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Repudiadas y torturadas: el martirio de las niñas “brujas” de Bukavu

12 Julio 2017

Niñas incluso de corta edad son repudiadas por sus familias acusadas de practicar la brujería en Congo. Iglesias pentecostales se lucran a su costa practicando “exorcismos”

Su familia decía que era una “bruja”, pero Marie* parece un ángel: 12 años, un precioso rostro de niña y un brazo marcado, con una cicatriz en su parte interior, donde el codo se dobla. Es la huella de la tortura; la marca que dejó el agua hirviendo que los tíos con los que vivía le arrojaban encima. Ellos eran alcohólicos y la pequeña vivía de prestado en su casa. La madre de Marie “iba con los militares”, dice sin usar la palabra prostituta sor Natalina Isella, la monja que sacó a esta pequeña del infierno. Antes de acabar con sus tíos, la niña había ido dando tumbos de la casa de un familiar a la de otro en Bukavu, capital de la región oriental de Kivu Sur, en la República Democrática de Congo. Esta cría cuya madre vivía del deseo ajeno era un estorbo, una boca más que alimentar en una familia extensa numerosa y pobre.
Muy pronto, Marie se convirtió en una apestada. Su familia buscaba un culpable a quien achacar sus males y los ojos de sus parientes se volvieron hacia ella: la cría fue acusada de ser una “bruja” que estaba trayendo la desgracia a la casa. Entonces empezaron las quemaduras y el maltrato psicológico, explica sor Natalina, la religiosa italiana que en los últimos 15 años ha rescatado a cientos de niñas acusadas de brujería en Bukavu. Entre ellas, a Marie, que ahora vive con una treintena de niños y niñas en el centro Ekabana, el hogar de acogida y reinserción fundado por esta monja de 70 años que desde hace 40 ha hecho de Congo su patria. En swahili, la lengua del este de Congo, Ekabana quiere decir “la casa de los niños”. Así llamaba la gente a sor Natalina, incluso antes de que fundara el hogar: “Ekabana”.

No todos los pequeños que viven en el centro han sido acusados de brujería. La institución acoge también a menores de ambos sexos cuyas familias no se pueden hacer cargo de ellos: hijos de familias pobres, prostitutas, discapacitados, enfermos mentales y alcohólicos. Un catálogo de varias de las formas de la desgracia que acompaña a la enfermedad y la miseria. Los menores tienen entre 4 y 16 años. De ellos, un tercio son niñas que quedaron desamparadas a causa de una acusación de brujería.
“Cuando una niña es acusada, si un miembro de la familia enferma, es ella quien ha practicado un encantamiento; si alguien muere, lo ha matado la niña con sus poderes místicos. Si la familia es pobre, se le achaca también a la pequeña”, recalca la religiosa. Como sucedió con Marie, la niña se ve “sola frente a un montón de adultos” convencidos de que ha sido poseída o esconde un demonio en su interior.
La acusación contra esta niña era casi previsible. Como sucede en la inmensa mayoría de estos casos, Marie, una pequeña sin casa, de padre incierto y madre marginal, era el miembro más pequeño, el eslabón más frágil del núcleo familiar. Los hijos nacidos fuera del matrimonio; los huérfanos -especialmente si lo son por el sida o si uno de los progenitores se ha vuelto a casar- los discapacitados o enfermos físicos o mentales; los niños diferentes, incluso si lo son para bien, como los menores superdotados, son los más expuestos a ser considerados ocultistas. Motivos tan banales como que un crío hable en sueños o siga haciéndose pis en la cama pueden desencadenar este tipo de acusación.

