General

Congo: al coloso de África se le escapa su transición democrática

22 Diciembre 2016

El presidente Joseph Kabila rechaza abandonar el poder tras expirar su mandato. Pero los ciudadanos tienen difícil rebelarse cuando deben luchar a diario por la supervivencia

Las armas han hablado de nuevo en la República Democrática del Congo y lo han hecho para poner coto a un sueño largamente acariciado por muchos congoleños. Ese sueño se llamaba cambio político y tenía fecha y hora: la medianoche del lunes 19 de diciembre, cuando acababa el segundo mandato del presidente Joseph Kabila. Un mandato que debía ser el último, en virtud de una Constitución que el mismo Kabila promulgó y juró defender en 2006. Sin embargo, al jefe de Estado congoleño le bastó con sacar a la calle a miles de policías, a militares armados hasta los dientes y a los temidos “bana mouras”, su Guardia Presidencial, para sofocar esa esperanza y aferrarse a un cargo que heredó de su padre en 2001.
El martes 20 de diciembre amaneció sin el adiós al que Kabila estaba obligado. Y el réquiem por la que hubiera sido la primera alternancia democrática en la historia del país se plasmó en dos jornadas de calles desiertas de día y un concierto nocturno de cacerolas y silbatos en la capital del país. Una protesta efímera, que sólo duró una noche, acompañada de neumáticos quemados y barricadas alzadas por algunos de esos jóvenes de los barrios populares de Kinshasa que carecen de un futuro que perder. En otros lugares del país, como en Lubumbashi, Matadi y Boma, grupos de manifestantes se enfrentaron con las fuerzas de seguridad.

La respuesta llegó a golpe de gas lacrimógeno y disparos, una reacción que logró infundir el miedo y aplastar el conato de levantamiento popular en Congo, al menos de momento. Human Rights Watch eleva las víctimas en todo el país a 26, de las cuales 16 se han producido sólo en Kinshasa; un saldo similar al confirmado el miércoles por la Oficina Conjunta de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Congo (UNJHRO), que ha denunciado que al menos 19 personas murieron por heridas de bala en las protestas, mientras que otras 45 resultaron heridas, cifras aún provisionales. Este organismo de la ONU ha documentado también al menos 200 detenciones. Su director, José María Aranaz, explicó el martes a este diario que los detenidos son militantes de partidos de la oposición, miembros de la sociedad civil o personas detenidas por motivos como llevar una camiseta roja, un hecho banal al que se otorgó significado político pues la oposición congoleña había definido la fecha del 19 de diciembre con un símil futbolístico como el día de la “tarjeta roja” a Kabila.
“Quien salga a manifestarse, que se cuide de dejar una foto, porque su familia no lo volverá a ver”, había advertido días antes en un mensaje a los jefes de barrio el comisario provincial de Kinshasa, el general Célestin Kanyama, según confirmaron numerosos congoleños a este diario. Ahora el gobierno de su país ha respondido a Naciones Unidas con un comunicado en el que asegura que su oficina de derechos humanos acusa “sin pruebas” y reduciendo la cifra de víctimas en la capital del país a nueve, de los que seis, dice el texto, eran “saqueadores”. En todo el país, la Policía de Congo elevó los fallecidos a 22 muertos.

“No tenemos armas pero vamos a echar a Kabila del poder. A medianoche tendrá que irse”, decía el lunes Marcel, un congoleño de mediana edad en Limete, feudo de la oposición, a dos calles de la casa de Étienne Tshisekedi, el líder histórico de la oposición congoleña y de su principal partido, la Unión para la Democracia y el Progreso Social (UDPS). Esta formación lidera la plataforma bautizada como “Rassemblement”, una agrupación de diferentes partidos políticos unidos sólo por un fin común: forzar la salida del cargo de Kabila. Sin embargo, ni Tshisekedi, de 84 años, ni el resto de líderes opositores habían instado oficialmente –sí entre líneas- a la población que se manifestara este lunes y el martes, como sí hicieron el 19 de septiembre.
En ese momento los congoleños aún tenían una vaga esperanza de forzar al régimen de Kabila a organizar las elecciones en noviembre como estaba previsto, a pesar de que el gobierno ya había anunciado que no pondría las urnas alegando no tener dinero ni tiempo para actualizar el censo electoral. En mayo, la Corte Constitucional, controlada por Kabila, había preparado el terreno al emitir un dictamen que concluía que, en ausencia de sucesor, Kabila podría seguir en el cargo pese a la limitación de dos mandatos fijada por la Carta Magna.
Las manifestaciones de septiembre acabaron con un baño de sangre y al menos 54 cadáveres en las calles de Kinshasa, tiroteados o, algunos de ellos, quemados vivos. Son los casos documentados por la ONU, pero pueden ser muchos más. Human Rights Watch contó al menos 66 muertos y además la organización tiene indicios de que las autoridades se llevaron los cadáveres de muchas víctimas, arrojadas luego a fosas comunes o al río Congo.

