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TRÍPOLI, EL LIMBO DE ALÍ, NOURI Y JADA

30 Octubre 2017

En Bou Slim, como en tantos otros centros de internamiento libios, los inmigrantes del África occidental y subsahariana esperan meses a ser repatriados

Ayudadnos, ayudadnos a vivir mejor en nuestra casa”. Es la exhortación de Alí, un joven nigeriano de 24 años recluido en un campo de internamiento para inmigrantes de Libia. Alí, que fue interceptado y detenido cuando intentaba embarcar clandestinamente hacia Italia, después de atravesar desiertos y montañas huyendo de la miseria de su país, es uno de los rostros de la plaga de nuestro tiempo: el tráfico de seres humanos. Un entramado de vidas e historias cuyo epílogo está escrito con una frecuencia y violencia inauditas en las imágenes de los naufragios de las pateras engullidas por las olas del Mediterráneo.

Mientras espera a ser repatriado, Alí está internado en Bou Slim un centro de inmigrantes en el barrio del mismo nombre a las afueras de Trípoli, uno de los pocos en los que se admiten a periodistas, y que alberga hasta 150 inmigrantes. Son hombres en su mayoría, pero también hay mujeres y una decena de niños que viven con sus madres, los que han tenido la suerte de estar junto a ellas en los viajes de la esperanza. Proceden en su inmensa mayoría del África occidental y subsahariana, el “depósito” de los inmigrantes. De Malí, Níger, Nigeria, Costa de Marfil, Burkina Faso, Gambia, Guinea, Senegal, pero también de Sudán y Chad y, en menor número, huidos del Cuerno de África. Al llegar se les distribuye por nacionalidades, se separa a hombres, mujeres y niños, se les somete luego a controles médicos y, en caso de llegar en condiciones precarias, se les cuida y alimenta. Luego, se empieza a cooperar con organizaciones como la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) para su repatriación. El tiempo de permanencia es de dos a tres meses, pero la falta de representación diplomática de los países de procedencia en territorio libio hace que la repatriación sea mucho más compleja: hay demasiados riesgos.

Las condiciones del centro no son muy malas. Hay un ambulatorio, una cocina y dormitorios, hangares con colchones y mantas extendidos por el suelo. A un lado hay espacios reservados para la oración; la mayoría son musulmanes, pero también hay algunos cristianos o animistas. El haber podido acceder al centro, gracias a la ayuda de Agenfor International, una ONG que colabora en la seguridad, nos lleva a pensar que quizá se trata de uno de los mejores centros de Libia. En otros, las cosas son muy distintas.

En el patio tenemos la oportunidad de hablar con Alí, el joven nigeriano de 24 años que, junto a su hermano Moktar, dejó su país con destino a Agadez, en Níger, el centro de la inmigración clandestina. Y luego hacia Trípoli, cruzando montañas y desiertos por 1.000 dinares, unos 300 euros al cambio oficial. Se necesitan otros 1.000 para embarcar hacia Italia desde Garabouli, al este de la capital, después de hacer un alto en Misrata. Antes incluso de subir a la lancha, Alí y sus compañeros de desventuras fueron detenidos por las milicias locales y conducidos a Bou Slim. ¿Lo volverías a intentar? “No, desde luego que no. Es más, quiero pedir a Italia y a todos los que quieran echarnos una mano, que nos ayuden, sí, pero que nos ayuden a vivir una vida mejor en nuestro país, con nuestros seres queridos y nuestra gente”.

Los que consiguen cruzar la verja de Bou Slim como hombres libres (o casi), se tienen que enfrentar a otros desafíos para sobrevivir a la espera de una vida mejor. Nouri nació en Malí y tiene 28 años; lleva dos en Libia y trabaja como encargado de la limpieza en una tienda de Trípoli. Fue secuestrado por una banda especializada en extorsiones a inmigrantes africanos y sus amigos pagaron 1.300 dinares por su liberación, el sueldo de tres meses.

Jada es una mujer nigeriana que hace unos meses salvó a una compatriota suya reducida a esclava sexual por los traficantes de seres humanos. La asistió hasta que fue repatriada. Como ella –cuenta– hay decenas, a las que abandonan moribundas en la calle. Marlene y su marido huyeron de Ruanda el año pasado: después de la enésima irrupción de las milicias en su casa de Trípoli, decidieron cruzar el mar junto a sus dos hijas. Querían pedir asilo en Italia, pero ya no pueden contar su historia, porque el Mediterráneo los engulló. Son historias de tragedias ordinarias, como las de cientos de miles de personas desesperadas que desafían al desierto, las montañas y los mares. Números ante los que Italia ha tomado medidas por medio de acuerdos con Libia, sobre cuya aplicación todavía pesan variables e incógnitas, a raíz del compromiso de Europa.