casos en los que el recuerdo no es completo o si lo es aparece un mecanismo donde el abusado relata los hechos como si fuera un espectador, buscando un alejamiento de aquellos sucesos dolorosos. Pero lo verdaderamente importante es saber distanciarse de aquel sello sexual. Si se produce su práctica debe interiorizarse simplemente como un juego sexual, porque a pesar de lo que pueda parecer la pulsión sexual también se podrá dirigir a más opciones, como un ejercicio en el que se puede introducir el cariño, las caricias y el puro amor. Además de nuevas pulsiones, tanto si aparecieron antes, como si se desarrollaron después; al fin y al cabo, el sexo siempre es un instinto en continua evolución.
La carga ineludible es convivir con aquel deseo sexual impuesto, que permanecerá y que hay que saber sobrellevar. Transformándolo en una opción erótica y jamás en una imposición, esa que se posesiona del abusado y lo transforma en un abusador futuro, como si el círculo de violencia, humillación y vergüenza fuera irrompible; y no lo es porque como todo en la vida, depende de nuestra voluntad y del papel que en nuestra vida sexual queramos darle.