La miseria que ata las manos
Desde aquella masacre, la movilización ha perdido fuelle. Las razones se remiten al miedo pero también a la desconfianza de muchos congoleños ante una oposición dividida- hay más de 500 partidos políticos- en la que no pocos de sus líderes eran antes aliados de Kabila. La decisión de la principal plataforma opositora capitaneada por la UDPS de participar en un diálogo con el régimen auspiciado por la Conferencia Episcopal de Congo, ha avivado esta desconfianza. Este diálogo encalló el pasado sábado debido a la negativa del campo presidencial a renunciar a su proyecto de perpetuar al jefe de Estado en el cargo y posponer las presidenciales a abril de 2018.
Para terminar de abocar este diálogo a un probable fracaso, el lunes, cuando faltaba un cuarto de hora para el final del mandato de Kabila, el régimen anunció el nombramiento de un nuevo gobierno. Toda una bofetada a la oposición que esperaba formar parte de un Ejecutivo de consenso fruto de las conversaciones auspiciadas por los obispos.
Sin embargo, ni el anuncio nocturno de este nuevo gobierno sin ellos ni la represión de las protestas han llevado a estos partidos opositores a retirarse de las conversaciones. El martes, el líder opositor Tshisekedi se dirigió al pueblo en un vídeo en el que llamaba a una “resistencia pacífica” y a no “reconocer” como presidente a Kabila, el mismo hombre con cuyos colaboradores pensaba seguir negociando. “Los políticos sólo quieren una parte del pastel”, aseguraba este martes Theo, un joven de Kinshasa.

Thérèse abre la puerta con su vestido azul y un pay-pay en la mano. Es guapa a sus 75 años y su discurso está lleno de compasión hacia la juventud de un país cuya edad media apenas supera los 18 años. En la puerta de su casa en Singa-Mapepe, en la comuna de Lingwala en Kinshasa, recuerda cómo con los “flamencos” (así llama a los colonizadores belgas), la escuela “era gratuita”. “Ahora, incluso si el niño es un alumno brillante, si a los padres les faltan diez dólares para pagar los gastos escolares, al niño lo echan del colegio. Me duele el corazón de ver a toda esta juventud con estudios que tiene que ganarse la vida empujando un carrito o conduciendo un taxi-moto”.
Thérèse no es la única nostálgica de tiempos pasados. Marcelin, de 60 años, es un funcionario del barrio de Mombele y a los 150 dólares mensuales que gana no les llama salario: “Un salario es algo que te permite pagar el alquiler, comer y pagar la educación a tus hijos. Yo tengo seis y dos están ya en la universidad. Con lo que yo gano es imposible vivir y por eso me tengo que buscar la vida. Mientras, en Congo, miles de millones se evaporan cada año. ¿No has oído hablar de los Papeles de Panamá? Pues ahí estaba la familia de Kabila. Por eso no podemos tolerar que siga en el poder ni un día más”.
Como Marcelin, la inmensa mayoría de los congoleños dan saltos mortales para sobrevivir. Ocho de cada diez viven bajo el umbral de la pobreza absoluta con menos de 1,25 dólares americanos al día, según el FMI. El pequeño comercio de todo lo vendible y lo comprable, la economía sumergida que, según un empresario citado por Jeune Afrique, constituye el 90% de la economía congoleña incluso tiene nombre propios en Congo: la “débrouillardise” (“el apañárselas”) o el “artículo 15”, una disposición imaginaria de la Constitución que se traduce como “el arte de buscarse la vida”.