El negocio de los exorcismos
En Congo no existen estadísticas de cuántos menores han sido abandonados por este motivo pero las asociaciones que trabajan con ellos calculan que son muchos, muchísimos. Sólo en Kinshasa, la capital, se cree que más de 25.0000 niños y niñas sobreviven en la calle. La mayoría han sido abandonados sospechosos de ser “brujos”. En Bukavu, en el otro extremo del país, las acusaciones de brujería presentan una particularidad: su feminización. Desde su fundación en 2002, casi 400 niños y niñas han pasado por el centro Ekabana. La mayoría eran niñas acusadas de brujería. Todas, sin excepción, niñas, quizás porque en la machista sociedad congoleña se considera que un varón vale más que una niña. Las niñas son consideradas más prescindibles.
Los maltratos físicos y psicológicos que conllevan este tipo de acusación suelen seguir casi siempre el mismo esquema; un vía crucis cuya penúltima estación antes del abandono son lo que se conoce como “sesiones de liberación”: “exorcismos” ejecutados por pastores de un tipo de iglesias pentecostales conocidas como “iglesias del despertar” o “cámaras de oración”. En un contexto de supervivencia, estos templos protestantes, cuyos pastores hacen creer a sus fieles que la oración lo puede y lo cura todo, incluido el sida, han experimentado una enorme expansión en Congo en los últimos años. Marie también transitó por ese calvario cuando su abuela la llevó a una de esas iglesias, antes de que la familia la entregara al centro Ekabana.

Los exorcismos no buscan “liberar” al niño sino, por el contrario, justificar su abandono al dotar a la acusación de brujería de legitimidad religiosa, pues el pastor confirma ante la comunidad que el menor está poseído. Por ello, incluso si el charlatán declara al niño “curado”, éste nunca es aceptado de nuevo por la familia.
La sesión “de liberación” comienza cuando la familia entrega la criatura al pastor, que encierra al niño en la iglesia y lo somete a un ayuno forzoso que a veces dura hasta dos semanas. Los “profetas” –así se definen- de estas iglesias obligan a los pequeños a ingerir purgantes e incluso blanden ante ellos objetos contundentes o punzantes y cuchillos “con la hoja al rojo vivo para forzar una confesión”, relata sor Natalina.
Aterrorizados, muchos niños terminan confesando ser “brujos”. Otras veces, el crío escapa de la iglesia para huir de unas torturas que se infligen previo pago de cantidades a menudo importantes. En Congo, los exorcismos son un negocio floreciente que ha poblado las colinas de las principales ciudades del país con villas y coches comprados con el dolor de los niños “brujos”.
Un fenómeno urbano y reciente
El centro Ekabana se asoma al lago Kivu desde una colina de Bukavu. La vista es hermosa y la terraza en la que juegan los niños, tras volver del colegio y hacer los deberes, está rodeada de flores. Claude Baguma, educador de la institución, explica que no todas las niñas acusadas de brujería provienen de familias pobres. Por ejemplo, Gabrielle, que ahora tiene 14 años: “La madre de esta niña poseía varios negocios, entre ellos un supermercado. Un día, unos estafadores envenenaron a la mujer y, al volver del colegio, Gabrielle se encontró a su madre en en coma. Como fue ella quien la encontró y la mujer murió, el padre y los hermanos le echaron la culpa. El tribunal de menores nos la envió”. Esta niña sufrió también un exorcismo.
Cuando Gabrielle vivía ya en el centro Ekabana, su padre se quedó ciego y de nuevo lo achacó a un sortilegio de su hija. Cuando el personal del centro fue a hablar con él, ni él ni uno de sus hijos mayores, licenciado en Farmacia, entraron en razón.
Como el hermano de Gabrielle, en Congo, incluso personas con educación superior avalan la existencia de un mundo mágico, poblado de brujos, fantasmas, demonios y sirenas. Unas supersticiones que persisten porque en contextos de violencia, de crisis económica, social y política como es el caso del país africano, esas creencias “ofrecen un marco de interpretación del fracaso, de la desgracia y de la pobreza” por irracional que éste sea, precisa un estudio de UNICEF sobre el fenómeno de los niños “brujo”,

