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El apartheid que creó una nueva insurgencia musulmana en el sudeste asiático

5 Enero 2017

La minoría musulmana de los rohingya no tiene derecho a la ciudadanía desde los años 80 y vive segregada. La represión ha desembocado en una violencia con serias implicaciones para Myanmar



La frontera occidental de Myanmar que separa el país con Bangladesh lleva décadas sin ser un lugar tranquilo. Pero el pasado 9 de octubre algo cambió las reglas del juego. Al amanecer, varios cientos de hombres atacaron de forma coordinada tres puestos fronterizos, matando a nueve oficiales y robando armas y munición. El ataque era la primera acción registrada de Harakat Al-Yaqin (Movimiento por la Fe), un nuevo grupo militante formado fundamentalmente por la minoría rohingya, que se concentra en esa zona del país, según un reciente informe de International Crisis Group (ICG). “La violencia actual es cualitativamente diferente de cualquier otra en décadas recientes, amenaza seriamente las perspectivas de estabilidad y desarrollo en el estado [de Arakan] y tiene serias implicaciones para Myanmar en su conjunto”, asegura el informe.
En el mosaico étnico de Myanmar, los rohingyas ni siquiera están reconocidos entre los 135 grupos oficiales. De religión musulmana, han estado en constante conflicto con la población budista del llamado estado Rakhine o Arakan, al oeste del país, donde viven mayoritariamente, y la Junta Militar que controló con mano firme el país hasta 2011 lanzó duras campañas de represión entre los años 70 y 90, que provocaron oleadas de refugiados hacia la vecina Bangladesh.
Hoy, son considerados como inmigrantes ilegales y desde 1982, se les ha denegado la ciudadanía, lo que les convierte en una de las poblaciones apátridas más grandes del mundo. Su acceso a puestos de trabajo está limitado y no pueden acudir a escuelas públicas o casarse libremente. Su situación empeoró a partir de junio de 2012, cuando el conflicto se recrudeció tras la violación y asesinato de una joven budista. El Gobierno, que había iniciado una apertura democrática el año anterior, respondió confinando a la mayor parte de la población rohingya a campos de refugiados, a los que, han denunciado activistas y organizaciones en numerosas ocasiones, la ayuda no llega. En junio de 2015, miles de personas se quedaron varadas en botes en medio del Océano Índico después de descubrirse varias fosas comunes en Tailandia y Malasia con restos de rohingyas traficados. Desde entonces, las redes de tráfico de personas han sido congeladas y los rohingyas han perdido la única vía de escape a su particular infierno.
Este contexto de represión ha sido el caldo de cultivo perfecto para que se desarrollara el nuevo grupo insurgente, denuncia International Crisis Group, en una zona donde la militancia había sido minoritaria. Aunque se ha sabido poco de ellos hasta ahora, el grupo se habría formado tras la represión de 2012, según el informe, y durante los años siguientes se centró en entrenar a los insurgentes. El movimiento está dirigido, dice ICG, por un grupo de rohingyas emigrados a Arabia Saudí y está coordinado dentro de Myanmar por militantes locales que tienen “entrenamiento internacional y experiencia en las técnicas modernas de la guerra de guerrillas”. “La emergencia de este grupo bien organizado y aparentemente bien financiado supone un punto de inflexión en los esfuerzos del Gobierno de Myanmar para hacer frente a los complejos desafíos en el estado Rakhine”, dice el estudio basado en entrevistas con militantes, habitantes de la región y otras fuentes conectadas a la insurgencia fuera del estado Rakhine.


The International Crisis Group no ha sido el único en alertar sobre las consecuencias de la política del Gobierno en la región. Amnistía Internacional también publicó un informe en el que denunciaba la represión ejercida desde hace décadas contra los rohingyas y aseguraba que, desde el ataque del 9 de octubre, las fuerzas de seguridad “han cometido violaciones de derechos humanos generalizadas y sistemáticas contra [los rohingyas] incluso dirigidas de forma deliberada hacia la población local, sin importarles su conexión con los militantes”.
Human Rights Watch ha publicado además pruebas a través de imágenes satélite de la destrucción de pueblos rohingya en el distrito de Maungdaw entre finales de octubre y principios de noviembre y ha acusado al Gobierno de no investigar los sucesos. Así, tras el ataque de octubre, el Ejecutivo selló la zona, limitando el control de organizaciones internacionales, incluida Naciones Unidas, y de periodistas. “Las fuerzas armadas birmanas no solo están manteniendo a los observadores independientes fuera de las áreas rohingyas afectadas, [sino que] parece que ni siquiera le están diciendo a su propio Gobierno qué está pasando”, aseguró Brad Adams, director para Asia de Human Rights Watch. Tras cinco décadas en el poder, los militares se reservaron en el diseño de la apertura política del país una importante parcela de poder al controlar el 25% de los escaños del parlamento y varios ministerios clave.
Un Gobierno en crisis
Desde el inicio de la apertura democrática, muchas esperanzas estaban puestas en la líder opositora Aung San Suu Kyi, cuyo partido llegó al poder el pasado mes de abril, después de ganar las primeras elecciones democráticas libres celebradas en el país en cinco décadas. Sin embargo, la premio Nobel de la Paz, que pasó tres lustros en arresto domiciliario por defender la democracia en Myanmar, nunca ha reconocido a los rohingyas como ciudadanos de pleno derecho de un país en el que la población se ha manifestado en numerosas ocasiones para pedir que sean expulsados.

La actual crisis ha confirmado las escasas intenciones de Suu Kyi por interceder por los rohingyas, algo que no ha gustado a la comunidad internacional. Así, la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas ha asegurado que, desde octubre, recibe denuncias diarias de asesinatos, violaciones, y destrucción de las casas de los rohingyas. “Si las autoridades no tienen nada que ocultar, entonces por qué tanta reticencia a darnos acceso”, se preguntaba el Alto Comisario para los Derechos Humanos Zied Ra’ad Al Hussein en un comunicado. “La respuesta de Myanmar en la zona de Rakhine norte es una lección de cómo hacer un mala situación peor”, continuaba. Por su parte, una comisión establecida por el Gobierno ha negado que haya ningún tipo de indicio de genocidio en Arakan, días después de que un vídeo mostrara a soldados golpeando a varios rohingyas. Sin embargo, varios premios Nobel, entre ellos Desmond Tutu o Malala Yousafzai, han enviado una carta a Suu Kyi para prevenirle del peligro de quedarse de brazos cruzados. “Algunos expertos internacionales han avisado del potencial de genocidio. Tiene todos los rasgos de tragedias pasadas recientes – Ruanda, Darfur, Bosnia, Kosovo”, escriben en la carta.
Pero Arakan no es la única zona en conflicto en Myanmar y prácticamente todas las fronteras del país están controladas por grupos tribales que son más o menos hostiles al Gobierno central. “Desde la independencia en 1948, Myanmar nunca ha tenido una paz total; no ha habido un solo acuerdo de paz con el que estuvieran de acuerdo todos los grupos étnicos”, explica Trevor Wilson, antiguo embajador australiano en Myanmar y ahora analista político. Es la guerra civil más larga del mundo.
El pasado mes de agosto, el Gobierno lanzó una ronda de negociaciones para intentar poner fin a esta guerra que, de momento, ha hecho pocos avances, a pesar de que Suu Kyi se había marcado febrero de 2017 para firmar un acuerdo. Desde entonces, se han registrado nuevos enfrentamientos en varias zonas del país, especialmente en el estado Kachin, en la frontera norte con China. Un complejo rompecabezas del que la nueva insurgencia rohingya es solo la última pieza.