“Una máquina de saquear”
Esta precariedad, ese vivir al día que hace que cuando no se trabaja, no se come, ha sido un as en la manga de Kabila. Porque para hacer la revolución hay que dejar de trabajar, y la lucha por la democracia es un lujo cuando uno no sólo debe desafiar al aparato de seguridad de un Estado sino que además tiene que hacerlo con el estómago vacío y dejando en casa a una familia numerosa -la media de hijos por mujer en Congo supera los 6- que pide pan.
La miseria y la falta de futuro se llevan peor cuando conviven con la conciencia de que ese destino infausto podría ser diferente. En Congo, la gente sabe de las riquezas del país –oro, cobre, cobalto, el segundo bosque tropical del planeta- y a Marcelin, el funcionario, no le falta razón al hablar de los millones de dólares que “desaparecen”. Este congoleño está bien informado. En los Papeles de Panamá, efectivamente, se demostraba que la hermana melliza de Kabila, Jaynet, participaba en el capital de Vodacom, uno de los principales operadores de telefonía de Congo, con un nombre falso y a través del paraíso fiscal de la isla de Niue. No sólo eso, una investigación de la agencia Bloomberg ha revelado que la familia Kabila -su mujer, sus dos hijos menores y sus hermanos y hermanas- controlan al menos 77 empresas de todos los sectores de la economía, desde los lucrativos contratos mineros hasta el transporte aéreo, la agricultura, la distribución de carburante e incluso los night-clubs. La familia Kabila disfruta de no menos de 120 permisos para explotar cobre, oro y cobalto, entre otros minerales preciosos. Una sola de estas empresas generó en cuatro años 350 millones de dólares.
La sombra del presidente y de uno de sus íntimos, el hombre de negocios israelí Dan Gertler, se cierne también sobre opacos contratos por los que se han vendido a precios irrisorios derechos de explotación minera del Estado que luego se han revendido a multinacionales a precio de oro. Kabila, que nació en el maquis rebelde del este de Congo, es un amante del lujo. Uno de sus antiguos asesores, citado por The New York Times, contaba hace días que a veces lleva dos relojes: un rolex en una muñeca y un patek philippe en la otra. Mientras, el ingreso bruto anual per cápita en Congo según el Banco Mundial es de sólo 380 dólares y el país sigue ocupando el puesto 176 de un total de 188 países en los índices de desarrollo humano de la ONU.

Las sospechas de expolio del patrimonio de los congoleños alcanzan tales proporciones que la organización norteamericana Enough Project define al Estado de ese país cómo una “máquina para saquear” al tiempo que eleva a 4.000 millones de dólares el dinero que cada año dejan de ingresar las arcas públicas “a causa de las manipulaciones de los contratos mineros y del presupuesto por parte del gobierno”. Esa cantidad casi equivale al presupuesto del Estado para 2017, previsto en unos magros 4.900 millones de dólares (4.700 millones de euros) para una población de unos 70 millones de habitantes. El presupuesto de la Comunidad Autónoma de Madrid para 2016 fue de casi 18.000 millones de euros para 6,5 millones de personas.
En realidad, en una interpretación ampliamente avalada por muchos congoleños, la resistencia de Kabila a abandonar un poder que le confiere inmunidad apunta a ese supuesto enorme patrimonio adquirido de forma opaca y a las violaciones de derechos humanos cometidas bajo su poder. “El presidente tiene miedo de los tribunales internacionales”, recalcaba el martes otro joven del barrio de Mombele. Para un veterano cooperante en Congo que exige anonimato, esa es solo parte de la verdad: “En las culturas bantúes, el poder es un patrimonio que se conserva siempre. Y Kabila tiene 45 años”.
Ante una oposición dividida y una miseria que los atenaza, los congoleños miran al mundo. André, un vecino de Matete, en Kinshasa, reclamaba el lunes “más presión de la comunidad internacional”. A este hombre no le parecen “suficientes” las sanciones aprobadas por la UE y Estados Unidos contra varios altos responsables del aparato de seguridad de Kabila, a quienes se les ha congelado sus haberes en Europa y EEUU y se les ha prohibido viajar a sus territorios. Estas sanciones se han interpretado como un aviso a navegantes para el propio jefe de Estado congoleño. Con sus declaraciones, países como EEUU, Francia, Reino Unido y Bélgica están indicando a Kabila que está yendo demasiado lejos, pero, mientras tanto, con las calles de Congo sumidas en el miedo, el presidente sigue en el poder.