En la región de África Central las acusaciones de brujería no son nuevas. Sin embargo, tradicionalmente éstas se dirigían contra mujeres, sobre todo si eran ancianas. No fue hasta los años 80 cuando los niños se convirtieron en blanco de un fenómeno que, en su variante infantil, es urbano y está ligado a la disgregación de la familia extensa, que ha minado la tradicional solidaridad africana, a la expansión de las iglesias del despertar y a una miseria que afecta a ocho de cada diez congoleños. También a la violación de los derechos de los niños provocada por conflictos como las dos guerras de Congo (1996-2003), que propiciaron el enrolamiento masivo de menores soldado y una violencia sexual de gran alcance cuyas principales víctimas fueron mujeres y niños. Aunque la creencia en el ocultismo hunde sus raíces en la mitología animista local, las acusaciones de brujería contra niños no son pues el fruto de tradición africana alguna, sino lo que el estudio de UNICEF define como una “tradición inventada” producto de una profunda crisis económica y de valores.
A salvo de la violencia sexual
En Bukavu, los 15 años de trabajo del centro Ekabana -una institución que se financia con donaciones y el apoyo de Cáritas y de varias ONG italianas- han logrado que las niñas ya no tengan que pasar días, semanas o meses abandonadas en la calle. Un avance fundamental pues, en el pasado, al permanecer solas e indefensas, estas niñas padecían todo tipo de abusos físicos, psicológicos y sexuales. Al contrario que sus predecesoras, ninguna de las niñas tuteladas ahora por el centro ha sufrido violencia sexual.

“Al principio, tuvimos a una niña a la que su madre había echado a la calle a los 7 años. A la niña la violaron. Luego el pastor de una “cámara de oración” le dijo a la madre que tenía que apartarla de su vista, por lo que la mujer la arrojó al río para que se ahogara; la niña no sabía nadar. Unos pescadores la sacaron del agua. Ahora, gracias al trabajo de sensibilización que hemos hecho con la población y la policía, en cuanto alguien se entera de que una niña ha sido expulsada por la familia o la ve en la calle, nos llaman. Nosotros mandamos entonces a un educador, que la trae al centro. Otras veces, es la policía quien la recoge y nos avisa para que vayamos a buscarla”, dice Sor Natalina, a quien una familia le ha llegado a entregar a una niña de cuatro años y medio porque pensaban que era “bruja”.
Esa pequeña se había criado con su padre, que se la había arrebatado a la madre, y quien la acusó fue una tía. El centro localizó a la progenitora de la pequeña, a quien le devolvieron a su hija. El centro Ekabana trata siempre de encontrar a un pariente de las niñas o de mediar cuando es posible con los familiares para que la menor sea de nuevo aceptada. Algunos padres admiten su error y, cuando es posible, la pequeña vuelve a la casa familiar bajo la supervisión de un educador, que la sigue hasta los 18 años para asegurarse de su bienestar.
La reinserción familiar es fundamental en una sociedad como la congoleña donde las personas sin lazos familiares sufren un severo estigma, sobre todo si son mujeres. Los educadores del centro Ekabana consideran que volver a casa de un pariente -aunque sea lejano- contribuye a la normalización social de unas niñas que penan para librarse de la sospecha de ser “brujas”.
Esta aceptación es un paso más en un proceso de sanación a veces muy complicado. Las niñas a quienes sus familias consideraron un día “malditas” ríen y juegan en el patio del hogar Ekabana. Jacqueline dice que quiere ser médico y Mara, periodista de televisión. Algunas han “perdonado” a sus familias y “aceptado” su pasado, explica sor Natalina. Otras, luchan aún con él. Marie, la niña guapa de la cicatriz en el brazo, apenas crece. Es baja para sus 12 años. El psicólogo que la trata cree que es la pena lo que la ata al suelo.
*los nombres de las niñas han sido modificados para proteger su identidad